INTERNACIONAL
El abrazo ruso-norcoreano, entre los espectros de un siglo atrás
Kim a Putin: “Nos une una inquebrantable relación de camaradas en armas” .
Hace un sigo y algunas décadas la Alemania de Guillermo II le mostraba los dientes al Reino Unido que consideraba el principal escollo en su camino imperial. Aquel Deutcher Kaiser, que será el último emperador germano, celebraba su dominio en Europa y reclamaba sus derechos de gran potencia, a despecho de normas y reglas que entendía que la otra parte tampoco respetaba.
Esa rivalidad creciente dibujó la senda de colisión que acabó en la Primera Guerra de la centuria pasada. El académico noruego de Yale, Odd Arne Westad, describe hoy aquel escenario conmovido por las semejanzas que advierte con el litigio que enfrenta a EE.UU. y China.
“Los alemanes caricaturizaban a los británicos como codiciosos explotadores del mundo, y los británicos retrataban a los otros como malhechores autoritarios empeñados en la expansión y la represión”, señala marcando esos ecos. Con el respaldo de estudios del historiador inglés Paul Kennedy, Westad detalla las fuerzas estructurales detrás de ese antagonismo:
“Imperativos económicos, geografía e ideología -enumera-. El rápido ascenso económico de Alemania cambió el equilibrio de poder y permitió a Berlín ampliar su alcance estratégico. Parte de esta expansión, especialmente en el mar, tuvo lugar en áreas en las que Gran Bretaña tenía intereses estratégicos profundos y establecidos”. Melodía conocida. Los conflictos por cierto desaparecerían si Alemania moderaba su crecimiento como más que se le sugiere hoy a China.
Fuera del debate respecto a la ausencia de una real voluntad o comprensión de los protagonistas de entonces para evitar el desastre bélico, importa el formato que adoptó el conflicto. Alemania planteaba su derecho a construir un supuesto mundo más inclusivo y justo. Pero sus adversarios denunciaban con insistencia las prácticas comerciales injustas de ese imperio que a su vez execraba a Londres como una amenaza existencial a su crecimiento.
Hay otras semejanzas en este recorrido. Berlín sostenía que su modelo de gobierno, que combinaba democracia y autoritarismo, era la envidia del mundo. “Gran Bretaña no era realmente una potencia europea, afirmaban, insistiendo en que Alemania era ahora la potencia más fuerte del continente y debía dejársela en libertad para reordenar racionalmente la región de acuerdo con la realidad de su poder. Y sería capaz de hacer precisamente eso si no fuera por la intromisión británica”.
La consecuencia fue la construcción de fortalezas, preventivas o con la intención de ser usadas. Alemania, en su tiempo, advirtió ya desde 1890 y principios de 1900 la presión estratégica de sus adversarios, justo cuando su economía crecía a su ritmo más rápido.
China, según este autor, tuvo su revelación en 2003 en la segunda guerra del Golfo. Beijing se opuso al ataque liderado por EE.UU. contra Irak, aun pese a que poco le importaba el dictador Saddam Hussein. “Más que las devastadoras capacidades militares de EE.UU., lo que realmente sorprendió a los líderes chinos fue la facilidad con la que Washington podía descartar cuestiones de soberanía y no intervención, nociones que eran elementos básicos del orden internacional que los estadounidenses reclamaban a China”, señala.
El ayer de Irak, el mañana de China
El ayer de Irak podría ser el mañana de China, como lo expresó un planificador militar de la República Popular tras aquel ataque, recuerda Westad. Del mismo modo, el desafío de China es también la velocidad de su crecimiento.
Como señala el sinólogo francés Maurice Meisner, el Imperio del Centro logró en 40 años lo que otros países requirieron dos siglos. Pasó de un PBI de 10% del estadounidense en 1995 a casi equipararlo (75%) en 2021 y duplicar en 2023 la cuota norteamericana en la producción manufacturera mundial. Como aquella Alemania, la reacción en defensa de esas colinas tomadas fue el aumento geométrico e incesante del presupuesto militar desde la primera década del siglo.
Este contexto importa porque puede ayudar a caracterizar la significativa cumbre en Pyongyang, la capital Norcoreana, entre el autócrata ruso Vladimir Putin y el dictador Kim Jong-un, países que comparten mucho más que una breve frontera.
Junto con Irán, el otro gran proveedor de armas a Moscú, y también aspiracional nuclear, son los jugadores menores, pero cruciales en un tablero que mantiene a China en su vértice superior frente al gigante norteamericano. La República Popular, en esa línea, ha venido devorando cuanto organismo le es posible controlar, incluido el año pasado los BRICS del llamado sur global donde el Imperio del Centro exhibe una neta influencia.
Es cierto que la mutua seducción de Putin y Kim genera una parcial incomodidad en Beijing. El dato principal no es lo que Pyongyang le brinda en arsenales a Moscú para su guerra en Ucrania, sino lo que el Kremlin le podría devolver en tecnología satelital y quizá nuclear, como señala David Sanger en The New York Times.
“Si incluye las pocas tecnologías que Kim ha tratado de perfeccionar, ayudaría a Corea del Norte a diseñar una ojiva que sobreviva al reingreso a la atmósfera y amenazar a sus numerosos adversarios, comenzando por EE.UU.” Un desarrollo que en el reciente pasado el propio Putin buscó prevenir. Pero la guerra define otros paisajes.
Beijing se preocupa porque sabe que un crecimiento del potencial bélico de Norcorea implicaría una extensión de la línea ofensiva occidental en el Asia Pacífico, y no es lo que pretende por lo menos para esta etapa. Pero posiblemente se trata de un costo secundario para un armado más ambicioso que convierte a esos aliados en piezas clave si el universo se desmadra. Son parte de aquellas fortalezas en construcción preventiva. La amenaza de Putin de armar a Norcorea contra EE.UU. va en ese sentido.
China pisa terreno conocido. Nunca pudo controlar totalmente a la dinastía de los Kim. El fundador de esa distopía a mitad del siglo pasado, Kim Il-sung, abuelo del actual dictador, se ocupó personalmente de eliminar a toda el ala china del comunismo norcoreano, una tendencia que siguió su heredad. El último prochino asesinado fue Kim Jong-nam, hermanastro de Kim Jong-un, envenenado en Malasia en febrero de 2017. Era el candidato de Beijing para conducir el país.
Polémicos cambios en Occidente
China es pragmática y necesita que Rusia se sostenga y venza a la OTAN en la guerra contra Ucrania. En especial en momentos que los cambios políticos en Occidente facilitarían ese desenlace. No solo por la legión de ultraderechistas que crecen en Europa y simpatizan con Rusia o sencillamente desdeñan el destino de Ucrania, también porque en cinco meses Donald Trump podría volver a ganar el sillón del principal imperio occidental. Ya ha dicho que cancelará toda ayuda a Kiev pavimentando la victoria de Moscú y de ese eje geopolítico que posiblemente el magnate no tenga claro que exista.
Aparece ahí una ventana a lo imprevisible. «China debería recordar que uno de los principales errores de Alemania antes de la Primera Guerra fue permanecer impasible mientras Austria-Hungría acosaba a sus vecinos en los Balcanes. China está repitiendo ese error con su trato a Rusia”, recuerda nuestro historiador noruego.
Pero quizá sea eso lo que se pretende. Si cae Ucrania, Beijing evaluará que se corren los límites a su favor, no importa quién gobierne EE.UU. Supondrá que es su momento histórico. Taiwán, como alguna vez fue Bélgica para el imperio alemán como gatillo de una guerra que consideraba inevitable, ocupará completamente el radar.
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