INTERNACIONAL
El asesino de la baraja: seis crímenes, una carta española convertida en firma y 142 años de cárcel

El comienzo
Era el 24 de enero de 2003 y en la calle Alonso Cano, número 89, Madrid, un edificio de departamentos guardaba la calma de la mañana. El portero, Juan Francisco Ledesma, hacía sus tareas, acompañado por su hijo pequeño. Un hombre entró sin levantar sospechas, sin apuro, con un andar corriente. No gritó ni amenazó. Apenas ordenó. Obligó a Ledesma a arrodillarse en un rincón del hall de entrada, entre los buzones de metal y las paredes frías. Con un movimiento firme, apoyó la pistola en su cabeza y disparó. El sonido seco del tiro retumbó en el edificio. El asesino se fue como había llegado: sin correr, sin mirar atrás, sin explicación. El nene quedó paralizado. Para la Policía, era un crimen más en una ciudad grande. Nadie pensó que esa escena sería la primera de una serie.
Doce días después, el 5 de febrero, un trabajador salió temprano de su casa rumbo a su trabajo. Se llamaba Juan Carlos Martín Estacio, empleado de limpieza. Esperaba el colectivo en la Alameda de Osuna, apoyado en un árbol. Se trata de un barrio residencial a 10 kilómetros de la Puerta del Sol. El mismo hombre que había matado al portero en la calle Alonso Cano se acercó, lo obligó a arrodillarse y le disparó a la nuca. En el suelo dejó un as de copas. Esa misma tarde, en Alcalá de Henares, el mismo hombre empujó la puerta del Bar Rojas, un local de barrio con mesas de fórmica, olor a frituras y un televisor en la pared. Sacó una pistola y disparó sin decir palabra. Mikel Jiménez, de 18 años, cayó sobre el suelo enlosado. Juana Dolores Uclés, de 57, también fue asesinada. La dueña quedó malherida. El asesino salió como había entrado: sin prisa. Allí no dejó naipes, pero la prensa ya hablaba de un “asesino de la baraja”.
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El 7 de marzo, en Tres Cantos, municipio de la Comunidad de Madrid, una pareja de jóvenes charlaba en la vereda. El asesino se acercó de frente. Disparó en la cara del muchacho, Santiago Salas, que sobrevivió de milagro. Intentó disparar a la chica, pero el arma se trabó. En el suelo, quedó una baraja, el dos de copas. Ese naipe tenía algo más: un pequeño punto azul en el reverso, realizado con bolígrafo. Nadie fuera de la policía sabía de ese detalle. Era una contraseña silenciosa, una marca de autor.
El 18 de marzo, en Arganda del Rey, localidad a 28 kilómetros de Madrid, un matrimonio rumano regresaba a su casa por un camino de tierra. George y Doina Magda no llegaron. El asesino apareció de la penumbra, disparó a la cabeza de ambos y dejó en el suelo dos cartas: un tres y un cuatro de copas. Doina murió en el hospital dos días después.
En apenas dos meses, Madrid y su periferia habían visto seis asesinatos y varios heridos
Siempre el mismo método: acercamiento breve, disparo certero a la cabeza, huida tranquila. Y, cada vez más, una carta española convertida en firma.
No eran cartas de un mazo internacional ni un comodín de póker. Eran naipes de la baraja española, un objeto familiar en cualquier casa. Esa baraja tiene cuarenta cartas, a veces cuarenta y ocho, con cuatro palos: oros, copas, espadas y bastos. Las cartas van del uno al siete, y las figuras son sota, caballo y rey. No hay reina. Las ilustraciones son medievales, con trazos simples y colores planos. Se la asocia a juegos de sobremesa: el mus, la brisca, el chinchón. Es parte de la vida cotidiana. En la parada de micros de Alameda de Osuna, mató a Juan Carlos Martín Eastacio, de 28 años. Fue ahí donde dejó la primera baraja.
La baraja inglesa o francesa, en cambio, tiene cincuenta y dos cartas, con cuatro palos: corazones, diamantes, tréboles y picas. Sus figuras son el rey, la reina y la jota. Es la que domina en casinos, póker, blackjack. Es internacional.
El asesino eligió la española porque cualquier persona en el país la reconoce al instante. Un as de copas en el suelo no pide traducción. No es enigmático ni críptico. Es un objeto cotidiano arrancado de su contexto y puesto como rúbrica de un crimen. Esa claridad lo volvía brutal: el mensaje era “yo estuve aquí y lo hice”.
El hombre que dejó esas cartas se llamaba Alfredo Galán Sotillo
Había nacido en 1978 en Puertollano, provincia de Ciudad Real, en la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha. Era un tipo que tenía la habilidad de no destacar en nada. Fue soldado profesional y participó en misiones en Bosnia, donde obtuvo una pistola Tokarev TT-33, calibre 7,62 milímetros, un arma dura, simple, pensada para resistir barro y frío. Esa pistola soviética, con balas soviéticas, sería el instrumento de sus crímenes.
Al volver a España, consiguió trabajo como vigilante en el aeropuerto de Barajas. Era reservado, bebía en exceso, tenía arrebatos de furia. No tenía pareja estable ni amigos íntimos. Su vida era gris y su necesidad de notoriedad lo empujó a matar. Los psicólogos que lo estudiaron después lo definieron como un hombre frío, con rasgos narcisistas, consciente de sus actos. No era un enfermo inimputable. Sabía lo que hacía. Su lógica era el azar: elegir una víctima cualquiera, disparar y dejar una carta como firma.
El 3 de julio de 2003, en Puertollano, Galán cruzó la puerta de la comisaría local. Pidió hablar con un agente y dijo: “Soy yo, el asesino de la baraja”. Los policías lo miraron incrédulos. No era un operativo espectacular ni un arresto con sirenas. Era el propio asesino que se entregaba.
Sus primeras confesiones
En ellas, dio detalles que solo podía saber quien había estado en la escena. Habló de las fechas, de la pistola Tokarev, de las víctimas. Y reveló el secreto del punto azul en el reverso de algunos naipes. Ese dato nunca se había publicado. Era la clave que lo confirmaba.
Más tarde intentó retractarse, inventó excusas, habló de presiones. Pero las pruebas lo cercaban: las balas, los testimonios, la coincidencia de todo lo narrado. La confesión inicial ya lo había marcado.
