SOCIEDAD
Dejó un prestigioso trabajo, vive de viaje y revela lo más importante: “Se lo debo a la educación pública argentina”
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Martín Machesich, o ‘Mache’, como le dicen sus afectos, llevaba una vida con la que alguna vez soñó y que, tal vez, otros envidiaban en silencio. Como ingeniero industrial, con un máster en administración de empresas, había trabajado para las multinacionales a las que muchos jóvenes profesionales aspiraban -Coca-Cola y Techint- y se hallaba en plena escalada en Procter & Gamble cuando, cierto día, se miró al espejo extrañado por la vida que se esfumaba y por sí mismo. Allí estaba él, trabajando de lunes a viernes, nueve horas diarias dentro de una oficina, con una hora de almuerzo, una hora de transporte, todo a cambio de unos catorce días de vacaciones, y veintiuno si se atrevía a alcanzar el hito de los cinco años en una sola empresa. ¿Acaso era ese el estilo de vida que quería sostener a lo largo de su existencia? De pronto, la respuesta emergió clara.
“Decidí renunciar a esos prestigiosos trabajos y replantearme mi estilo y filosofía de vida. Me llevo los mejores compañeros y aprendizajes de esa experiencia, aunque sentía que mi camino no iba hacia esa dirección, a ese mandato social”, asegura hoy al repasar su historia.
Por supuesto, como las cuentas no se pagan con abrazos, había que encontrar una nueva forma de generar. Tras renunciar, Martín se atrevió a emprender un negocio digital, un camino aún no tan explorado en Olavarría, su ciudad natal, allá por el 2016. Aprendió cuestiones de diseño, desarrollo y programación web por su cuenta. Su reinventarse fue empinado, precisó de mucha perseverancia y durante más de un año recorrió la ciudad y tocó puertas para atraer a posibles clientes, “espantados al principio”, dice, hasta que empezó a ver los primeros resultados.
En simultáneo, se involucró con su vocación por enseñar. Había sido ayudante de cátedra durante su carrera y, en ese tiempo de cambio, comenzó a trabajar como profesor universitario de Física, Álgebra y Ciencias de la Computación. Entre el emprendimiento y la universidad el dinero no llegaba a borbotones, pero el tiempo para viajar se transformó en un tesoro a disposición más flexible: “Aprovechaba las vacaciones de verano, las de invierno, y las licencias sin goce de sueldo”, cuenta Martín, quien también siguió estudiando para obtener su doctorado y dio clases de ajedrez y talleres de matemática para niños en colegios, y en escuela de adultos.
Y fue en uno de sus viajes por Japón y China en 2018, que Martín regresó a su tierra, Argentina, fascinado: “Ahí implementé todo un sistema digital y de QR, que allá era típico. Volví con esa idea y la apliqué en mi emprendimiento. Los viajes inspiran. En todo sentido”.
Otro buen día, con el emprendimiento más firme y el alma colmada por sus nuevas experiencias en las aulas argentinas, Martín se descubrió nómade. Sus viajes se hicieron cada vez más prolongados, tanto, que hoy, por ejemplo, hace un año y medio que no regresa al país, y sin embargo, a pesar del desapego, jamás sintió haber emigrado de su tierra: “Siento que estoy en un viaje largo, como la vida misma. Como dice la canción de Jorge Drexler `Yo no soy de aquí, pero tú tampoco, de ningún lado del todo, y de todos lados un poco…´”, cita.
Y lejos de las rutinas y los mandatos clásicos, Martín develó la incondicionalidad de sus seres queridos, felices por que él pudiera cumplir sus sueños. A su vez, comprendió que no existía mejor época que esta para transitar una vida como trotamundos, con la tecnología como aliada, con su mensajería instantánea, las llamadas sin costo y videollamadas: “Hasta la generación mayor se adaptó, y me puedo comunicar con mi abuela de 85 años, y que responda `Martincito, ¿por dónde andás?´ Es emocionante”.
“Del entorno, muchas veces llegan palabras de admiración, o búsqueda de consejos, para emprender ese camino viajero, o por algún destino vacacional. Un viajero siempre ayudará a otro viajero. Ese es el lema”, continúa. “Viajar y la vida de estilo nómade, tiene que ver con una cuestión personal de persecución de sueños, el anhelo de descubrir, de explorar, aprender de otras culturas, otras realidades, enriquecerse espiritualmente”.
“Por otro lado, argentino uno es para toda la vida. No importa cuán lejos estés, ni hace cuánto tiempo estás de viaje. Se lleva en la sangre, en las raíces, en el corazón. Por la fuerza de esa personalidad colectiva que nos caracteriza, la calidez, el humor, el acento, el salir adelante, la resiliencia. Además de que es un país hermoso”, agrega Martín, quien como nómade tuvo la fortuna de recorrer las veintitrés provincias argentinas. “Y las volvería a recorrer”.
Más allá de las fronteras argentinas, un mapa fascinante comenzó a desplegarse. En modo aventura, como mochilero y en algunas ocasiones como viajero liviano, Martín inició un periplo en el que hoy ya cuenta 48 países, donde se hospedó en hostels y conoció personas del mundo entero.
Aquel viaje del 2018 a China y Japón terminó siendo uno de los más largos. También recorrió Tailandia, Malasia, Singapur, y estuvo en el Mundial de Fútbol de Rusia 2018. Luego siguió a Cuba, México, Jamaica y Costa Rica: “Ese fue un viaje de seis meses solamente con una mochila, siguiendo el verano alrededor del mundo”.
