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SOCIEDAD

El inquietante nexo entre la falta de vacunas del dengue, la escasez de repelente y el rechazo K a Pfizer

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Contra todos los pronósticos, la vacuna del dengue es un éxito inesperado, un objeto de deseo para aquellos que pueden pagar por inmunizarse contra la enfermedad que transmite el mosquito Aedes aegypti. Tanto que conseguir un turno en un vacunatorio del sistema de salud privado es una empresa difícil. Y a las farmacias llegan lotes pequeños que rápidamente se agotan.

Lo imprevisto de la demanda se debe a que hasta hace “nada” la vacuna del dengue parecía un medicamento atascado entre supuestos defectos e inconsistencias, subrayadas incluso de esa manera -desde comienzos de 2024- por funcionarios y expertos. Ahora, esas opiniones han cambiado de color. Y el aval del Estado a las campañas públicas de vacunación parece haber echado por tierra las dudas remanentes.

El problema es que pese a que la herramienta sanitaria existe y evidentemente ha ganado prestigio en la opinión pública, conseguir una dosis se ha vuelto en los últimos días poco menos que imposible. En redes sociales puede leerse hasta el relato de personas que se han dado la primera aplicación hace tres meses y ahora sufren la incertidumbre de no encontrar la segunda.

La actual escasez de vacunas provoca un inevitable déjà vu con una situación similar que se vivió durante el verano pasado -y que amenaza con repetirse ahora- por la falta de repelente. Conseguir un envase de ese producto en farmacias o supermercados era entonces, entre marzo y abril, casi una utopía, mientras los mosquitos agradecían el banquete para redondear la peor epidemia de dengue de la historia.

Parece haber un inquietante vínculo entre aquel déficit de aerosoles y la actual escasez de dosis de la vacuna Qdenga: la ausencia de una planificación y articulación público-privada que le dé cierta previsión y racionalidad a la disponibilidad de recursos con los que se puede contar para enfrentar un problema de salud pública.

La vacuna contra el dengue consiste en dos dosis separadas por un intervalo mínimo de tres meses.

Se trata de una cuestión que no requiere de erogaciones estatales -hay gente que va a pagar por su repelente y por su vacuna-, sino de gestión. El verano pasado la población deambulaba a la deriva en pos de procurarse alguna opción de protección contra los mosquitos -ya fuera de primera, segunda o tercera marca-, sin éxito. Ahora, para inocularse, los turnos en vacunatorios son tan efímeros que se escurren cuando se cree haberlos capturado.

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¿Hay algún tipo de conversación entre el Gobierno y el laboratorio Takeda para tratar de revertir ese déficit? No. El Estado está conforme con el hecho de que el contrato firmado con la compañía japonesa se está cumpliendo. “No hubo más diálogo que el vinculado al acuerdo”, admitió ante Clarín una fuente oficial. ¿No merece el resto de la población no contemplada en la campaña de vacunación gratuita saber cuándo podrá acceder a una dosis? Evidentemente, no.

Desde el laboratorio se habla de una demanda que superó las expectativas más optimistas. Una respuesta que contiene el reconocimiento implícito de un error de cálculo, es decir, la admisión de que no están en condiciones de producir e importar -al menos en lo inmediato- todas las vacunas que los argentinos están demandando de cara a la próxima epidemia.

Pero la responsabilidad, obviamente, no es del laboratorio, empresa privada que como cualquier otra procura su beneficio económico y puede vender medicamentos tanto en Argentina como en cualquier lugar del mundo. El que debería velar porque un valioso bien sanitario llegue en tiempo y forma a la Argentina, tras haber padecido el país una epidemia sin precedentes, no es el mercado sino -con perdón de la palabra- el Estado. Sin embargo, en vez de haber buscado un acercamiento oportuno con Takeda, el Ministerio de Salud prefirió acusar a los japoneses de hacer lobby para vender la vacuna.

El ex ministro de Salud de la Nación Mario Russo durante una reunión del Consejo Federal de Salud.El ex ministro de Salud de la Nación Mario Russo durante una reunión del Consejo Federal de Salud.

El saldo del ataque como defensa

La estrategia del ataque como defensa ya ha sido transitada en el pasado reciente. El rechazo kirchnerista a la vacuna de Pfizer contra el Covid, en el peor momento de la pandemia, se basó en el argumento de que el laboratorio estadounidense pretendía que los recursos naturales argentinos se pusieran como garantía ante eventuales demandas judiciales. Aquel episodio fue un mojón dramático de este modus operandi viejo y conocido.

El saldo siempre es, al cabo, un menor acceso a las vacunas. En aquel momento, el ex Gobierno fue traicionado por su confianza ciega en los laboratorios de su preferencia. Finalmente, las vacunas de Pfizer llegaron en septiembre de 2021, aunque el valor sanitario del arribo demorado ya no fue ni por asomo el que hubiera tenido a fines de 2020.

Salvando la distancia entre la amenaza que representaba entonces el Covid y la que ahora implica el dengue -con tasas de letalidad sin equivalencias-, la salud pública sigue siendo hoy como ayer la variable de ajuste de las dilaciones, caprichos y eventuales exabruptos del oficialismo de turno. Un “presente continuo” que hilvana torpezas políticas de cualquier signo y que, a la corta o a la larga, termina pagando la gente.

