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SOCIEDAD

Casa de Moneda traerá 300 millones de billetes que estaban retenidos por una deuda en China y Malta

Casa de la Moneda traerá desde China y Malta un remanente de 300 millones de billetes de $1000 y $2000. )Foto: Casa de la Moneda=.Las planchas de pesos que se imprimen en la Argentina. )Foto: Casa de Moneda=El billete de $2.000 que circula en la Argentina. Foto.

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Durante la gestión de Alberto Fernández, el requerimiento de billetes del Banco Central (BCRA) para la Casa de Moneda fue tan importante que el organismo no podía cubrir la demanda y se vio obligado a subcontratar a otras fábricas de dinero del resto del mundo. Así es como se suscribieron contratos con Brasil, España, Malta y China para traer al país los papeles de $500, $1000 y $2000.

Tras la asunción de las nuevas autoridades, con Daniel Rubén Mendez a la cabeza, se comprobó que existía una importante deuda en dólares con estos organismos internacionales y que buena parte de los billetes solicitados habían quedado retenidos hasta tanto se liberen los pagos. El número adeudado se mantiene en reserva, pero se habla de una cifra más que considerable.

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Luego de comenzar a cancelar parte de esa deuda, el gobierno de Javier Milei se prepara para traer al país un remanente de 300 millones de billetes de $1000 y $2000 que habían quedado “retenidos” en Malta y China, dos de los países subcontratados para la impresión de estas monedas.

Se estima que la deuda con Malta era de los US$24 millones, mientras que a China se le adeudaban US$11.767.000.

Las planchas de pesos que se imprimen en la Argentina. (Foto: Télam)
Las planchas de pesos que se imprimen en la Argentina. )Foto: Casa de Moneda=

Los billetes que traerá la Casa de Moneda desde China y Malta

TN reconstruyó esta historia luego de comprobar que el 1 de marzo, la Casa de Moneda licitó dos contrataciones para el traslado aéreo de billetes desde ambos países hacia el Aeropuerto Internacional de Ezeiza. En un primer momento, se había especulado con que estos servicios se utilizarían para traer los billetes de $10.000 y $20.000 que el Banco Central aprobó en enero pasado, pero luego fuentes del organismo aclararon que solo tenía como objetivo traer este remanente.

Este medio había revelado el año pasado que los billetes de $1.000 que se imprimían en España y China costaban US$120.33 el millar, es decir, las mil unidades, mientras que el billete de $2.000 se pagó US$117,67 el millar.

Estas dos licitaciones son directas por urgencia y tienen la modalidad de orden de compra abierta, es decir, en el pliego se establece un total de servicios que luego pueden ser utilizados en su totalidad o no. A China se enviarán dos vuelos para traer en total unos 563 pallets con billetes. En un primer traslado se transportarán 72 toneladas y en el segundo 67. Se trata de un convenio por el lapso de dos meses que puede ser prorrogado por uno más.

En el caso de Malta se transportarán 1000 pallets con billetes en tres vuelos: dos con 80 toneladas y otro con 90. El convenio tendrá una duración de tres meses y puede ser prorrogado por uno más.

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El billete de $2.000 que circula en la Argentina. Foto.

Casa de Moneda no traerá del exterior los billetes de $10.000 y $20.000

Fuentes oficiales explicaron que por ahora Casa de Moneda no tiene previsto imprimir la primera tanda de billetes de $10.000 y $20.000, cuya circulación se espera a partir de junio. TN pudo saber que por estos días circulan 10.422 millones de billetes físicos en el país, de los que 5815 millones pertenecen a los de $1000, es decir, la mitad. También hay mucho circulante de $500 (1.327 millones) y de $100 (1.291 millones).

El Banco Central le compra los billetes ya terminados a la Casa de Moneda, que realiza la impresión de los papeles. Como este organismo puede presentar dificultades para cumplir con el contrato, ya sea por una alta demanda o falta de capacidad técnica, subcontrata a la Casa de la Moneda Brasil, a la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre de España y a China Banknote Printing and Minting Corporation (CBPM) para que realice la impresión de los billetes. Sin embargo, el DNU de Javier Milei habilita al BCRA a poder contratar a otros organismos para la impresión de billetes.

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Entre junio y octubre de 2023, la gestión anterior realizó numerosas contrataciones de servicios por aire y mar para traer billetes. A modo de ejemplo, en junio se solicitaron siete aviones para traer billetes de $2000 desde China. Fueron en total 1700 pallets de billetes -se estima en 380 millones de unidades-. Al mes siguiente se solicitaron 35 contenedores con papeles de la misma denominación.

En agosto se requirieron 90 contenedores con billetes de $1000 que arribaron desde Alemania, Francia y Malta. Ese mismo mes, se pidió a Brasil unas 2000 cajas de billetes más.

