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POLITICA

Siete ex gobernadores peronistas y dirigentes de 15 provincias se reunieron en Santa Fe

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Dirigentes del peronismo de quince provincias, entre ellos siete ex gobernadores, legisladores y ex legisladores nacionales e intendentes y ex intendentes, compartieron en un hotel céntrico de Santa Fe una jornada de trabajo realizada bajo la consigna de “Reflexiones para un nuevo amanecer argentino”.

En el encuentro, promovido por el ex gobernador de Formosa Vicente Joga, el ex gobernador de Entre Ríos Mario Moine y el ex diputado nacional entrerriano Emilio Martínez Garbino, se analizó la actual situación del país y del peronismo, en un marco de fuerte autocrítica, una clara diferenciación política con el “kirchnerismo” y una inequívoca demostración de la voluntad de impulsar la construcción de una nueva alternativa política.

La cabecera de la mesa fue compartida por Moine, Joga, Martínez Garbino, el ex presidente provisional Ramón Puerta, los ex gobernadores de Santa Fe, Víctor Reviglio, de Mendoza, Arturo Lafalla, de San Juan, Roque Escobar, y de Santa Cruz, Sergio Acevedo, el vicegobernador de Salta, Antonio Marocco, y el ex vicegobernador de Tucumán, Julio Díaz Lozano.

Adhirieron también al encuentro el ex gobernador de Jujuy Oscar Perassi, el presidente del interbloque de legisladores provinciales del peronismo de Chaco, Atlanto Honchercuk, y dirigentes de distintas provincias que por motivos personales manifestaron estar imposibilitados de asistir.

Tras sendas exposiciones de Moine y de Garbino Garbo, quienes explicaron el sentido de la reunión, Reviglio realizó un amplio análisis de la situación del peronismo en el marco de su historia y de los desafíos que afronta en el presente cuyo contenido abrió un animado intercambio de ideas entre los asistentes, que giró alrededor de un vasto temario previamente fijado por los organizadores y de un documento introductorio elaborado por Pascual Albanese.

En sucesivas exposiciones Puerta, Lafalla, Acevedo, Escobar y Marocco expusieron sus puntos de vista sobre las perspectivas del peronismo en esta nueva etapa política. El debate contó también con la intervención, entre otros, de Horacio Macedo (Jujuy), Rodolfo Vacchiano y Angel Baltuzzi (Santa Fe), Luis Leissa (Entre Ríos), Ernesto Tenembaum (Buenos Aires) y los dirigentes catamarqueños Jorge Díaz Martínez y Guillermo Rosales Saadi.

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Existió un consenso generalizado acerca de la necesidad de avanzar en la elaboración de una propuesta política que deje atrás las antinomias del pasado y sea capaz de convocar no sólo al peronismo sino a una amplia constelación de fuerzas políticas y sociales.

A tal efecto hubo también acuerdo en constituir un “grupo de reflexión política” que por iniciativa de Moine fue puesto bajo la advocación del escritor y poeta Leopoldo Marechal, que caracterizó al peronismo como “la bisagra que abrió la puerta para que el pueblo argentino protagonizara su propio destino”.

Simultáneamente, se designó una comisión responsable de coordinar el trabajo de elaboración de documentos sobre los temas abordados en el encuentro y se encomendó al núcleo organizador, integrado por Joga, Moine y Martínez Garbino, la misión de convocar a un nuevo encuentro nacional a efectuarse en noviembre.

La síntesis de las conclusiones y el discurso de cierre de la jornada estuvieron a cargo de Joga, quien evocó los orígenes de la convocatoria, fruto de un trabajo iniciado el año pasado conjuntamente con el entrerriano Martínez Garbino y el dirigente santafecino Emilio Ordoñez, que sumó rápidamente la participación de otros dirigentes.

Participaron también en las deliberaciones el ex diputado nacional Julio Gutiérrez y Enzo Larrosa (Santa Fe), Carlos Farizano (Corrientes), Miguel Linber (Buenos Aires) y Fernando Lahoz, ex diputado nacional por Corrientes, junto con dirigentes de otros distritos.

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POLITICA

El capitalismo despliega sus alas

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La burguesía logró controlar las insurrecciones y aun cuando en algunas partes debieron ceder ante ciertos y acotados reclamos republicanos y democráticos, pocos meses más tarde la rebelión sólo era una vieja pesadilla y persistía exclusivamente en aquellos lugares donde las demandas se vinculaban más con cuestiones de identidad nacional que con una lucha de clases. En esta época los países industriales incrementaron su producción en forma extraordinaria y ampliaron sus mercados acompañando la dinámica del capital, la cual sugería una lógica de intercambio cada vez más global. 

