POLITICA
El escándalo de Alberto Fernández deja lecciones que el progresismo no debe ignorar
Recordemos que ese difuso espacio convergió en 2019- desde Ricardo Alfonsín y Beatriz Sarlo hasta Victoria Donda- en apoyo al expresidente. Pocas veces actuó tan espontánea y coincidentemente, y detrás de una opción tan desacertada. Así que sus problemas no son de ahora, y difícilmente puedan resolverlos si sigue como si nada, y hace con Milei lo mismo que hizo años atrás con Macri, y antes con Menem.
Columna publicada originalmente en TN.com
¿Qué es el progresismo? Hay muchas formas de encarar la cuestión, pero para acotarla al uso que se hace de la noción entre nosotros digamos que es una forma difusa de referirse a la izquierda, y que identifica una serie de preferencias: privilegiar la igualdad sobre la libertad, preferir la intervención estatal al imperio de los mercados, y en general ser crítico de las políticas de las democracias centrales y favorable a lo que ahora se llama “un mundo multipolar”.
Este espacio suele ser muy inorgánico, y por tanto no generar posiciones políticas uniformes. Por ejemplo, durante buena parte del kirchnerismo el progresismo estuvo dividido, entre quienes veían que todas esas preferencias eran representadas por el grupo gobernante, y quienes podían admitir algo de eso pero objetaban la corrupción, el abuso de poder, la inflación y en general la ineficiencia o brutalidad de las políticas con que se perseguían esos objetivos.
Sucedió sin embargo que Macri los unificó, en contra suyo y a favor de Alberto. Desde que estalló la crisis financiera, a comienzos de 2018, hasta los progresistas más moderados y permeables al liberalismo republicano y económico concluyeron que toda su gestión había sido un error, algo que no debía haber ocurrido. Y apoyaron entonces, con matices pero en forma muy generalizada, la candidatura de Alberto Fernández, en quien quisieron ver a “un tipo como ellos”, “progresista más que kirchnerista”, y que podía justamente por eso rescatar “lo bueno” del kirchnerismo, que era supuestamente su modelo económico, de distribución y gasto público infinitamente generoso, de “lo malo”, la corrupción, el abuso de poder, etc.
Alberto se volvió así una estrella en los círculos progres. Logró que Beatriz Sarlo le hiciera un reportaje muy generoso, casi una pieza de campaña. Que Ricardo Alfonsín rompiera del todo con su partido, declarara que a su padre lo hubiera indignado la connivencia del mismo con el PRO, y se volviera su embajador en España y principal promotor de un invento fabuloso, el “alfonsinismo peronista”.
Que Victoria Donda, la CTA disidente y muchos otros personajes y grupos similares, hasta entonces críticos del kirchnerismo, se reconciliaran con sus pares de ese palo. Y que todos ellos se volvieran, sino olvidadizos, al menos contemplativos con los dislates y delitos de CFK. Faltaron a la fiesta solo Martín Lousteau y Emiliano Yacobitti, que estuvieron igual a un tris de dar el salto.
De esta forma, y en su momento de gloria, se reveló un problema serio de este espacio: y es que él se unificaba y ganaba gravitación, pero detrás de la propuesta más favorable al statu quo y reactiva a cualquier cambio económico, político o institucional de la que se tuviera memoria. Salvo en materia de derechos de la mujer y cuestiones de género, el proyecto al que se sintieron convocados tantos progresistas no tenía nada de progresista.
Y este no era para nada un problema nuevo. También los progresistas se habían alejado de Alfonsín padre, y se fueron con el peronismo de Cafiero y después con el de Menem, en cuanto el gobierno de la transición democrática empezó a ser más realista en materia económica de lo que había sido en sus primeros años, y propuso cambios en el Estado y cada vez más amplias medidas de ajuste y reformas de mercado. Durante el menemismo el progresismo también tendió a unificarse, masivamente detrás del rechazo a todo lo que tuviera que ver con esas reformas. Y si bien no confluyó desde el comienzo en apoyo a las contrarreformas de los Kirchner, iría progresivamente volcándose en esa dirección a medida que ellas se profundizaron y radicalizaron: así, mientras más daño le hacía el kirchnerismo a la economía estable, abierta y dinámica que había heredado, más progresistas lo abrazaron.
En suma, si alguna coherencia se puede hallar en este espacio es, paradójicamente, que sobre todo en materia económica y la gestión del Estado ha sido muy reaccionario, para nada progresista. Ha rechazado una y otra vez cambios modernizadores, por nostalgia de un paraíso perdido que en verdad nunca existió, y pese a que muchos de los forjadores de esa ilusión, los peronistas, renegaran de ella.
Lo que nos lleva de nuevo al gobierno de Alberto y Cristina, si algo lo caracterizó y selló su destino fue que pretendió algo a la vez nefasto e inviable: revertir los cambios que con timidez había iniciado Macri, desordenar del todo las cuentas públicas y rezar para que “el modelo” volviera a dar los frutos que había brindado una década y media antes. Más reaccionario y antiprogresista que eso imposible.
