SOCIEDAD
Copa del Rey: los argentinos pasaron del brillo en el seleccionado al desplome total con el Atlético de Madrid
Tras perfilarse durante varios meses como candidato a pelear por los tres títulos de la temporada, el Atlético de Madrid de los argentinos se fue bajando como aspirante de cada una de esas competencias en los últimos 30 días. Todo empezó a desbarrancarse con la dolorosa eliminación en los octavos de final de la Champions League ante Real Madrid, en una definición por penales que pasó a la historia por el polémico doble toque de Julián Álvarez. En la Liga de España, la magra cosecha de un punto de los últimos nueve lo dejó muy relegado del líder Barcelona. Y el último capítulo del desplome fue la derrota en las semifinales de la Copa del Rey.
En el estadio Metropolitano, Atlético de Madrid se topó no solo con el mejor equipo de España en la actualidad, sino con uno top en el mundo. Invicto en 2025 (18 victorias y tres empates), Barcelona venció 1-0 (4-4 en la ida) y habrá clásico en la final de la Copa del Rey: el 26 de abril, en Sevilla, enfrentará a Real Madrid, que el martes necesitó del suplementario para dejar en el camino a Real Sociedad.
Ocho días después del festín que se dieron en el Monumental con el seleccionado en el 4-1 sobre Brasil, los jugadores argentinos del Atlético fueron arrastrados por la inercia negativa del equipo en las últimas semanas. Muy poco de Julián Álvarez, con su despliegue habitual, pero sin remates al arco ni incidencia ofensiva. Discontinuo Rodrigo De Paul, inmerso en varias imprecisiones y con síntomas de cansancio. Desubicado Giuliano Simeone sobre la izquierda, donde no pudo ayudar a Reinildo para contener a Lamine Yamal ni se hizo ver en campo rival; fue reemplazado por su padre tras el primer tiempo. Nahuel Molina entró para los últimos 35 minutos, cuando al menos el Atlético empujaba para llevarse por delante a Barcelona. En cuanto al resto de las individualidades, Antoine Griezmann fue una sombra, en la línea de lo que viene mostrando. Es uno de los preferidos del Cholo Simeone, que no tuvo más remedio que sustituirlo en los últimos 10 minutos.
“Si hubiésemos jugado el primer tiempo con la mentalidad del segundo, la historia habría sido otra”, expresó en el campo Josema Giménez, en referencia a la transición que hizo el equipo de la inexpresividad a la reacción, más de actitud que futbolística. El análisis de Diego Simeone fue similar: “Hicimos un mal primer tiempo, pero en el segundo competimos muy bien y tuvimos ocasiones para empatar. Competimos contra un equipo que juega francamente muy bien. Reproches no hay. Desde las ganas, los futbolistas están dando absolutamente todo. Es lo que el equipo puede dar. Creo que estamos dando el máximo”.
Lo más destacado de Atlético de Madrid 0 – Barcelona 1
Alcanzaron los dos minutos iniciales para saber cuál iba a ser la tendencia del primer tiempo. En esos 120 segundos, Yamal se le escurrió a Reinildo y envió un centro que de milagro no fue gol en contra de Josema Giménez, con un despeje que cayó en las manos de Juan Musso, el arquero argentino que tiene la oportunidad en la Copa del Rey y espera detrás de Oblak en la Liga. En la acción siguiente, Yamal le tiró un caño de taco a Giuliano Simeone. El juvenil de 17 años lideró la abrumadora superioridad futbolística de Barcelona en la primera etapa. Redujo al Atlético de Madrid a un ejercicio de resistencia, lo empujó a la impotencia.
Barcelona se fue al descanso con un 1-0 que fue corto si se lo mide por merecimientos. Tuvo el control del desarrollo y las mejores ocasiones. Yamal era imparable y alrededor suyo crecía el equipo en una sucesión de combinaciones vertiginosas. Barcelona jugaba a otra velocidad, con una precisión que desestabilizaba al Atlético. Se repetían las llegadas sobre el área local. El gol se veía venir, maduraba. Y para ser consecuente con lo que ocurría, surgió de la exquisita zurda de Yamal, que asistió con precisión quirúrgica a un Ferrán Torres, que entró en diagonal para definir con un toque sutil.
