INTERNACIONAL
“Me río cuando me dicen marxista”, Pepe Mujica en una charla íntima sobre Uruguay, Argentina, Milei y el peronismo
“Me río cuando me dicen marxista”, me dice Pepe Mujica. “No soy marxista, soy estoico”. ¿Y eso qué significa? “Es vivir liviano de equipaje, tratar de cultivar una sobriedad feliz, aplicar aquel viejo principio: ‘Nada en demasía’…”.
Solo tengo que mirar a mi alrededor para ver que aplica el principio con bastante rigor. Estamos en el campo, a media hora de Montevideo, hablando en la cocina de la pequeña chacra donde vive el ex guerrillero, ex preso, ex presidente de Uruguay (2010 a 2015) y, a sus 88 años, abuelo predilecto de la izquierda mundial.
La cocina es su sala de estar y su comedor. La única concesión al lujo, o la única excepción a la sobriedad, sería la colección de botellas de whisky, gin, ron, vodka, tequila y mezcal que adorna los estantes detrás de la silla de madera en la que se sienta.
Siga con lo del estoicismo y el equipaje liviano, le digo. “Y, en el fondo es una cuestión de libertad, porque si estoy sometido a la necesidad, no soy libre. El objetivo es tener tiempo para gastarlo en las cosas que a nosotros nos gustan”.
¿Y qué es lo que a usted le gusta? “Andar en el campo. Me gusta el campo porque ahí hablo conmigo mismo”. ¿Consigo mismo? “Sí, estuve siete años en solitario en la cárcel. Sin libros. No tenía nada para hacer. Nada. Y tuve que aprender a hablar con el que llevaba adentro. ¿Y sabe qué me dijo? Me saludó mucho, me dijo que cuando era muy joven había sido muy loco. Pero lo bueno es que había leído mucho y ahí entré a rumiar en mis libros».
“Aprendí a disfrutar del yo interior, a entender que la única cosa milagrosa que hay para cada uno es haber nacido, vivir esta aventura de la vida. No hay nada más grande que la oportunidad de vivir. ¿Te das cuenta?”.
Y a utilizar el tiempo bien, le propongo.
Mujica, con su aspecto de viejo oso peluche, es animado y risueño. Le gusta conversar. Tan lúcido como cuando el vigor moral de su presidencia colocó Uruguay como nunca en el mapa mundial, no habla con rencor de los años de dictadura militar que pasó en la cárcel. Más bien da la impresión de que la experiencia le fortaleció. Atento a cada palabra que suelta el oráculo de la pampa, agradecido de poder compartir tiempo con él en su guarida, le propongo cambiar el tema de filosofía a política.
“¡Dale!” me responde.
A diferencia del loquero que caracteriza el discurso político en casi cualquier otro país de Occidente, sin excluir a los vecinos ruidosos Argentina y Brasil, todo es respeto, serenidad, consenso y paz. Y los hechos lo demuestran. En los ránkings de la ONU y otros organismos internacionales Uruguay queda segundo en las Américas, solo detrás de Canadá, en democracia, transparencia y seguridad. ¿Cómo han logrado distanciarse de tal manera del mundanal ruido?
“Yo creo”, dice Mujica, “que en primer lugar se trata de nuestra historia. El Uruguay tuvo allá por 1910 un proyecto que, usando el lenguaje contemporáneo, llamaríamos social democracia. Entró como un crucero, se quedó y se ancló. Hubo una generación de gente liderada por el presidente José Batlle y Ordoñez que modeló ciertas cosas ─como las ayudas públicas, como los derechos de las mujeres─ -que tiñeron la historia del Uruguay. Al punto que los suecos vinieron a estudiarlo y trasplantaron cosas de acá”.
─¿Me está diciendo que el celebrado modelo de democracia nórdica se inspiró en Uruguay?
─Se llevaron cosas de acá, seguro.
─¿Cosas que de acá nunca se fueron?
