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Incendios en Córdoba: el drama de los que viven del turismo y la incertidumbre por lo que viene

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Hace solo unos días, la zona de Los Cocos, Córdoba, fue testigo de uno de los incendios que arrasó con parte del paisaje verde y algunas infraestructuras turísticas. El fuego dejó a la comunidad local en vilo sobre cuándo podrán volver a recibir a los visitantes que sostienen su economía. Aunque lo peor ya pasó, la incertidumbre sobre el regreso de los turistas preocupa a los comerciantes y residentes.

Este miércoles, el Ministerio de Ambiente de Córdoba emitió una resolución que prohíbe el ingreso al Cerro Champaquí, Macizo Los Gigantes y Cerro Uritorco, con el objetivo de resguardar la vida de los ciudadanos que pudieran ser afectados por los incendios en estos lugares. Estas zonas altamente turísticas tendrán restricción del acceso al público y su vigencia permanecerá hasta nuevo aviso.

Fabián Tolesano trabaja hace 25 años en la aerosilla de Los Cocos, un lugar icónico del norte de la Punilla que recibe unos 80.000 turistas por año. Él fue testigo directo del siniestro y compartió su relato a Clarín sobre cómo vivieron esos momentos en que el fuego comenzó a llevarse puesto parte de la atracción turística.

«Los incendios arrancaron hace dos días. Arrancó allá, donde ahora se ve el humo. Pasó por detrás de las sierras, y con el viento fue envolviendo todo. Cuando hay mucho viento, baja por los cañadones entre las montañas y no te da tiempo a nada. El fuego baja a 50 o 60 kilómetros por hora«, relata Fabián, señalando las zonas afectadas.

El fuego impactó en el techo de la confitería del lugar y también en una parte del cableado. «Se quemaron entre seis y ocho sillas, los caños de agua y el cableado subterráneo. Nos tomó de sorpresa, pero con el equipo de trabajadores logramos apagar lo que pudimos«, explica.

Fabián Tolesano, en la tradicional aerosilla de Los Cocos. Foto Marcelo Carroll

«Hace dos días que estamos arreglando y ya estamos listos para arrancar de nuevo», asegura Fabián. A pesar de la rapidez en la recuperación, el impacto para el turismo es evidente. «Dependemos de los visitantes por eso es importante tener todo funcionando. Pero claro, esto afecta porque algunos turistas dudan en venir, piensan que todo se quemó, que es peligroso», explica.

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El fuego también llegó cerca de la tirolesa y otras atracciones como el aerotrén y la casita del terror, aunque afortunadamente, gracias a la altura de los cables, las instalaciones no sufrieron grandes daños. «Subimos agua y estuvimos preparados para defender las zonas verdes. Esta parte que ves verde es lo que logramos salvar», comenta.

La tienda de recuerdos de la aerosilla, sin clientes. Foto Marcelo Carroll / Enviado especial La tienda de recuerdos de la aerosilla, sin clientes. Foto Marcelo Carroll / Enviado especial

El fuego tuvo su impacto en el turismo local, sobre todo por el cierre temporal de rutas que impidió el acceso de turistas. «Tuvimos algunas cancelaciones de excursiones. Las rutas estaban cerradas y no había forma de que lleguen los visitantes. Pero ahora que estamos reabriendo, esperamos que las excursiones vuelvan», afirma Fabián.

El centro de Los Cocos está completamente vacío. Algunos comerciantes pasan el tiempo barriendo sus veredas o sentados en las puertas de sus negocios esperando por algún turista. Sobre la vereda está Romina Ruiz junto a su hija Juliana Ruiz que hace varios minutos barajan la idea de abrir o no su kiosko.

«Nosotras vivimos del turismo. Con todo lo que pasó nosotros vemos que esto está para atrás. Más con el corte de las rutas, el humo, la gente no se anima a venir. Nuestras ventas bajaron un 100 por ciento puedo decir con seguridad», dice Romina mientras explica.