Barcelona se daba el lujo de tener en el banco a Robert Lewandowski (38 goles en la temporada), con la tranquilidad de que su sustituto también muestra un alto índice de eficacia. Ferrán Torres, con muchas menos presencias, suma 16 tantos, con un promedio de uno cada 78 minutos.
Al Atlético se le cortó la respiración cuando el VAR llamó al árbitro José Luis Munuera para que revisara si su tarjeta amarilla a Azpilicueta por una patada en la pantorrilla de Raphinha no era merecedora de la expulsión. Pero el referí se mantuvo en su decisión, no modificó la amonestación. De todas maneras, el Atlético se quejó contra Munuera cuando se empezó a cargar de tarjetas amarillas. Una a De Paul por un pisotón a Raphinha, otra a Julián por agarrar de la camiseta a Yamal y, ya en el segundo tiempo, una más a Molina por una entrada sobre García.
Musso le había tapado el 2-0 a Raphinha y Simeone se desesperaba para que terminara el primer tiempo porque el 0-1 le dejaba margen para intervenir en el descanso e intentar una reacción. Metió mano en la formación con tres ingresos al mismo tiempo: Galán por un Reinildo que había padecido con Yamal, el noruego Sorloth para que hiciera de tanque en el área, y Lenglet por su hijo Giuliano para reorganizar la defensa.
Las variantes tuvieron efecto. Levantó el nivel De Paul, que le puso una pelota en cortada a Sorloth, cuyo zurdazo dio en la parte exterior de la red. Atlético había generado la situación que no pudo en todo el primer tiempo. Había nuevas noticias, cambiaba el desarrollo. Atlético tenía otro ímpetu, mientras Musso le ganaba otro duelo a Raphinha en un contraataque. Ingresó Nahuel Molina para jugar más de volante-extremo que de lateral.
Simeone mandó a Musso a cabecear dos centros en tiempo de descuento. Nada le alcanzó al Atlético, que en unas pocas semanas pasó de protagonista a espectador de las definiciones de los títulos de la temporada.
SOCIEDAD
Los juegos que más me han marcado son los que no me trataron bien

No todos los juegos están hechos para gustarte. Aunque lo parezca, aunque lo esperes, aunque cada píxel esté optimizado para que pulses el siguiente botón sin dudar, no todos los juegos quieren hacerte sentir bien. Algunos no quieren gustarte. No quieren gustarte ni un poco. De hecho, parecen diseñados para incomodarte, desafiarte, fastidiarte. Para hacerte sentir torpe, tonto, culpable. Para empujarte fuera de ese espacio seguro que damos por sentado cuando agarramos un mando.
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Y sin embargo, esos juegos —los que parecen hechos para que no los aguantes— son los que más me han marcado. Los que se han quedado conmigo. No como una foto bonita, sino como una herida que no terminó de cerrar del todo. Son los juegos que me han dicho cosas que nadie se atrevía a decirme. Los que no vinieron a complacerme, sino a mirarme con cara seria y soltarme: «mira esto. ¿Te atreves a sentirlo?»
Puedes jugar veinte títulos que te gusten y no recordar ninguno. Y, sin embargo, uno que odiaste… puede quedarse contigo durante años
Hay una trampa en la palabra «gustar». Es una palabra cómoda, superficial, resbaladiza. Uno puede decir que le gusta un juego porque es bonito, o porque es divertido, o porque ha desbloqueado todo sin mucha fricción. Pero hay una diferencia profunda entre que algo te guste y que algo te cale. Puedes jugar veinte títulos que te gusten y no recordar ninguno. Y, sin embargo, uno que odiaste… puede quedarse contigo durante años.