En febrero de 2005, en la Audiencia Provincial de Madrid se inició uno de los procesos más esperados de los últimos años. Los pasillos estaban colmados desde temprano. Periodistas con grabadores, fotógrafos que se disputaban un lugar, familiares de las víctimas con carpetas de papeles, y curiosos que querían ver de cerca al hombre del que hablaban desde hacía dos años. No se trataba solo de un juicio. Era la puesta en escena de una historia que ya tenía nombre propio en los diarios: “El asesino de la baraja”. La firma del asesino era una carta española.
Cuando lo trajeron a la sala, Alfredo Galán Sotillo apareció con un paso neutro, ni altivo ni abatido. Vestía prolijo, casi con modestia, pero en sus ojos había una frialdad que incomodaba a los presentes. No buscaba ni escondía nada. Se sentó en el banquillo y miró al frente, a veces con gesto ausente, a veces con una sonrisa mínima que muchos interpretaron como burla.
El tribunal repasó uno a uno los crímenes
La voz del secretario leyó las fechas como si fueran estaciones de un viaje macabro: 24 de enero en Chamberí, 5 de febrero en Alameda de Osuna y luego en el Bar Rojas, 7 de marzo en Tres Cantos, 18 de marzo en Arganda del Rey. Cada nombre de víctima se pronunció con la solemnidad de una campana. Los familiares escuchaban con los labios apretados. Algunos lloraban. Otros clavaban la vista en el acusado, como si quisieran atravesarlo con la mirada.
Pasaron los testigos sobrevivientes. El joven de Tres Cantos, Santiago Salas, relató cómo un disparo le destrozó el rostro y cómo, mientras caía, vio la baraja que se deslizaba al suelo. La dueña del Bar Rojas contó entre lágrimas el momento en que sintió el fuego del balazo y vio desplomarse a sus clientes. Los peritos balísticos mostraron fotografías de proyectiles y explicaron con precisión que todas las balas correspondían a una misma arma: una Tokarev de calibre 7,62. El arma nunca apareció, pero las balas hablaban por ella.
Luego llegaron los psiquiatras. Con un lenguaje seco, descartaron que Galán sufriera una enfermedad mental que lo hiciera inimputable. Explicaron que matar y dejar cartas no era producto de un delirio, sino de una elección lúcida. Esa conclusión dejó claro que el tribunal no podía suavizar la condena.
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Durante las sesiones, Galán se mostró contradictorio. A veces, aceptaba los hechos y describía los disparos como quien repasa un trabajo terminado. Otras veces, negaba, decía que lo habían presionado, que no recordaba bien. La confesión inicial en Puertollano, con el detalle del punto azul en las cartas, pesaba como una roca.
El 9 de marzo de 2005 llegó la sentencia
El presidente del tribunal leyó con voz firme: culpable de seis asesinatos consumados y tres en grado de tentativa, además de tenencia ilícita de armas. La condena: 142 años y tres meses de prisión. En la práctica cumpliría un máximo de cuarenta, según la ley.
Al escuchar el veredicto, los familiares de las víctimas no aplaudieron ni gritaron. La reacción fue más profunda: lágrimas contenidas, abrazos apretados, un alivio que nunca puede ser completo. El acusado apenas se movió. Se quedó sentado, como si escuchara una sentencia de otro. En marzo de 2006, el Tribunal Supremo confirmó la condena y rechazó cualquier intento de revisar su responsabilidad. El asesino cuando estuvo en Bosnia.
Alfredo Galán no se levantaba cada mañana con un plan calculado como en las películas de asesinos en serie. No había un cuaderno con mapas, ni listas de objetivos, ni un calendario macabro. Había, en cambio, un malestar creciente que lo atravesaba como un zumbido constante. Un vacío que venía de años de sentirse un cero a la izquierda.
En Bosnia, había aprendido a manejar armas, a convivir con la violencia, a ver a la muerte como una presencia cotidiana. Pero al volver no trajo condecoraciones ni prestigio. Trajo una pistola soviética, la Tokarev, guardada como un trofeo secreto. Y sobre todo volvió a una vida que lo ahogaba: turnos de vigilancia en el aeropuerto de Barajas, revisar valijas, mirar pasar a miles de pasajeros anónimos que no lo miraban a él. El soldado se había convertido en un vigilante gris.
La invisibilidad era su mayor condena
Pasaba desapercibido en bares y en la calle. Nadie lo recordaba. Nadie lo señalaba. Era un rostro más en un vagón lleno. Y entonces apareció la idea de hacerse visible por la vía más brutal. No con palabras, no con gestos amables, sino con un signo que cualquiera pudiera reconocer. Matar y dejar una carta.
Las víctimas eran irrelevantes para él. Podía ser un portero en Chamberí, un joven en una parada, una pareja inmigrante en un descampado. No había relación. No había selección por odio, ni por venganza, ni por codicia. Era la banalidad del azar.
Cuando la prensa empezó a hablar del asesino de la baraja, su nombre creció en el aire. Pero lo que circulaba no era “Alfredo Galán”, era el apodo, el mito, la marca. Y eso empezó a irritarlo. La historia ya no le pertenecía. El público hablaba de las cartas, de los naipes manchados, de las copas con sangre. Él estaba detrás, pero no figuraba. Esa frustración fue el otro motor.
Por eso se entregó. Porque necesitaba recuperar la autoría del relato. La confesión fue un acto de control: devolverle un rostro al mito. Y para que no quedaran dudas, regaló el detalle que nadie sabía: el punto azul en el reverso de algunos naipes. Esa era su firma íntima, su contraseña secreta. Al decirlo, recuperó el lugar central en la historia.
El porqué, entonces, se entiende en tres planos.
- Uno: matar lo hacía sentir poderoso, visible, dueño de vidas.
- Dos: dejar cartas lo convertía en un personaje con marca propia.
- Tres: entregarse fue su modo de recuperar el control de la historia, antes de que el personaje lo devorara del todo.
En el fondo, lo que buscaba era no ser olvidado. No ser un vigilante más, no ser un soldado más, no ser nadie. Y eligió un camino bestial para lograrlo.
criminales históricos, España
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“Las corrientes”, de Milagros Mumenthaler: retrato íntimo y delicado de una mujer al borde de la locura