Fuentes oficiales aclararon que la llegada de estos billetes no necesariamente significa que se vayan a poner en circulación de manera inmediata, sino que es el Banco Central el que luego solicita su entrada al sistema de acuerdo a las necesidades de pago existentes.

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Mundos íntimos. Hace poco me mudé a Buenos Aires. Todo fue bien, pero me asombró que la gente no se mire a los ojos.

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Nada acerca mejor que la distancia.

De chico pasé mucho tiempo en una de casa de pensión, gambeteando la pobreza como reza el tango. Mi padre vivió allí al irse de casa, caminaba un día por el centro de La Plata y al enterarse que debía irse de la casa en la que oficiaba de anticuario a dónde había ido tras dejar nuestra casa entró a preguntar. El dinero no era mucho. Para eso alcanzaba. Lo único que necesita un hombre solo que camina la ciudad tras enterarse que debe abandonar su hogar: un cuarto propio (Virginia Woolf dixit). La pensión siempre tuvo ese borramiento de fronteras, esa indefinición ¿Dónde termina uno y empieza el otro cuándo todo se comparte?

Tendría menos de diez años, el menor de tres hermanos, hacía algún tiempo mi padre se había ido de casa, primeros rastros de la ausencia paterna, la reconfiguración familiar, los silencios. Mi madre trabajaba dando clases de inglés todo el día en las escuelas. Los días eran áridos pero los fines de semana, se suponía, se debía romper el cotidiano. Aparecería lo extraordinario. El “tiempo libre”. Nosotros no hacíamos mucho, visitábamos a mi padre en la pensión del centro dónde había ido a parar, ya era toda una peregrinación salir de casa para ir a “llenar” esa ausencia. Buscar afuera lo que tendría que estar adentro.

De niño. Gabriel Rodríguez Molina ya con ojos curiosos.De niño. Gabriel Rodríguez Molina ya con ojos curiosos.

Los planes que hacíamos estaban signados por lo simple. Lo que estuviera mano. Cuando no podíamos salir al bosque a juntar eucaliptus y mirar el zoológico por fuera nos quedábamos con mis hermanos en la pensión mirándonos las caras. Lo mágico de ese lugar extraño se volvía monótono con el pasar de los días: Puerta de madera, tercer patio, a la izquierda, del lado de la sombra. Habitación que daba al patio compartido, poca luz, cama cucheta contra la pared, una mesita, un anafe, la pava roída, el mate, una guitarra, una puerta que daba al baño dónde siempre había que esperar, el pasillo con plantas marchitas, la ropa de otros colgada. Cuadro barroco. Reminiscencias de conventillo. Lugar sin fronteras.

Hermanos. Desde la izquierda, Rafael, Gabriel y Manuel Rodríguez Molina con la camiseta de Gimnasia.Hermanos. Desde la izquierda, Rafael, Gabriel y Manuel Rodríguez Molina con la camiseta de Gimnasia.

Lo ajeno era lo propio excepto en los pequeños rincones donde uno dotaba el recodo con toda su particularidad. Esos rincones que me sostienen ahora que me he mudado a Buenos Aires y soy yo quien busca ese cuarto propio: una foto, un objeto, algo. Cuando el afuera es desconocido lo pequeño se afirma como salvación. Esos domingos, siento, me enseñaron algo. Aunque no sé muy bien qué. Quizá la noción del presente. Del día a día. Quizá que no hay peligro en lo común. Quizá que uno también es el otro ¿Si hoy en día nos la pasamos desnudándonos en las redes sociales, mostrando cada paso que damos, segundo a segundo qué problema hay con chocar con la cotidianidad del otro? ¿Por qué nos repele? ¿No podemos darnos ese segundo acaso? ¿Ese segundo no equivale a las horas que pasamos con el cuello contracturado mirando las pantallas espiando vidas ajenas?

Mediodía en Buenos Aires ahora. Me acostumbro, de a poco, a esta ciudad. El otoño afuera empieza a teñir las calles con sus muertas hojas. Hace ya cinco meses que vivo aquí. Dos amores me han traído. Una mujer y el teatro. Hace dos años mi primera obra de teatro se estrenó en Calle Corrientes y con la obra vinieron también las noches, las conversaciones, los encuentros, esa bohemia a la que solo se asiste estando en el momento indicado, en el lugar correcto. Poniendo el cuerpo. Un ritual al que los libros que he publicado nunca me llevaron.