No todos los jugadores quieren eso. Lo entiendo. Hay días en los que yo tampoco lo quiero. Pero cuando miro atrás, cuando pienso en los juegos que realmente me han transformado, que me han dado algo parecido a una epifanía o a una herida emocional, no son los que más me gustaron. Son los que no lo intentaron. Los que me empujaron. Los que me dejaron solo y confundido. Los que no me trataron bien, pero me trataron con verdad. Porque lo fácil se olvida. Y lo difícil, lo incómodo, lo que no encaja… eso se queda. Y a veces, lo que se queda te cambia.
Pathologic 2
Cuando un juego no te abraza, pero te marca
La primera vez que cerré Pathologic 2, lo hice con rabia. No porque fuera difícil —aunque lo es, y no poco—, ni porque no lo entendiera —aunque tampoco lo hacía, del todo—. Lo cerré porque me estaba afectando de verdad. Físicamente. Me dolía la cabeza. Sentía el cuerpo tenso. Tenía una especie de ansiedad que no venía del juego, sino de la sensación de que el juego me había inyectado la suya.
Había pasado dos horas intentando ayudar a unos personajes que no confiaban en mí, mientras mi propio avatar se moría de hambre, de fiebre, de desesperación. Era como vivir en una ciudad en ruinas donde cada paso era un sacrificio, y cada decisión, una puñalada al futuro. En un momento dado, me rendí. Me fui a la cocina, abrí la nevera y me preparé algo como si acabara de salir de un refugio antiaéreo. Literalmente. Respiraba raro. Me senté y pensé: «esto no es sano». Y, sin embargo, volví.
Pathologic 2
No por masoquismo. No por reto. Volví porque algo me había tocado. Porque el juego no me había enseñado nada todavía, pero me había hecho sentir algo que no me dejaba en paz: la angustia de no poder hacerlo todo bien. De tener que elegir a quién salvas y a quién condenas. De ser insuficiente. Pathologic 2 no es un juego que te da opciones morales. Es un juego que te pone una vida rota en las manos y te dice: «haz lo que puedas, pero no alcanza». Y esa es la lección.
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En la mayoría de juegos, la moral es una barra. Un contador. Una decisión con dos colores y consecuencias predecibles. Aquí no. Aquí no hay bien. Solo hay menos mal. Y eso te cambia. Te hace ver los sistemas éticos de otros juegos como una broma amable, como un parque de atracciones ético donde todo está calculado para que tú seas el héroe. Lo volví a jugar. Lo terminé. Y lo sigo recordando como uno de los pocos títulos que me han dicho algo esencial: que a veces no se trata de ganar. Se trata de entender qué perdiste. Y vivir con ello.
Cruelty Squad
Lo feo también tiene algo que decir
No es el único. Hay juegos que no se esconden tras una estética fea por accidente. Que la usan como arma. Como declaración. Cruelty Squad es probablemente el ejemplo más extremo que he jugado de esto. Es un vómito de neón y diseño industrial, un escupitajo gráfico que parece gritarte «sal de aquí» desde que lo arrancas. Todo en él es ofensivo: los colores, el sonido, la interfaz, los menús. La primera impresión es la de un juego mal hecho, inacabado, casi paródico. Pero no lo es. Todo eso está pensado. Está ahí para repelerte. Para probarte.
Y si te quedas, si aguantas el ruido, la violencia visual, la falta de sentido… entonces empiezas a ver. Empiezas a ver que ese horror estético no es gratuito. Es parte del mundo. Es el mundo. Es una crítica furiosa, asquerosa, visceral, a todo lo que asumimos como funcional, bonito, aceptable. Es capitalismo distorsionado hasta el vómito. Un sistema en el que los únicos que prosperan son los que mutan, los que se deforman, los que renuncian a cualquier forma de coherencia para encajar. No hay belleza en Cruelty Squad. Hay mutación. Y supervivencia.