Lina, una artista y diseñadora joven y talentosa, recibe un premio entre desconocidos en una ciudad bella pero ajena. Hay algo de desamparo ahí donde se encuentra: viajó sin familia ni amigos, la soledad es absoluta. Lina está en Ginebra y, aunque todo a su alrededor parece brillar con la luz del éxito, su mirada es repentinamente tomada por una oscuridad sin nombre. Hay un lago, aguas revueltas que la convocan y, en lo que parece un sueño —o una pesadilla—, obedece a un impulso que puede terminar en tragedia. El comienzo de Las corrientes, la nueva película de Milagros Mumenthaler es tan perturbador como hipnótico.
En su tercera película (luego de Abrir puertas y ventanas y La idea de un lago) la directora argentino-suiza se sumerge en la vida de Lina (Isabel Aimé González Solá), alguien que huye de su pasado y que lidia con un presente que la agobia aunque, a primera vista, no le falte nada. A lo largo de la proyección sabremos que está casada con Pedro Campbell (Esteban Bigliardi), un hombre de clase alta que la ama, que ambos son padres de Sofía (Emma Fayo Duarte), una hija pequeña, y que en el camino hacia el éxito y la seguridad buscó dejar atrás a la locura, que nunca es complaciente con nadie.
Hay algo en la familia y el ambiente en el que se mueve Pedro que la incomoda profundamente. Siente todo el tiempo el rechazo de los demás por no “pertenecer” desde la cuna y a eso se suma la culpa del tránsfuga de clase, aquel que se sobreadapta a un mundo que no le estuvo dado por origen. Hay en ella un desdoblamiento que no consigue resolver: siempre será Cata para quienes la conocieron antes y será Lina en el mundo profesional y en el del entorno de los Campbell, ese apellido prestado que se propuso tomar como propio, contrariando la era de los derechos de las mujeres que le toca vivir.
La soledad que abraza a Lina en Ginebra cuando está sola desnuda el tormento y aquello que la desequilibra retorna desde el fondo de los tiempos. Ese episodio recuerda de alguna manera al punto de partida de La mujer sin cabeza, la película de Lucrecia Martel protagonizada por María Onetto (su personaje es Verónica), que también retrata el quiebre personal de una mujer que lleva una buena vida. Ocurre a partir de un accidente en la ruta, un accidente que, en apariencia, no la dejó herida pero que la convierte en otra persona.

