Lionel Messi tiene el don de transformar cualquier rincón del planeta en un templo del fútbol. Esta vez, su magia aterrizó en Panamá, donde el modesto Sportivo San Miguelito recibió al Inter Miami en un partido de pretemporada que terminó con victoria 3-1 para los de Javier Mascherano. Las tribunas, rebosantes de entusiasmo, vibraron con cada toque del rosarino. No importaba el calor sofocante ni la aparente humildad del rival; la expectativa estaba puesta en él, como si cada segundo en cancha pudiera convertirse en una obra de arte.

Desde el inicio, Messi fue el eje sobre el que giraron los sueños de los hinchas y las jugadas de su equipo. Aunque en los primeros minutos las acciones no prosperaron, Leo dejó destellos de su genio: paredes con Suárez, combinaciones con Jordi Alba y movimientos que, aunque fallidos, despertaban gritos de admiración. La conexión entre público y el 10 de la Selección Argentina era palpable, casi visceral.

El partido se complicó tras el gol de San Miguelito, pero el Inter Miami ajustó piezas y comenzó a adelantar sus líneas. Messi, que había estado desconectado, empezó a encontrar su lugar en el campo. Con su característica paciencia, tomó las riendas en tres cuartos de cancha, buscando espacios imposibles para romper la defensa rival. Sus pases filtrados, aunque no siempre fructificaron, demostraron una visión única que pocos en el mundo pueden igualar.

La remontada del Inter comenzó con una genialidad de Leo. En el minuto 47, tras una pared con Weigandt, el lateral llegó hasta la línea de fondo y asistió a Benja Cremaschi para el empate. La jugada sintetizó la esencia de Leo: inteligencia, precisión y sacrificio en cada acción. La explosión de alegría en las tribunas, a pesar de ser visitante, fue el fiel reflejo de un equipo que nunca se resignó a la derrota. Messi había plantado la semilla de la esperanza.

El segundo tiempo trajo a un Messi aún más decidido. Sin preocuparse por la recuperación, se posicionó más arriba, buscando constantemente el balón. En el minuto 60, regaló una joya: una jugada individual a pura gambeta que dejó a dos rivales en el camino antes de habilitar a Suárez. El uruguayo no supo definir, pero la ovación quedó para el argentino. Las tribunas, embelesadas, agradecieron la magia del ídolo.

El calor y la fricción del partido no lograron apagar el fuego de Messi. Incluso fue el catalizador para la expulsión de un rival. Aymar Cundumí, defensor panameño, buscó frenarlo con una fuerte patada en mitad de cancha que le valió la amarilla. Pero Leo respondió con su mejor arma: el fútbol. En la siguiente jugada, aguantó el balón con el cuerpo mientras el zaguero de San Miguelito lo embestía nuevamente. El árbitro, al percibir el riesgo físico para el astro argentino, no dudó en mostrarle la tarjeta roja a Cundumí.

A los 75 minutos, llegó el inevitable momento de su salida. Las tribunas, que a pesar de no estar colmadas se hicieron sentir, se pusieron de pie para ovacionarlo. Propios y extraños coincidían en un homenaje que trascendía cualquier bandera. Messi, agradecido, respondió con aplausos al público. Fue una despedida cargada de emoción, de esas que quedan grabadas en la memoria de quienes están allí, de pie, ovacionando a su ídolo. Porque donde pisa Leo, florece el fútbol.