Escribir teatro implica salir de la comodidad del novelista, saltar al vacío, exponerse mano a mano con la mirada del otro: ese estado de éxtasis que tiene el teatro, el vértigo de lo efímero, lo sensual de lo pasajero. Llevar al teatro mi novela “Severino” hizo que algo en mí se despertara, un sueño latente, como todo sueño, que nació en la cuarentena –ese lugar dónde no había después- en el cual imaginaba la historia de Severino Di Giovanni que había novelado meses atrás arriba de las tablas. Una secreta promesa que le debía a Osvaldo Bayer, que fue el primer lector de los borradores de la novela cuando apenas era un cuento. Ilustrar esa clandestina Buenos Aires de 1931. Volver sobre los pasos del anarquista Severino Di Giovanni que se la pasó escurriéndose en las calles porteñas hasta que una tarde, en Callao y Sarmiento, fue perseguido hasta ser fusilado un día después, tenía algo de épico.

Ensayar la obra en un viejo atelier de Constitución cuando todo era peste, levantarla a metros de dónde lo habían perseguido (en el Centro Cultural de la Cooperación) y dar vida a una tragedia entre tanta comedia también. No me imaginaba en ese entonces que lo que eran algunas funciones se convertirían en dos temporadas -2022 y 2023- giras por la Provincia, temporada en Mar del Plata -2024- nominaciones a los premios y que continuaríamos con funciones hasta el día de hoy (aunque por cuestiones del elenco de forma más esporádica).

También me trajo a Buenos Aires una suerte de prueba, de salto a lo desconocido. Ese momento donde uno percibe que lo llano de alrededor puede volver las cosas demasiado predecibles ¿Qué esperaba? No viajar tanto, en principio. Los últimos años he ido y venido una y mil veces. La Plata -Buenos Aires. Plataforma cinco. Buenos Aires – La Plata. Eternas esperas en Retiro. La noche y la estación. Viajar parado durante una hora y media con una mochila cargada de ropa, libros, apuntes. El dolor de espalda. Entrar en esa somnolencia del viaje donde el paisaje se reduce a un montón de cuerpos amontonados, las pantallas de los celulares iluminando los rostros, los ronquidos del que se puede dormir, las conversaciones del chofer con algún colega. Por otro lado rozar el despojo del terruño, despersonalizar el afuera para ver qué hay adentro pero ¿se puede trasplantar la cotidianidad de toda una vida así de fácil? La distancia y el tiempo se vuelven una misma medida.

Por momentos extraño lo cotidiano de La Plata, lo casual. El silencioso orgulloso que uno lleva adentro con respecto a dónde ha nacido. Los jacarandás de la diagonal, los rostros conocidos, las miradas, llegar caminando a cualquier parte, ser alguien. Buenos Aires me diluye lentamente. Como diluye a todos. Uno es un rostro anónimo. Uno más que se pierde en el río salvaje. Como si uno fuera una sombra más en un colectivo eterno que va de aquí para allá sin detenerse ¿No es así acaso?

Estudio, ahora estudio. Me aferro. El mate humea frente a mis ojos. Amargo el mate que humea mis ojos. Los libros se apilan, desprolijos, entre los apuntes de Medicina –esos cinco exámenes que me faltan para recibirme en la Universidad Nacional de La Plata- se asoman Octavio Paz, Aldo Pellegrini, Jung, Borges, Marechal. Lo que uno pone sobre la mesa es una suerte de espejo: el mate, los anteojos, los libros, los apuntes, los cuadernos escritos a medias. Refugios caóticos. Altares diversos. La heterogénea esencia del ser: mi médula. Aquello que vuelve torpe mi andar pero que a la vez es inevitable. ¿Qué pueden tener que ver las alteraciones dermatológicas con, por ejemplo, el poema conjetural de Borges? En el espejo de esta noche alcanzo mi insospechado rostro eterno subrayo y agrego con una lapicera en mi cuaderno, en el espejo de los días alcanzo una extraña fugacidad.

Gran parte de mí se resiste aún a conocer el mapa porteño. Desconozco qué barrio linda con cual. Conocer el territorio, la geografía, implicaría aceptarla. Mi mapa aún está desdibujado. Difuso. Apenas sé algunas calles, las necesarias. Saberse las calles –con sus nombres– significa ya pertenecer, deambular con total conocimiento del futuro, perder la posibilidad de perderse. Apenas si me he aprendido las combinaciones que me traen a casa desde el centro. Voy como ciego, tocando las paredes de un pasillo largo. Un paso a la vez. Y otro paso. Y otro, hasta llegar a destino ¿Qué destino? ¿Hay un destino? ¿Quién se vuelve uno cuando ya no tiene su entorno cerca? ¿Dónde está el yo cuándo el Otro es un paisaje difuso repleto de ojos que no miran?