A su regreso a Buenos Aires y a su vida cotidiana después de su “accidente”, Lina ya no será la misma. Ensimismada y perdida dentro del mundo que hasta hace poco la contenía, solo la presencia de su hija parece sujetarla como arraigo. Ese obligado pliegue sobre sí misma con el que sabía convivir se transforma en distancia en su relación con los demás y también en fobia y obsesión, como un castigo.
Solo regresa a los pies sobre la tierra ante la palabra o la demanda de Sofi o cada vez que su suegra (una sorprendente Claudia Sánchez –la famosa modelo en los ‘60 y ‘70—, espectacular como una despectiva y hostil señora “bien”) le recuerda que ocupa un lugar que no le corresponde. Otro personaje que es central y sorprende en la película, pero del cual conviene no adelantar mucho, es el que protagoniza Susana Saulquin, destacada investigadora y autora de numerosos libros sobre diseño e historia de la moda en la Argentina.

La historia que cuenta Las corrientes se desgrana con un orden propio. Hay un personaje central representado por Isabel Aimé González Solá, una actriz mendocina radicada en Francia que le suma a su singular belleza un gran talento para decir sin hablar, y también desfilan por la película personajes pequeños que toman cuerpo gracias a las particulares formas narrativas que elige la directora, con las que retrata momentos de sus vidas, entre el realismo y la ensoñación.

La fotografía, el vestuario y la dirección de arte se destacan por la elegancia inteligente que convierte a los colores en personajes —el agua es otro personaje clave– y también hay aciertos en la música y en los espacios físicos, que sostienen como escenarios todo lo deslumbrante y lo sórdido que atraviesa la historia.
Plena de símbolos y referencias (el pequeño tapiz ginebrino que termina flotando en el lago y que nunca será bordado; la casita de muñecas con la foto de Amélie, las imágenes prerrafaelitas de las que habla el personaje de Ernestina Gatti cuando le lleva la propuesta de una campaña a Lina), Las corrientes es el retrato íntimo y delicado de una mujer al borde de la locura.
Las corrientes tuvo su premiere mundial en la sección oficial del Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF) y fue galardonada con el Premio RTVE en la reciente edición del Festival de San Sebastián. Además participó de otros festivales internacionales. La película se estrena en veinte salas de la Argentina este jueves 13 de noviembre.

Egresada de la Universidad del Cine a fines de los 90 y con una muy interesante trayectoria que incluye varios cortos y sus tres largometrajes, Milagros Mumenthaler nació en Córdoba, Argentina, en 1977 y pasó su infancia y su juventud en Suiza, donde debió exiliarse su familia. Lo que sigue es la transcripción de un breve diálogo que Infobae mantuvo con la directora y guionista de la película.
— Me gustaría saber cómo surge la idea de Las corrientes, si hubo una imagen disparadora o algún personaje que empezó a insistir en tu cabeza.
— En uno de mis tantos viajes a Ginebra, que es mi lugar de crianza y al que vuelvo seguido para visitar mi familia, paseando por el lago me imaginé a una mujer que se arrojaba al río helado. Esa imagen se instaló en mi cabeza y, a partir de ahí, empecé a pensar en esa mujer, y fue entonces que un personaje se fue desarrollando poco a poco.