Juliana Ruiz cerró su local porque no hay clientes. Foto Marcelo Carroll / Enviado especial Juliana Ruiz cerró su local porque no hay clientes. Foto Marcelo Carroll / Enviado especial

Tanto para Juliana como para su mamá es difícil creer que todo mejorará pronto. Pero también la incertidumbre comienza a ser más grande junto con la preocupación porque su economía depende de su negocio.

Claudia Campisi tampoco es optimista. Vendedora ambulante de alfajores, explica que este emprendimiento es uno de sus principales ingresos. «Esto está desolado, muy vacío. Yo me quedaba por la entrada de la aerosilla esperando a los turistas, pero mirá… no hay nadie», dice mientras tiene en sus manos su canasto con alfajores artesanales.

«Todos nos dicen que pueden venir vientos fuertes en estos días. Y la verdad tenemos miedo por nuestras casas y también porque el fuego se pueda llevar lo que no se llevó antes. Si acá no viene nadie, listo, perdemos. ¿Quién va a venir a disfrutar de un paisaje quemado? Para nadie es atractivo eso. Todo lo que pasé después es una incertidumbre total», cuenta con resignación.

Sofía Riquelme organiza los productos de la tienda de alfajores. Aunque no es dueña del lugar, su compromiso con el negocio es evidente. El local, conocido por sus alfajores y otros productos regionales, es un punto de referencia para turistas y locales. «La aerosilla del parque es la principal atracción», explica Sofía, a la vez que asegura que la llegada de turistas se vio gravemente afectada por el fuego y los cortes de ruta. “Este parate es realmente preocupante. La gente tiene miedo, y con razón. Las excursiones no pueden llegar”, dice con un tono de resignación.

Sofía Riquelme está preocupada por el parate que impusieron los incendios. 
Foto Marcelo Carroll / Enviado especial Sofía Riquelme está preocupada por el parate que impusieron los incendios.
Foto Marcelo Carroll / Enviado especial

La situación es crítica y las ganancias han disminuido drásticamente. «Bajó un montón», confirma Sofía, reflejando la angustia de muchos en la comunidad que dependen del turismo. «La zona maneja mucho el tema de las excursiones, sobre todo de jubilados y estudiantes, pero con lo que ha pasado, no tienen acceso y eso se nota», lamenta.

El fuego trajo consigo no solo la destrucción, sino también el miedo y la incertidumbre. Las rutas han cerrado por precaución ante el humo y el viento, dejando a muchos comercios como el de Sofía en una situación difícil. “Es complicado. No podés tener accesibilidad al lugar”, señala, mientras mira hacia la calle vacía que normalmente estaría con algunos turistas recorriendo el lugar.

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La necesidad voraz y ansiosa de acumular libros que probablemente no se lleguen a leer en el transcurso de una vida

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Daniel Barenboim solía recordar el asombro que le causaba, cuando era niño, entrar en una casa (de algún vecino, de algún compañero de escuela o amigo del barrio) y constatar que allí no había piano. Consagrado al teclado desde pequeño, habituado a que la música fuera el alma y el centro de cualquier reunión familiar o celebración hogareña, la presencia de un piano le parecía algo corriente, lo que le llamaba la atención era su ausencia.

Una extrañeza parecida, mezcla de desasosiego y perplejidad, invade al lector ferviente cada vez que entra en una casa donde no hay biblioteca. El ojo busca ansioso, casi por instinto, no ya la sala elegante o la boiserie suntuosa, pero sí los viejos estantes estoicos y chuecos por el peso, las pilas desgreñadas que obturan rincones y estrechan pasillos, la señal tranquilizadora, en definitiva, que rápidamente establece un territorio común, la lengua franca que allana un umbral de entendimiento, más allá de cualquier diferencia. Dos que leen. No importa qué (tomar examen sobre gustos y preferencias en esta materia es de inquisidores, no de lectores gozosos). Sin embargo, como los pianos de la infancia de Barenboim, los libros en las casas van camino de ser una rareza.