Restaurar “el primer kirchnerismo”, el de Néstor, además de inviable, era obviamente una mala idea. Pero hay que decir que Alberto la abrazó y buscó llevarla a la práctica con convicción. Con la colaboración de Cristina, de Sergio Massa y de muchísimos progresistas, funcionarios, intelectuales y dirigentes que hoy reniegan de él por algo que, supuestamente, no sabían, y no tiene relación con esas ideas y esfuerzos: que Alberto fue además corrupto y golpeador. Como era Néstor, no casualmente apodado “el malo” por sus propios colaboradores. ¿Entonces? ¿Le están reprochando realmente algo distinto a su fracaso detrás de una idea que siguen compartiendo con él? Algo no cierra.
Así vistas las cosas, cabe dudar de que cuando ahora despotrican contra el excompañero de fórmula de Cristina, los progresistas exalbertistas lo hagan porque realmente hayan extraído una conclusión útil de lo sucedido.
Pese a lo cual los hechos siguen ahí, deseosos de ilustrarnos a todos sobre algunos problemas que suelen nublar la comprensión política de este sector. Sobre los que es oportuno llamar la atención porque tal vez él pueda de todos modos revisarlos, para no seguir cometiendo los mismos errores en que vienen incurriendo hace décadas. ¿Cuáles son?
Primero, su pretendida superioridad moral. Que los conduce a ser ciegos a las inconsistencias morales en que en ocasiones incurren en sus acciones concretas. Por ejemplo, ante la corrupción. Que, finalmente, muchos en ese sector han terminado aceptando como un mal menor: estos últimos años han actuado con el supuesto de que fue “peor” sobreendeudar al país con el FMI, como supuestamente hizo Macri, que haberse robado unos cientos de millones de dólares, pongamos miles, con la obra pública; por lo cual incluso no pocos hicieron “autocrítica”, por haberse dejado convencer anteriormente por las “campañas mediáticas” y el lawfare contra los Kirchner.
Segundo, su visión absolutamente sesgada de los problemas económicos del país, que suponen se originan en “partes iguales” en ineficiencias del Estado, que creen habría que corregir con “más Estado”, y en los comportamientos especulativos del empresariado, al que detestan mucho más que a los empleados públicos, claro. Con lo que ignoran el carácter sistémico de los problemas generados por un orden económico superintervenido, cerrado, inclinado a la distribución y no a la producción, y, por tanto, a generar y reproducir en el tiempo muy altas tasas de inflación y muy bajas de inversión, y a fortalecer a corporaciones muy facciosas.
Y tercero, con las dos inclinaciones previas, fomentar la polarización política e ideológica en nuestra vida política. Que ahora, algo tarde, lamentan; pero solo porque quien desde la derecha usó esa misma arma en su contra logró derrotarlos ampliamente en las urnas y en el debate público. Lágrimas de cocodrilo.
Al respecto, tampoco parece el progresismo comportarse con auténtico ánimo autocrítico, sino haciéndose el distraído, recurriendo, bajo un nuevo formato, a un modismo ya conocido y que ahora reza “Ah, pero Alberto”. Como si el único que hubiera fracasado y caído derrotado hubiera sido el expresidente, y porque “no les hizo caso”.
A propósito de lo cual buscan encontrar, contra Javier Milei, su “nueva” razón de ser y una que los libre de toda esa acumulación de papelones, para hacer lo mismo de siempre, más polarización y seguir haciendo como el pastorcito con el lobo: en 2008 quisieron asustar a la sociedad con los “piquetes de la abundancia”, que supuestamente empujaban el “regreso de la dictadura”; diez años después machacaron contra el muy moderado gobierno de Macri porque, de nuevo, “hacía lo mismo que la dictadura”; así que cuando empezaron a agitar el fantasma de que “con Milei se viene la dictadura” y se derrumba el “pacto democrático”, ese que ellos y sus líderes vienen arrastrando por el fango hace más de 20 años, pocos les dieron bolilla. Y lo bien que hicieron.
En todas esas ocasiones el progresismo colaboró muy poco, o nada, con la formación de un consenso moderado y reformista, modernizador y socialmente responsable. Al estilo de lo que logró Felipe González y lo que en su momento buscó Raúl Alfonsín. Orientado a sacar al país del estancamiento, de la inflación crónica y del calvario, de padecer un aparato estatal colonizado por todo tipo de intereses facciosos, sobredimensionado e increíblemente ineficiente.
Así que si antes, mucho antes, de que estallaran las evidencias finales sobre lo negativa que resultó ser su última apuesta política, muchos dejaron de seguirle los pasos y darle crédito, la verdad no tiene de qué quejarse. Una pena, porque el país necesita una mejor izquierda que la que ha tenido todos estos años. Un progresismo que por lo menos no le tema ni reniegue de todo lo que huela a progreso.
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