INTERNACIONAL
Ucrania, una misión de francotirador y el mito del ‘buen asesinato’
SUR DE UCRANIA — Lo que se debe entender acerca de una misión de francotirador es que, desde el segundo en que comienza hasta el segundo en que termina, todo lo que haces está destinado a asesinar a otro ser humano.
Pero casi nadie dice eso.
Es por eso que fue un poco sorprendente cuando, de pie en las escaleras de un edificio medio destruido en el sur de Ucrania, en medio de una misión con un equipo de francotiradores ucranianos, un soldado decidió explicarme sus cálculos morales a la hora de matar soldados rusos.
Expresó en voz alta lo que se suele mantener en silencio.
La línea del frente estaba aproximadamente a 1,6 kilómetros de distancia.
Los francotiradores observaban a través de las miras de sus rifles, en espera de que algo o alguien se moviera. Los disparos de ametralladora retumbaban a lo lejos. Tenía hambre y me comí un nugget de pollo frío que había comprado en una gasolinera muchas horas antes.
Llevábamos despiertos desde las tres de la madrugada, cuando un colega de The New York Times y yo nos metimos en dos camiones con el equipo de francotiradores y condujimos durante aproximadamente una hora —aunque pareció mucho más— por carreteras secundarias irregulares y puentes destrozados, hasta la línea del frente.
Trece años antes, como cabo del Cuerpo de Infantería de Marina de Estados Unidos, había dirigido un equipo de francotiradores conformado por siete infantes de Marina y un ayudante médico de la Armada en el sur de Afganistán.
Probablemente esa fue la única razón por la que los francotiradores ucranianos aceptaron llevarme con ellos.
Confiaban en el hecho de que yo había pasado por eso y que, incluso con la barrera del idioma, entendía lo que sucedía a mi alrededor:
órdenes de trabajo, el montaje de un escondite, la silenciosa monotonía y la intensa actividad que conlleva observar el mismo lugar durante horas o días con un rifle diseñado específicamente para matar a larga distancia.
El soldado en la escalera, un francotirador ucraniano que eligió ser identificado por su distintivo de llamada, Raptor, lucía especialmente cansado mientras se explicaba. Practicaba tiro competitivo antes de la guerra y se había convertido en un experto para disparar a blancos de papel y acero.
Ahora era diferente: estaba disparándoles a personas.
A distancias tan largas, la bala tardaba varios segundos en encontrar su camino a través del aire, la tela y luego la carne.
El tiempo suficiente para que el culatazo del rifle se disipara y su ojo vigilante se reajustara en la mira, para enfocar el espectáculo de su propia violencia.
“No estoy orgulloso de esto”, comenzó a decir Raptor en un inglés deliberado.
Exhausto y cuidadoso de no atropellar lo que el soldado tenía que decir, no me atreví a tomar notas.
Sólo después de que hablamos, anoté algo: “Matar a alguien… no estoy orgulloso de esto”.
La violencia en cualquier conflicto es procesada de manera distinta por quienes están involucrados y quienes no.
La invasión rusa a gran escala en Ucrania se ha caracterizado por su absoluta brutalidad —incluidas ciudades arrasadas por bombardeos y fosas comunes— y por la aceptación que ha llegado a tener gran parte del mundo hacia la muerte y la destrucción total.
Las cifras de víctimas —infladas, celosamente protegidas e imposibles de verificar— se intercambian como resultados deportivos entre Ucrania y Rusia.
Videos “snuff” de combatientes asesinados por drones, disparos y artillería circulan como una especie de moneda digital de la acción en el campo de batalla.
Nada de eso cambia la realidad de que generaciones enteras en Ucrania y Rusia están siendo diezmadas, muerte tras muerte.
Como en cualquier guerra, para amortiguar los efectos de su propia violencia, quienes combaten recurren a los imperativos jerárquicos del servicio militar moderno.
Los soldados ucranianos también entienden que perder la guerra es perder su país ante un invasor.
“No matamos porque seamos crueles, sino porque son nuestras órdenes, es nuestro deber”, dijo Raptor.
Su reflexión tenía un nivel de claridad que en mi caso me había llevado años encontrar.
¿Cómo podía hablar de orgullo y deber en medio de la acción?
No había tiempo para eso aquí, en medio de una guerra.
Pero allí estaba Raptor, frente a mí, luchando con algo de lo que no nos atrevíamos a hablar en Afganistán.
Estaba rompiendo la cuarta pared.
“Pienso en la gente que está del otro lado”, comentó.
“Puede que no quieran estar aquí, pero están aquí”.
Raptor estaba explorando un tema que suele evitarse en la cultura del francotirador.
Pocas veces durante mi despliegue me detuve a considerar a los talibanes, al menos en mis conversaciones con otros.
Nos condicionamos a pensar que los talibanes eran objetivos y poco más.
Nuestro tiempo giraba en torno a matarlos mientras ellos nos mataban a nosotros y antes de que nos mataran más.
Me llevó años darme cuenta de lo adoctrinados que estábamos todos.
Raptor ya comprendía —al menos lo suficiente como para articular sus reflexiones a un extraño en una escalera en medio del ruido sordo de ataques de artillería distantes— que estaba matando a un humano e intentaba explicar por qué.
“No quiero matar, pero tengo que hacerlo. He visto lo que han hecho”, continuó Raptor, con su propio propósito moral y marcial vinculado a las atrocidades que las fuerzas rusas habían cometido durante la guerra.
Para Raptor, la razón para apretar el gatillo era clara. A mí y a mis camaradas, tras todos estos años, la razón por la que elegimos matar todavía no nos queda clara.
En nuestro caso, nos encontramos en medio de una estrategia de contrainsurgencia mal concebida, apuntalando un gobierno corrupto que colapsó casi tan pronto como Estados Unidos se fue.
Nos estábamos protegiendo unos a otros.
Eso se convirtió en una ideología vinculante, esa fue toda la claridad que pudimos reunir del rompecabezas que nos entregaron nuestros políticos en Washington.
La transitamos exhaustos, articulando nuestras palabras, hasta que nuestros recorridos terminaron y nos dieron de alta.
Hoy nos sentimos incómodos con nuestros propios asesinatos, conscientes de los detalles y la violencia que cometimos bajo las brillantes banderas de “construcción de una nación”, o “ganar corazones y mentes”, o lo que sea que nos dijeran nuestros oficiales conforme pasaban las estaciones.
En la sombra de nuestros fracasos, nuestro silencio se cierne sobre todo.
Fue difícil no sentir celos de Raptor y su equipo, especialmente después de mi guerra perdida.
Ahí estaba la trampa, la vertiginosa seducción del “buen asesinato”.
La misión de Raptor terminó al anochecer sin que se disparara un solo tiro.
Y tras otro viaje de una hora en auto, llegamos al estacionamiento de la misma gasolinera donde había pedido mis nuggets de pollo esa mañana.
El cielo era de un negro aceitoso.
La única luz de la parada se filtraba a través de las rendijas de los sacos de arena que protegían las ventanas.
Raptor y el resto del equipo de francotiradores nos preguntaron si queríamos cenar.
Luego se disculparon, de la misma forma que lo haría un comerciante cansado que no había vendido nada, por un día sin ningún asesinato.
c.2023 The New York Times Company
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