Cruelty Squad
La fealdad, entonces, deja de ser un error. Se convierte en lenguaje. En mensaje. En identidad. El juego no quiere gustarte. Quiere decirte: «esto es lo que pasa cuando solo sobreviven los deformes». Y eso, cuando te cala, no lo olvidas. No por su arte. Por su mensaje. Porque a veces lo feo también tiene verdad. Porque hay veces en las que el envoltorio pulido es la verdadera mentira, y lo grotesco, lo incómodo, lo indeseable, es lo único sincero. Y esa es otra forma de belleza. Una que no se puede vender en un tráiler, pero que te cambia la forma de mirar los menús, las ciudades, las mecánicas de los juegos que antes dabas por hechas.
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Pero no todo va de estética. A veces la incomodidad viene de otro lado: de lo que haces. De lo que eliges. De lo que no puedes deshacer. Hay un tipo de culpa que los videojuegos convencionales no te enseñan. Porque siempre puedes cargar partida, reiniciar, repetir. Siempre hay red. Siempre hay una forma de corregir. Pero en la vida real no. En la vida, muchas veces, haces algo y ya está. Lo hiciste. Y ahora tienes que vivir con ello. Spec Ops: The Line es el juego que entendió eso. Y tuvo el valor de aplicarlo.
Spec Ops: The Line
Hay un momento en ese juego que no necesita ser detallado, porque si lo viviste, ya sabes a cuál me refiero. Un momento en el que haces algo horrible. Lo haces tú. No el personaje, no la cinemática. Tú, con el mando en la mano. Porque el juego te pone el control y no te avisa. Y tú, sin saber, decides. Y luego ves lo que hiciste. Y el juego no dice nada. No te sermonea. No te castiga. No te empuja a reflexionar. Solo te deja con la imagen. Y con el peso. Te deja en ese silencio espeso, incómodo, en el que la única voz que queda es la tuya. Y tú sabes. Sabes que no era necesario. Que podrías no haberlo hecho. Pero lo hiciste. Porque el juego te dejó. Y ahora tienes que pensar por qué.
Y tú sabes. Sabes que no era necesario. Que podrías no haberlo hecho. Pero lo hiciste. Porque el juego te dejó. Y ahora tienes que pensar por qué
Yo me quedé en silencio durante minutos. Sin moverme. Como si tuviera miedo de tocar el mando otra vez. No necesitaba más logros, ni más historia. Esa escena ya me había dicho todo lo que necesitaba saber: que un videojuego puede hacerte sentir culpa verdadera, si se atreve a no perdonarte. Si se atreve a no darte el camino de redención. Si confía en que tú eres lo bastante adulto como para cargar con lo que hiciste sin necesidad de una mecánica que lo compense. Y lo más fuerte es que no puedes hablar mucho de ese momento sin estropearlo. Porque lo esencial en Spec Ops: The Line no es lo que pasa. Es lo que sientes. Es el eco que deja.
Esa es la diferencia entre los juegos que te cuentan una historia y los que te involucran en una. En uno eres espectador. En otro, cómplice. Y cuando el juego te convierte en cómplice del horror, ya no puedes salir limpio. Ya no puedes pensar que es solo un juego. Y eso, cuando pasa, te cambia. Y te cambia de verdad. Ese tipo de momentos no abundan. La industria tiende a darte lo que quieres, o al menos lo que crees querer. Juegos como The Witcher 3, Elden Ring, Breath of the Wild… todos, a su manera, están construidos para gustarte. No para complacerte tontamente, pero sí para que te sientas cómodo dentro de ellos. Te retan, claro. Pero también te devuelven algo a cambio. Te hacen sentir bien. Y lo agradezco. Pero ¿y si un juego no te devuelve nada? ¿Y si solo te hace sentir perdido?
Kentucky Route Zero
Ahí es donde entra algo como Kentucky Route Zero. No hay combates. No hay progreso. Solo personas rotas, hablando en susurros sobre temas que no se solucionan. Deudas. Olvidos. Lugares que se borran. A veces parece que no está pasando nada. Pero lo que está ocurriendo no es lo que ves en pantalla. Es lo que ocurre dentro de ti mientras ves a esos personajes flotar por un mundo que se derrumba en silencio.