Muchos países europeos no industrializados hasta ese momento comenzaron a adoptar patrones tecnológicos de los países pioneros en la industria y en muchos casos transitaron un camino sostenido de industrialización. Otras regiones, en cambio, se integraron a la economía internacionalizada por su características subsidiarias respecto de las necesidades de las naciones industriales. América Latina y Canadá, Nueva Zelanda, Australia, entre otros, se enmarcaron en ese tópico como productores de materias primas en un mundo donde la especialización productiva fue la variable más predominante. Mayores exportaciones y libertad de empresa fueron la fórmula de la consolidación del orden capitalista. 

La propiedad de las industrias generalmente coincidió con las familias que le habían dado origen, como los Dollfus, los Koechlin, los Krupp, los Rothschild, los Forsty, considerados como ejemplos a emular en un mundo abierto al talento. Y es que eran las habilidades para hacer negocios las que abrían las puertas al éxito. El capital inicial podía dar un mejor handicap a la hora de iniciar la empresa pero no constituía un elemento excluyente. Aun así la procedencia social de estos hombres emprendedores era la clase media.

Estos individuos se creían a sí mismos dotados de dones especiales para la vida empresarial y consideraban justificadas sus ganancias en razón de sus propios méritos. Lejos estaba de sus conciencias considerar que existiera explotación alguna hacia los obreros de sus talleres o industrias y menos aún que el estado hubiera generado condición alguna para la acumulación del capital. 

En el razonamiento burgués, los obreros se circunscribían a dos categorías: los buenos trabajadores que consustanciados con la esencia misma de la empresa la sentían como propia y no escatimaban esfuerzos para aumentar su productividad y eficiencia; y el resto –la mayoría– ociosos empedernidos que eran parias inútiles para la sociedad, y a los cuales sólo la inanición y la coerción los obligaba a desempeñar, de mala gana, su tarea. Por supuesto, que los primeros aglutinaban a los trabajadores calificados, con salarios diferenciales y cuyos saberes eran esenciales en el proceso de producción, mientras que los segundos eran un conjunto de trabajadores no calificados –peones, auxiliares, maestranzas, cargadores, jornaleros– con salarios muy reducidos, condiciones laborales insalubres y jornadas interminables.

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Estos últimos podían ser fácilmente reemplazables, pero igualmente este asunto siempre preocupó a los empresarios. Seguramente, porque la mayoría de este proletariado constituía la primera generación familiar de asalariados urbanos y en consecuencia no se habían consolidado las prácticas culturales y sociales en las familias, sobre las rutinas de la vida capitalista

De hecho, durante mucho tiempo, en algunos países algunos trabajadores urbanos mantuvieron sus mecanismos de subsistencia alternativos a través del cultivo en quintas domésticas. La acelerada urbanización, que para los sectores pobres significó hacinamiento, fue destruyendo estas prácticas. La permanencia de antiguas tradiciones no era propiedad exclusiva de la clase trabajadora; la ascendente burguesía, si bien parecía pronta a disfrutar de los beneficios que le obsequiaban los nuevos tiempos, era más reacia a los cambios culturales en el interior del seno familiar. La unidad doméstica se concebía como la familia tradicional, nuclear, monogámica, y donde los roles masculinos marcaban una gran superioridad respecto del resto de los miembros

Las costumbres religiosas, lejos de distenderse, se fortalecieron y los valores morales rigurosos fueron la idiosincrasia de los estratos medios y altos. El recato, la austeridad y el conservadurismo marcaban desde el nacimiento a estos hombres, por lo menos como puesta en escena para sus relaciones sociales. En la práctica, la hipocresía era el signo de una clase dominante que no quería legitimar en público las prácticas que despreciaban de sus subordinados. Una vida abocada al esfuerzo, el trabajo y a la familia no podía destruirse por alguna debilidad  considerada natural para un hombre que se preciara de su condición. El éxito en el ámbito de la sociedad civil –y particularmente en el mundo económico– podía obviar estos detalles.

Esos límites laxos se contraponían con la férrea ideología que profesaron estos hombres con una unanimidad que difícilmente volvió a observarse en el siglo XX, aunque tal vez un espectro de este consenso se reprodujo en los últimos 30 años, con la globalización y irrupción de la ideología neoliberal. (www.REALPOLITIK.com.ar) 

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