En la filial argentina de Takeda reconocen que no están pudiendo cubrir la demanda local en un cien por ciento, aunque tratan de bajar un mensaje tranquilizador por el hecho de que siguen recibiendo el producto de Alemania y distribuyéndolo. El déficit, según la cadena Vacunar, es importante. Tanto que, afirman, podrían estar inmunizando al doble de interesados cada día si contaran con las dosis suficientes.

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SOCIEDAD

La necesidad voraz y ansiosa de acumular libros que probablemente no se lleguen a leer en el transcurso de una vida

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Daniel Barenboim solía recordar el asombro que le causaba, cuando era niño, entrar en una casa (de algún vecino, de algún compañero de escuela o amigo del barrio) y constatar que allí no había piano. Consagrado al teclado desde pequeño, habituado a que la música fuera el alma y el centro de cualquier reunión familiar o celebración hogareña, la presencia de un piano le parecía algo corriente, lo que le llamaba la atención era su ausencia.

Una extrañeza parecida, mezcla de desasosiego y perplejidad, invade al lector ferviente cada vez que entra en una casa donde no hay biblioteca. El ojo busca ansioso, casi por instinto, no ya la sala elegante o la boiserie suntuosa, pero sí los viejos estantes estoicos y chuecos por el peso, las pilas desgreñadas que obturan rincones y estrechan pasillos, la señal tranquilizadora, en definitiva, que rápidamente establece un territorio común, la lengua franca que allana un umbral de entendimiento, más allá de cualquier diferencia. Dos que leen. No importa qué (tomar examen sobre gustos y preferencias en esta materia es de inquisidores, no de lectores gozosos). Sin embargo, como los pianos de la infancia de Barenboim, los libros en las casas van camino de ser una rareza.

Librería de viejoShutterstock

Sobre la cofradía de los que resisten, atrincherados en una pasión que fácilmente se tuerce en manía, el ensayista Antonio Castronuovo ha escrito su Diccionario del bibliómano. Nótese que evita la palabra bibliófilo, y eso marca un rumbo, porque se trata de una reflexión (llena de humor y autoironía que el iniciado, cómplice, hará propia) sobre ese punto sin retorno en que la predilección se vuelve adicción y el placer, “vicio”.

Todo empieza con la gula, nos dice el autor (más tarde se referirá a la “bibliofagia”). Llega el primer libro “después entran diez, treinta, y luego de los cien ya no nos detenemos más. Voraces y ansiosos, se cumple lo irreparable: se acumulan muchos, demasiados al fin. Y no es posible hacerlo de otro modo”. La casa entonces, el hábitat del pobre bicho lector, ya consumido por la carcoma del libro, empieza a organizarse en torno a los volúmenes. Se discute con la pareja (si ha tocado la mala suerte de que sea una persona sensata de esas que no comprenden el dulce mal del bibliómano), se desalojan otros objetos, se ocupan paredes, se planean incluso mudanzas al ritmo frenético de la avalancha de papel. Porque no hay que perderse una sola página, recomienda Castronuovo; incluso “hay que comprar los libros que a la noche no necesariamente se tiene ganas de leer, sino solo de hojear”. Y, glosando al crítico Giuseppe Pontiggia, nos alienta a dejarnos ir, locos de contento, y a ceder a la compulsión: “Es algo trivial hacerse los moderados con los libros […] Nunca dudar en la compra […] Y sobre todo, cuando el precio es alto, vale pensar en el término mágico ‘inversión’, ‘excusa de todos los negocios irreales’”.

«La biblioteca privada es, en efecto, un instrumento de investigación, por lo cual los libros acumulados valen más que aquellos leídos»

En ese frenesí, Castronuovo defiende un concepto difícil de captar para el foráneo: la antibiblioteca, el vasto cúmulo de libros que abarrota repisas y que probablemente no lleguemos a leer en el transcurso de una vida: “quien posee millares de libros ha leído a lo sumo un décimo, incluso si los ha hojeado distraídamente a todos. La biblioteca privada es, en efecto, un instrumento de investigación, por lo cual los libros acumulados valen más que aquellos leídos: es fácil convenir sobre el hecho de que una biblioteca sirve si contiene la masa de aquello que no sabemos, que es bien mayor de aquello que en cambio sabemos. Y dado que con el paso de los años aumentan los conocimientos, crece también el número de libros para leer, que se acumulan cada vez más sobre los estantes. […] Se deduce que la recurrente pregunta: ‘¿los leyó todos?’ no solo carece de fundamento, sino que además es tonta en su esencia.”

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Hay, con todo, un efecto secundario benéfico de esta pasión insana. Es sabido que cuanto más cultive uno sus entusiasmos, menos condicionado por ciertos límites de la biología se verá. La cultura emancipa de algunas fatalidades de la naturaleza. La pasión por el conocimiento, por el deporte, por las ideas o por el arte rompe, por ejemplo, las barreras de la edad, de la geografía. Un tablero de ajedrez, una disciplina científica, la obra de un compositor, el talento de un creador, acercan lo que el azar del tiempo y el espacio ha puesto distante. Sin esas aficiones quedamos atados al terruño exiguo de un momento y un lugar, al capricho del corte generacional y lo que las modas (por lo general lamentables cuando se las mira en perspectiva) hayan hecho con eso -y si sólo somos eso- con nosotros. En el cultivo de esas aficiones que nos salvan de la más plana existencia, por dispares que sean o alejadas de la literatura que estén, siempre, en algún recodo del camino, nos esperará un libro.

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