Aquí apenas tengo algo de ropa, unos pocos libros que trato de tener a la vista como para corroborar que siguen allí, que no se han ido -que no me he ido- pequeños rincones donde apilo las cosas que me recuerdan quien soy. Las manifestaciones de la distancia. La materialidad que se aleja. Lo minúsculo se afirma como un templo sagrado donde uno se acerca una vez por día a recordar su plegaria. Volver a lo conocido: un libro subrayado, una canción, un poema, un aroma, una foto para luego seguir siendo erosionado por la vorágine intempestiva de la metrópolis ¿Qué semilla puede crecer en una tierra pisoteada por millones de personas día a día? ¿Por dónde entra la luz? ¿Qué lenguaje habla el cemento? Eso escribo en mi cuaderno luego de tomar el mate amargo ya más tibio. Preguntas, me digo. Por ahora, solo preguntas.

Sigo estudiando. El ruido metálico del tren San Martín entra por el balcón, entre las plantas. Coloniza el viento. La locomotora, los vagones, los rieles, el maquinista, los autos esperando ansiosos que se levante la barrera, alguna moto pasando por el costado, las personas chocándose en el andén, las hojas del otoño, los que entran no dejando bajar a los que salen, los insultos, el silbato del guardia, los vendedores que con sus cajas pasan entre la gente, alguien que pide para poder comer esta noche. Puedo verlo todo con tan solo escuchar el ruido. Estoy en el tren, de pronto, aunque esté aquí frente al mate, Borges y al libro de Dermatología también estoy en el tren. Miro como se ve desde la ventanilla el cementerio de la Chacarita, escucho como un niño se asoma y le pregunta a su madre por ese centenar de cruces uniformes incrustadas en la tierra, veo como la madre lo distrae con un juego del celular para evitar la pregunta sobre la muerte.

La muerte está todo el tiempo en Buenos Aires manifestándose: en el hambre de esa persona que duerme en la calle, en el asfalto que endurece las rodillas de ese niño, en las rejas que sistemáticamente tiñen las miradas, en la paranoia. Y misteriosamente deja de existir la muerte, en la belleza de cada rincón, en las manos de ese artista callejero que asombra a quien pasa, en el café donde se juntan dos viejos amigos cada día, en la asombrosa arquitectura, en la sonrisa de quien conquistó algo por más mínimo que sea, en el millar de posibilidades que están ahí a cada segundo manifestándose ¿Muere uno o deja de morir, entonces? Las dos cosas: muere al dejar de morir.

Aquí el pasado pareciera no existir. Nadie está con otro más que una porción de su tiempo. Los límites son claros. Las cosas se comparten de una forma extraña. Parcial. Conveniente. Siempre que sea práctico y que no dure más que un rato todo parece ser posible. Compartir el ascensor con un vecino puede ser amenazante. Nadie se mira a los ojos. Me doy cuenta que eso es una de las cosas que aún me cuestan y me costarán: el concepto de lo propio y lo ajeno. La anulación de la mirada. Esa frontera que se levanta. La practicidad de los límites. La falta del espacio común. Nunca me llevé bien con eso. Nunca fui práctico. Nunca entendí bien los límites, siempre tendí a la convivencia de todo con todo. Quizá por eso en la mesa al lado de Borges también reposan variedad de enfermedades dermatológicas ¿Por qué no veo esas fronteras?

Ahí es cuando vuelve la pensión a mi cabeza. Ese pasillo, esa puerta desvencijada frente a la cual cada tanto paso a respirar melancolía. Una parte de mí, sin dudas, sigue buscando ese patio común. Ese intersticio. Esa guitarra que pulsaba mi padre por la tarde. Las melodías de Yupanqui. Ese chocar con el otro ¿Dónde está ahora ese encuentro constante con el otro, con lo otro, con uno? ¿Existe? ¿Debe existir? ¿O es la nostalgia la que escribe ahora y me empuja a llenar esta hoja en blanco con inútiles recuerdos? Las mudanzas son tiempos de resurrección. Eliminar lo viejo. Tomar lo nuevo. Validar antiguas creencias. Afirmar antiguos rituales. ¿Debo detenerme, rebelarme entonces? ¿Debo subirme a la corriente? ¿Debo seguir escribiendo estas palabras o debo callarme de una vez por todas? ¿Encontraré algún día, al doblar una esquina cualquiera, el perfume de ese patio común? ¿Volveré a escuchar esa telúrica guitarra? ¿O me convertiré en una sombra más que deambulará en el silencio?

Gabriel Rodríguez Molina (1995, La Plata) es narrador, cronista, poeta, letrista y dramaturgo. Estudia Medicina en la UNLP. Publicó “El despertar de los ojos glaucos”, “Lágrimas de un pájaro”, “Un cielo que llaman muerte”, “Me necesitan las flores”, “Guevara” y “Severino” (cuyo BookTrailer fue premiado en España y cuya adaptación teatral se estrenó en 2022 en Buenos Aires). En 2021 estrenó en la Manzana de las Luces su primera obra como letrista Güor, Cantata del Museo Sepulcro interpretada por la Orquesta de la Manzana de las Luces. La obra también ha sido interpretada en Puerto Madryn.

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