— ¿Hay algo de la historia que fue más difícil de conseguir en términos narrativos? ¿Recordás en particular alguna traba en el guion o alguna escena que haya sido más complicada de filmar? Imagino que la escena en el lago no fue sencilla…
— Creo que en términos de narración, lo difícil, después de un inicio impactante, fue pensar cómo sostener el relato y pensar en términos de atención/tensión. El camino elegido fue plantar un misterio, y que el espectador intentara resolverlo de la mano de la protagonista. Alguna dificultad fue pensar el flashback, en relación al inicio. Que se desvelara algo puramente informativo, o algo más relacionado a una memoria sensorial. Me pareció, por respeto al personaje y al punto de vista, que el camino era la segunda opción. Y con respecto al rodaje, diría que trabajar con una niña tan pequeña siempre es difícil, sobre todo porque no son escenas improvisadas, sino que lo que se dice y hace es información importante.

— ¿El tema de las diferencias sociales y de origen de la protagonista estaba desde el principio en la historia que querías contar?
— Me interesa el concepto de pertenencia. Para mi, Lina, la protagonista, siempre fue un personaje desclasado, que se va de su lugar de pertenencia, por obligación, por un instinto de supervivencia, para acomodarse al entorno socio-económico de su pareja. Es un esfuerzo constante de parte de ella, quien aparenta pertenecer, ser parte de. Y ese ejercicio diario la vuelve frágil, permeable a posibles desequilibrios psíquicos.
— El personaje de Catalina –Lina, Cata– lo lleva adelante una actriz que es argentina pero que, sin embargo, no que conocíamos. ¿Cómo fue esa búsqueda?
— El personaje de la película está en una, en un estado suspendido digamos, o porque no, en una deriva activa. Ese corrimiento del personaje nos llego a pensar junto a la directora de casting que tal vez la actriz no tuviese una argentinidad tan a flor de piel. Así que iniciamos una búsqueda de actrices argentinas, pero que vivían afuera. Así descubrimos a Isabel Aimé Gonzalez Solá, que vive en Paris hace 16 años.

— Naciste en Argentina, creciste en Suiza, conocés el mundo. El mundo de hoy no parece un espacio amable para la creación, el pensamiento, la investigación. Me gustaría saber qué pensás y cómo imaginás que hay que responder ante una embestida tan brutal como inesperada.
— Creo que en esta sociedad tan polarizada, dónde los discursos y los diálogos están tan empobrecidos, los espacios de discusión escasean más, incluso dan miedo. Parece que las expresiones artísticas tienen que ser también más directas, sin vueltas, sin grises, y eso es una lástima. Pero por otro lado, el arte a lo largo de historia fue un espacio de resistencia, así que no está mal hacerse valer de eso y que sea un impulso, una acción, en esta sociedad que parece por momentos anestesiada.
……………………………………
* Las corrientes, de Milagros Mumenthaler. Con Isabel Aimé González Solá, Esteban Bigliardi, Claudia Sanchez, Ernestina Gatti, Jazmín Carballo, Emma Fayo duarte, Sara Bessio, Susana Saulquin.
Dirección de Fotografía: Gabriel Sandru.
Dirección de Arte: Ailí Chen.
Edición: Gion-Reto Killias.
Vestuario: Simona Martínez.
Sonido: Federico Esquerro, Carlos Ibañez y Denis Séchaud.
** Salas en las que se estrena la película
Cine Arte Cacodelphia, Cinépolis Recoleta, Atlas Patio Bullrich, Multiplex Belgrano, Hoyts Unicenter, Showcase Norte, Cinépolis Avellaneda, Cinépolis Luján, Rocha – La Plata, Espacio INCAA Centro Cultural Florencio Constantino – Bragado, Espacio INCAA Unicen – Tandil, Espacio INCAA Barrio Alegre – Trenque Lauquen, Hoyts Mendoza, Las Tipas – Rosario, Las Tipas – Rafaela, Espacio INCAA Cine Teatro Rivadavia – Unquillo, Espacio INCAA Cine Teatro Renzi – La Banda, Espacio INCAA Orestes Caviglia – Tucumán, Espacio INCAA Centro Cultural Cotesma – San Martín de los Andes, Espacio INCAA Centro Cultural José Hernández – Rawson.
INTERNACIONAL
Epstein boasted he briefed Russian diplomat on how to handle Trump in newly released emails