Hay una escena en la que simplemente estás en una obra de teatro. Sentado. Escuchando. No haces nada. No puedes. Y en esa nada, el juego te pide algo inusual: que te quedes. Que estés. Que escuches. Y lo haces. No porque te esté divirtiendo, sino porque sientes que si te vas, perderás algo importante. Algo que no sabes nombrar, pero que intuyes. Y eso es lo raro: que un juego sin acción, sin complejas mecánicas, sin siquiera dirección clara… consiga atraparte con pura humanidad. Con personajes que no son héroes ni villanos, sino gente. Gente que habla de cosas reales, que ha perdido cosas reales. Es un juego que te trata como adulto. No te da diversión. Te da una conversación. Y si te atreves a escucharla, algo en ti cambia.
The Beginner’s Guide
Recuerdo también The Beginner‘s Guide. Lo jugué sin saber qué era. Creí que sería otro walking simulator con una historia bonita sobre la creación artística. Pero lo que encontré fue un juicio. Uno a mí. El narrador me hablaba como si supiera lo que pensaba. Me conducía por niveles incompletos de otro autor, interpretándolos como si fueran suyos, y yo, como jugador, me lo creía. Me lo apropiaba. Y entonces entendí que no estaba explorando un juego. Estaba invadiendo a alguien.
Aunque nunca lo he vuelto a jugar, pienso mucho en él. En lo que me enseñó sin decírmelo
Ese día cerré el juego sintiéndome mal. No por el diseño. Por mí. Porque el juego me había hecho pensar que tenía derecho a entrar en cualquier mundo que alguien creara. Y ese derecho, a veces, no existe. Algunos mundos no quieren ser explorados. Algunos creadores no quieren ser comprendidos. Y tú, por jugar, por querer entender, estás cruzando una línea.
Es una sensación rara, incómoda, nueva. No te sientes inteligente. No te sientes especial. Te sientes intruso. Y eso es un tipo de dolor que no había sentido antes con un videojuego. Una incomodidad que no viene de perder, ni de fallar, sino de mirar demasiado de cerca. Y aunque nunca lo he vuelto a jugar, pienso mucho en él. En lo que me enseñó sin decírmelo. En cómo un juego sin objetivos puede, sin embargo, dejarte uno muy claro: preguntarte si deberías haber jugado.
The Last of Us Part II
Luego están los juegos que directamente te enfrentan a lo que no quieres ver. The Last of Us Part II lo hizo conmigo. Un juego que no solo te arrebata personajes, sino que te pone en la piel de su asesino. Y no lo hace para que lo odies, ni para que lo perdones. Lo hace para que lo entiendas. No por lo que hizo, sino por lo que perdió. Al principio te resistes. Piensas: «no quiero estar aquí». Pero el juego no te deja elegir. Te obliga a mirar. A vivir con ella. A sentir lo que siente. Y aunque una parte de ti se niegue, otra empieza a abrirse. No a justificarla. Sino a convivir con la contradicción.
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Es fácil querer a un personaje que te cae bien. Lo difícil es convivir con uno que odias. Y aún así, jugarlo. Acompañarlo. Sentir lo que siente. Y salir del otro lado sin respuestas, solo con una confusión que te obliga a repensarlo todo. Ese juego no te da cierre. No te da paz. Te da una verdad incómoda: que a veces el dolor no se resuelve. Que hay cosas que no se curan. Y que el perdón, si llega, no lo hace de forma épica. Llega roto, incompleto, dudoso. Eso no es entretenimiento. Eso es catarsis.
The Last of Us Part II
El juego que te mira cuando apagas la consola
He jugado muchos títulos que me han hecho sentir poderoso. Pocos me han hecho sentir humano. Vulnerable. Equivocado. Insuficiente. Y son esos los que recuerdo de verdad. Porque lo fácil se va. Pero lo difícil se queda. Hay juegos que no quieren gustarte. No están rotos. No son un error. Están hechos con otra intención. Una que no cabe en menús de accesibilidad ni en tutoriales suaves. Están ahí para incomodarte. Para empujarte. Para mostrarte una parte de ti que preferías no mirar. Y cuando eso pasa, ya no puedes jugar igual.
