POLITICA
Opinión pública y espacio público
En los últimos años, los historiadores hemos comenzado a estudiar en detalle los procesos concretos de construcción del consenso político en las sociedades occidentales. En líneas generales, puede afirmarse que esta construcción estuvo precedida –o en ocasiones acompañó– de la formación de un espacio público liberal. En realidad, resulta muy difícil entender los procesos de extensión del sufragio y de construcción de las democracias de masas en el mundo moderno prescindiendo del estudio del proceso de formación del espacio público. Los espacios públicos son ámbitos de debate, de discusión y circulación de ideas que se formaron en las sociedades occidentales, a medida que estuvieron garantizadas ciertas precondiciones elementales, como por ejemplo la libertad de pensamiento y de expresión, y el respeto mínimo de los derechos civiles. Los espacios públicos fueron los ámbitos naturales de desarrollo de los procesos de formación de la opinión pública.
En teoría, la opinión pública es el emergente de un debate racional llevado a cabo por interlocutores que se despojaban momentáneamente de sus diferencias de estatus para convertirse en individuos que hacían ejercicio de sus facultades racionales para argumentar libremente en favor de una tesis determinada, frente a un público al que intentaban convencer sobre la validez de las posiciones defendidas. Para ello, los argumentos referían a cuestiones públicas y eran presentados desde la perspectiva de un interés general abstracto (no particular ni individual). De este modo, cuando un individuo tomaba a su cargo la defensa de sus propios intereses o de una empresa determinada se cuidaba mucho de que esta toma de posición fuese explícita. Si, por ejemplo, solicitaba una reducción de impuestos, la justificación se centraba en la incidencia que esto tendría en los bolsillos de sus compradores, antes que en el deseo de aumentar la tasa de ganancias. Del mismo modo, cuando alguien sostenía una candidatura lo hacía resaltando sus beneficios para el conjunto de la sociedad y no el de quienes se beneficiarían con el reparto de cargos públicos o la obtención de licitaciones.
Si bien en teoría cualquiera podría participar de un debate en el espacio público, no todos manejan las reglas de juego del mismo modo –es muy diferente el entrenamiento de un comunicador social, un político profesional o un empresario caracterizado que el de una persona común–, ni tampoco cualquiera tiene acceso libre a la tribuna pública. En efecto, sólo aquellos que detentan las influencias o la capacidad económica apropiada pueden llegar a hacer oír su voz con regularidad al conjunto de la sociedad. Desde una perspectiva primordialmente política, el objetivo del espacio público no es otro que la generación de legitimidad para el sistema y para los actores que ejercen, o que pretenden ejercer, protagonismo dentro del mismo, aunque en ocasiones el tono de los debates pueda atentar contra este objetivo esencial.
En el espacio público no se debate cualquier tema sino que es necesario instalar una agenda de cuestiones cuyo tratamiento público interesa a alguno de los centros de poder –económico, político, sindical, religioso, etc.–. Las conclusiones de los debates entre los participantes son presentadas como un juicio u opinión pública, en la medida en que las mismas sean aceptadas como válidas por la mayoría de la población. Por ejemplo, a lo largo de la década de 1990 en América Latina las privatizaciones de empresas públicas y de áreas enteras de los Estados contaron con el respaldo masivo de la opinión pública, según lo confirmaron las mediciones de encuestadores y los resultados electorales. A ningún político en su sano juicio se le hubiese ocurrido ir en contra de ese convencimiento generalizado, a no ser que estuviese dispuesto a experimentar un grave deterioro de su propia consideración en la opinión pública. Sin embargo, resultaba evidente –y muchos llamaron la atención sobre ello– que las privatizaciones constituían en muchos casos un suicidio a mediano plazo. En la Argentina de la década de 1990, por ejemplo, la opinión pública convalidó el fraude practicado por el menemismo en la Cámara de Diputados, haciendo pasar como legislador a un ciudadano anónimo a fin de obtener el quórum necesario para aprobar una privatización.
Esto permite comprobar que la opinión pública no privilegia la legalidad, sino la seducción ante argumentos que expresen cierta racionalidad mínima, publicitados adecuadamente por los medios de comunicación. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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