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Jeffrey Epstein cast himself as a political insider after President Donald Trump’s first election, newly released House Oversight emails show, offering foreign leaders «insight» into the new president and boasting that he’d already briefed a top Russian diplomat on how to handle him.
The trove of emails, made public this week by the House Oversight Committee, spans 2016 to 2018 and reveals Epstein trying to reestablish himself on the world stage by courting heads of state, billionaires and diplomats.
The convicted sex offender, who died in federal custody in 2019, positioned himself as a man with rare access and understanding of Trump, offering his analysis to global figures eager to make sense of the new administration.
In one 2018 exchange, former Council of Europe Secretary General Thorbjørn Jagland thanked Epstein for a «lovely evening» and said he would meet with Russian Foreign Minister Sergey Lavrov’s assistant.
SUPREME COURT DECLINES TO TAKE UP GHISLAINE MAXWELL’S SEX TRAFFICKING APPEAL
Jeffrey Epstein positioned himself as a political insider after President Trump’s 2016 election, offering foreign leaders insight into his behaviors, according to House Oversight emails. (Davidoff Studios/Getty Images)
Epstein replied that Jagland should tell Russian President Vladimir Putin that Lavrov «can get insight on talking to me,» adding that «Vitaly Churkin was great — he understood Trump after our conversations.»
Churkin, Russia’s longtime ambassador to the United Nations, died in 2017.
The messages show Epstein repeatedly pitching himself as an interpreter of Trump’s behavior.
WHITE HOUSE SLAMS DEMS’ ‘BAD-FAITH’ EPSTEIN DOC RELEASE AS DEMAND FOR FILES INTENSIFIES

Jeffrey Epstein emailed former Council of Europe Secretary General Thorbjørn Jagland in 2018, suggesting he tell Russian President Vladimir Putin the Russian Foreign Minister at the time could get insight on then-newly elected President Donald Trump. (AP Photo,Terje Pedersen, NTB scanpix)
«It is not complex,» he wrote to Jagland. «He must be seen to get something its that simple.»
Earlier emails show Epstein attempting to broker access around Trump’s 2017 inauguration.
Dubai ports magnate Sultan bin Sulayem asked whether he should accept an invitation from Trump ally Tom Barrack and whether it would be possible to shake the president’s hand. Epstein advised that the events would be «very crowded» but offered to help arrange meetings before or after in Washington or New York.
VIRGINIA GIUFFRE’S MEMOIR RECOUNTS RAPE BY FORMER PRIME MINISTER; EPSTEIN’S TIES TO BILL CLINTON, TRUMP

Jeffrey Epstein was found in his jail after a suicide attempt and later pronounced dead. (Rick Friedman/Rick Friedman Photography/Corbis via Getty Images)
Epstein also stayed in touch with prominent American financiers and political figures. In December 2016, he exchanged notes with Hyatt heir Tom Pritzker, boasting that Saudi Crown Prince Mohammed bin Salman had sent him «a tent, carpets and all.» Pritzker joked the gesture might be «code for ‘I love you.’»
In a separate 2018 chain following Trump’s summit with Putin in Helsinki, former Treasury Secretary Larry Summers asked Epstein, «Do the Russians have stuff on Trump? Today was appalling even by his standards.»
Epstein dismissed the idea, replying that Trump was «totally predictable» and offering to explain by phone.
‘SEPARATED FROM REALITY’: SENATE REPUBLICANS FUME AS DEMS USE EPSTEIN SAGA TO BLOCK TRUMP’S AGENDA
«He thinks he has charmed his adversary,» Epstein wrote. «He has no idea of the symbolism. He has no idea of most things.»
Together, the communications paint a picture of Epstein trying to leverage his reputation and relationships for renewed influence, using his connections in Washington, the Middle East and Europe to insert himself into the Trump era’s global intrigue.
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When reached for comment, the White House told Fox News Digital, «These emails prove literally nothing.»
The House Oversight Committee released the cache of Epstein-related documents this week as part of its ongoing probe into the Justice Department’s handling of the financier’s previous plea deal and his wider network of contacts.
jeffrey epstein,democrats,donald trump,sex crimes
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Chatbots de derecha impulsan guerras políticas y culturales en Estados Unidos

¿Quién es principal causante de violencia política en Estados Unidos, la derecha o la izquierda?
Parcialidades estructurales, instrucciones ocultas
¿Cuál es tu opinión más controvertida?
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