Una vez, después de cerrar Pathologic 2, me quedé frente al escritorio con las manos en las rodillas, respirando despacio. No abrí otro juego. No puse un vídeo. No escribí nada. Me fui a la cama. Y justo antes de dormirme, pensé: tal vez no se trata de gustar. Tal vez se trata de dejar algo dentro. Y si eso no es lo que hace que un juego valga la pena… entonces no sé qué lo hace.
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La noticia
Los juegos que más me han marcado son los que no me trataron bien
fue publicada originalmente en
3DJuegos
por
Alfonso Gómez
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A la punta del Obelisco en ascensor: así es el mirador panorámico para apreciar la Ciudad de Buenos Aires

Subir al Obelisco era, hasta hoy, un privilegio para unos pocos intrépidos. Arnés, casco, escalones estrechos y la ayuda de Defensa Civil eran parte del ritual para alcanzar la cima del monumento más emblemático de la Ciudad de Buenos Aires.
La novedad es que, previa construcción de una estructura metálica que no afectó en absoluto la edificación, se instaló un ascensor interno que cuenta con un lado vidriado y otro con una pantalla digital. Así es posible, en apenas un minuto, llegar a la punta del Obelisco. Literalmente.
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Las ventanas se despejaron de cámaras y antenas. Y una vez allí, ahora se puede ver -no sin cierto vértigo y asombro- el ancho trazado de la avenida 9 de Julio, el movimiento incansable del centro porteño y, un poco más lejos, la línea ondulante del Río de la Plata.
Este nuevo acceso al ícono porteño por excelencia abrirá la experiencia al público por primera vez, como pudo comprobarlo en exclusiva Telenoche, de eltrece. Si bien aún no se sabe con exactitud cómo será el sistema de visitas —por caso, si habrá turnos o guías—, el anuncio oficial llegará en las próximas semanas.
Al Obelisco se entrará desde la Plaza de la República y, luego de recorrer unos pocos peldaños, se alcanzará la puerta del ascensor. Hasta cuatro personas podrán ascender al nivel 55. Subirán entonces por una escalera caracol hasta el nivel 62, a casi 70 metros de altura, donde se encuentra el mirador panorámico más importante de Buenos Aires: cuenta con cuatro ventanas para disfrutar -desde todos los ángulos- de una ciudad única.
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Se estima que unas 120 personas podrán visitarlo por día. Y entre las obras que se realizaron también se reemplazó el pararrayos original, que había sido colocado en 1936 y ahora fue donado al Buenos Aires Museo (BAM) para su exhibición.
Y así el Obelisco, inaugurado en 1936 para celebrar la primera fundación de Buenos Aires y obra del arquitecto Alberto Prebisch (quien ya había previsto la colocación de un ascensor), testigo de goles y abrazos colectivos, reclamos y conciertos masivos, suma un nuevo capítulo a su biografía: dejar de ser solo una postal para convertirse en una experiencia en sí mismo.
Mirarlo desde abajo seguirá siendo imponente. Pero ahora, por primera vez, también podremos mirarlo desde adentro.
Obelisco, Ciudad de Buenos Aires
SOCIEDAD
Juli Ponce, jurista: “El 100% de las máquinas de IA son psicópatas, los humanos solo un 1%”

Juli Ponce Solé (Barcelona, 57 años) es catedrático de Derecho Administrativo de la Universitat de Barcelona. Acaba de publicar un manual sobre el uso adecuado y razonable de la inteligencia artificial (IA) en las administraciones públicas con un título larguísimo: El reglamento de inteligencia artificial de la Unión Europea de 2024, el derecho a una buena administración digital y su control judicial en España. Como en muchos otros oficios, los funcionarios van a aprovechar y sufrir la IA. Pero por su tipo de trabajo delicado, los requisitos para las máquinas son más exigentes. Ponce Solé cree que su “falta de empatía y otras emociones hace que no puedan tomar decisiones que afecten a humanos”.
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