─Salvo el período de la dictadura militar, de 1973 a 1985, no. Mirá, se impuso el consenso de tal manera que los de izquierda no podemos ser tan de izquierda porque la historia nos mediatiza. Los de derecha tampoco. Acá llega un gobierno de la derecha y no puede abandonar las políticas sociales. Esa barbaridad que se da en Argentina, hoy: no, no. Ni se les pasa por la cabeza.
─¿Se referirá a las políticas de recorte social del presidente Javier Milei?
─Sí, es horrible lo que pasa allá. Pero es lo que ocurre cuando la gente se harta. Milei es un extremista y votar por él es un síntoma de desesperación.
─¿Por esa economía en permanente subdesarrollo?
─Y por una gigantesca corrupción en todos los escalones
─¿Pero cómo es que ustedes han evitado contagiarse del virus argentino, teniéndolos tan cerca? Y no solo respecto al caos económico y a la corrupción sino a la feroz polarización, la famosa grieta…
─Es que Argentina está determinada por el fenómeno del peronismo, que no es una ideología, es una religión. Una mística. El peronismo es consecuencia de una circunstancia histórica: la Argentina era un país riquísimo, pero con una injusticia social de la gran puta. Y entonces llega Perón en los 40, y empieza a repartir y a repartir. Quedó como Dios, claro. Y eso no se olvida. Quedó grabado en la cultura de gran parte del pueblo argentino. Después hicieron cualquier desastre. Después pasó de todo, pero quedó ese recuerdo y ahí sigue el peronismo. Ahí sigue…
Hablemos de religión, le digo. Algo que me han dicho varios de sus compatriotas es que otra razón por la que Uruguay es un oasis de civismo es el ateísmo que lo define. ¿Qué opina?
“Y, sí, junto a aquello de la socialdemocracia se instaló la idea hace más de cien años acá de la separación de la Iglesia del Estado. Hoy apenas el uno por ciento de la población es practicante, de lejos el índice más bajo de América Latina. Fíjese en el presidente Batlle y Ordoñez, ahí por los años 20 del siglo pasado. Era periodista además de presidente y en sus artículos siempre escribía la palabra ‘dios’ en minúscula, nunca ‘Dios’ mayúscula”.
─¿Usted es anti religión?
─Bueno, yo pienso que las religiones monoteístas le han hecho un mal a la humanidad de la puta madre. Han generado un fanatismo y una intolerancia en el fondo que se extiende al mundo político.
─¿Pero muchos dependen del consuelo que les ofrece la religión, especialmente en los países más pobres?
─De acuerdo. Lo entiendo perfectamente. Hay 4.200 religiones en el mundo más o menos, y más del 60% de la población mundial cree en algo. No, no es un factor para tirarlo a la basura. No, no, no. Y además, aunque las religiones se usaron por el poder para aplastar, también ayudaron a vivir con un poquito de esperanza a lo que no sabían que comían mañana. Reconozco que es complicado el tema. Las religiones pueden alentar el fanatismo, pero también pueden ser un freno.
Hemos pasado en una hora y media de la filosofía, a la política, a la religión y sus paradojas. Apago mi grabadora, me levanto, Mujica se levanta y nos despedimos. Estoy a punto de dar media vuelta y dirigirme por un sendero barroso al coche que me llevará de vuelta a Montevideo cuando Mujica exclama: “Pero, ¡hermano! ¡No te ofrecí un trago! Sentate. Elegí algo de lo que tengo acá.”
Repaso la oferta, tan abundante como la de una coctelería neoyorquina, y señalo una botella de mezcal sin abrir.
“Tiene buena pinta,” le digo.
“Podés estar seguro de ello. Me la trajo el embajador de México”.
Abre la botella y llena los vasos. Al rato los vuelve a llenar. Disfrutamos, con la grabadora siempre apagada, de lo que él llama la sobriedad feliz. Esto es Uruguay, donde Mujica me recuerda que se celebró el primer Mundial, y buena parte de la hora y media más que sigo en su cocina, hablamos -cómo no- de fútbol, el único terreno en el que sus compatriotas pierden la calma y se comportan con el mismo desenfreno, o más, que el resto de la humanidad.
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