Librería de viejoShutterstock

Sobre la cofradía de los que resisten, atrincherados en una pasión que fácilmente se tuerce en manía, el ensayista Antonio Castronuovo ha escrito su Diccionario del bibliómano. Nótese que evita la palabra bibliófilo, y eso marca un rumbo, porque se trata de una reflexión (llena de humor y autoironía que el iniciado, cómplice, hará propia) sobre ese punto sin retorno en que la predilección se vuelve adicción y el placer, “vicio”.

Todo empieza con la gula, nos dice el autor (más tarde se referirá a la “bibliofagia”). Llega el primer libro “después entran diez, treinta, y luego de los cien ya no nos detenemos más. Voraces y ansiosos, se cumple lo irreparable: se acumulan muchos, demasiados al fin. Y no es posible hacerlo de otro modo”. La casa entonces, el hábitat del pobre bicho lector, ya consumido por la carcoma del libro, empieza a organizarse en torno a los volúmenes. Se discute con la pareja (si ha tocado la mala suerte de que sea una persona sensata de esas que no comprenden el dulce mal del bibliómano), se desalojan otros objetos, se ocupan paredes, se planean incluso mudanzas al ritmo frenético de la avalancha de papel. Porque no hay que perderse una sola página, recomienda Castronuovo; incluso “hay que comprar los libros que a la noche no necesariamente se tiene ganas de leer, sino solo de hojear”. Y, glosando al crítico Giuseppe Pontiggia, nos alienta a dejarnos ir, locos de contento, y a ceder a la compulsión: “Es algo trivial hacerse los moderados con los libros […] Nunca dudar en la compra […] Y sobre todo, cuando el precio es alto, vale pensar en el término mágico ‘inversión’, ‘excusa de todos los negocios irreales’”.

«La biblioteca privada es, en efecto, un instrumento de investigación, por lo cual los libros acumulados valen más que aquellos leídos»

En ese frenesí, Castronuovo defiende un concepto difícil de captar para el foráneo: la antibiblioteca, el vasto cúmulo de libros que abarrota repisas y que probablemente no lleguemos a leer en el transcurso de una vida: “quien posee millares de libros ha leído a lo sumo un décimo, incluso si los ha hojeado distraídamente a todos. La biblioteca privada es, en efecto, un instrumento de investigación, por lo cual los libros acumulados valen más que aquellos leídos: es fácil convenir sobre el hecho de que una biblioteca sirve si contiene la masa de aquello que no sabemos, que es bien mayor de aquello que en cambio sabemos. Y dado que con el paso de los años aumentan los conocimientos, crece también el número de libros para leer, que se acumulan cada vez más sobre los estantes. […] Se deduce que la recurrente pregunta: ‘¿los leyó todos?’ no solo carece de fundamento, sino que además es tonta en su esencia.”

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Hay, con todo, un efecto secundario benéfico de esta pasión insana. Es sabido que cuanto más cultive uno sus entusiasmos, menos condicionado por ciertos límites de la biología se verá. La cultura emancipa de algunas fatalidades de la naturaleza. La pasión por el conocimiento, por el deporte, por las ideas o por el arte rompe, por ejemplo, las barreras de la edad, de la geografía. Un tablero de ajedrez, una disciplina científica, la obra de un compositor, el talento de un creador, acercan lo que el azar del tiempo y el espacio ha puesto distante. Sin esas aficiones quedamos atados al terruño exiguo de un momento y un lugar, al capricho del corte generacional y lo que las modas (por lo general lamentables cuando se las mira en perspectiva) hayan hecho con eso -y si sólo somos eso- con nosotros. En el cultivo de esas aficiones que nos salvan de la más plana existencia, por dispares que sean o alejadas de la literatura que estén, siempre, en algún recodo del camino, nos esperará un libro.

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