Pero hubo otros hitos para Martín. Como ingeniero, sintió una emoción especial al conocer el centro neurálgico de tecnología mundial -Sillicon Valley-, las oficinas de Google, y también la reconocida Universidad de Stanford. A su vez, conoció las instalaciones de la NASA en el Kennedy Space Center en Cabo Cañaveral, cerca de Orlando (Florida).
Y como si fuera un héroe de novelas de aventuras, abrazó los cielos y las tierras cuando recorrió las pirámides de Egipto, voló en globo aerostático al amanecer sobre el Valle de los Reyes, presenció un atardecer en el desierto del Sahara, estuvo en las pirámides de México, en la Muralla China, el Muro de Berlín, el Partenón de Atenas, el Machu Picchu, en el mirador del edificio más alto del mundo – Burj Khalifa – en Dubái, en el Memorial de las Torres Gemelas en Nueva York, la Estatua de la Libertad, el Museo del Louvre, el Museo donde se inventó la Coca Cola (Atlanta), en la Ópera de Sídney, y vivió el Carnaval de Brasil tanto en Río de Janeiro como en Salvador de Bahía: “También jugué al fútbol con niños en Jamaica, Guatemala y Marruecos. Te ven diferente, grandote y cuando les decís que sos de Argentina, automáticamente se fascinan con Messi. En Jamaica les hablé de Argentina, de la bandera, y les expliqué que Manuel Belgrano la había creado. Les dejé el billete de 10 pesos de regalo, obviamente no por el valor sino por lo simbólico y lo que representa. Se fueron con una sonrisa”.
Y Martín también se sumergió en el mar, donde nadó con el tiburón ballena cerca de Islas Mujeres e hizo surf en seis países distintos; y conquistó las montañas cuando escaló la cima de dos volcanes, uno en Guatemala (Volcán del Fuego), y otro en Argentina (el Volcán Lanín): “Para subir, nos adentramos en la montaña con amigos de la infancia, desconectados de la electricidad y la señal telefónica por diez días, acampando en El Bolsón, Esquel, y la Patagonia”.
“También estuve en el Mundial de Qatar 2022 presenciando a Argentina campeona del mundo. Fui espontáneamente sin entrada ni alojamiento. Entrada conseguí afuera del estadio 10 minutos antes que comience el partido. De alojamiento me hicieron lugar unos amigos de mi ciudad natal, con colchones inflables, los mismos que me habían llevado las entradas desde Olavarría a Rusia en 2018, porque llegaron tarde al correo postal en mi ciudad natal y yo ya estaba de viaje. Eso es lo que uno se lleva. Esos gestos. El compartir”, continúa Martín, quien también, dentro del universo deportivo, tuvo la oportunidad de presenciar la final de Copa América 2024 en Miami y estuvo en los Juegos Olímpicos de París 2024, donde vio a Las Leonas ganar la medalla olímpica de bronce, las finales de atletismo de 100 metros llanos y el ceremonia de cierre en el Stade de France.
Hoy, el tiempo cronometrado quedó atrás. Lejos quedaron los días digitados, los almuerzos medidos y las vacaciones programadas. Aquella vida que puede ser proveedora de grandes satisfacciones y paz mental para unos, no es para todos, y así lo comprendió cierto día Martín, que recuerda con orgullo el valor que tuvo para volver a empezar de cero y dejar en otra dimensión una existencia que lo dejaba con una sensación de vacío.
Actualmente, trabaja para su emprendimiento unipersonal y como consultor, de manera online, adaptando los horarios a su medida lo máximo posible, desde cafeterías, espacios de coworking, un tren, en la sala de espera de un aeropuerto, arriba de un avión, en un hostel u hotel: “Donde sea. Hay muchas tareas que se pueden ir adelantando offline y otras que sí o sí necesito una buena conexión a internet, y muchas veces un entorno lo más silencioso posible para las videollamadas. Ahí está el desafío. Afortunadamente hoy en día hay muchos recursos y la conectividad sigue mejorando a nivel global. También, la tecnología de los auriculares con la cancelación de ruido externo ayuda, o los test de velocidad de internet online para ir eligiendo el mejor lugar para trabajar respecto a la señal”, explica.
“En Cuba, hace varios años, me topé con el desafío de internet. Trabajaba desde los bancos de las plazas públicas porque era el único lugar donde accedía a internet comprando tarjetas con raspadita a cambio de una hora de conectividad. Me alojaba en las casas de familia, autorizadas por el gobierno para tal fin, una realidad distinta a los hoteles y resorts de lujo. Sumado a eso, en el mismo viaje se me averió la notebook y por el bloqueo económico/comercial con Estados Unidos tuve que trabajar desde el celular, y esperar a volar a Costa Rica para arreglarla, por falta de repuestos”, revela. “Cada viaje es un aprendizaje cultural desde múltiples aspectos. Todos los destinos tienen su encanto. Muchas veces uno tiene una idea previa errónea de un destino por las películas, los medios, y cuando uno lo vive y está ahí se sorprende”.
“Sin embargo, esté donde esté, nunca olvido mis raíces. Todo lo que he logrado en mi vida se lo debo, además de a mi familia, en gran parte al sistema de educación pública de Argentina, por ejemplo a la Escuela pública N°51 del barrio donde me crie, a la Universidad Nacional del Centro (UNICEN), quienes también me otorgaron la beca para hacer el MBA (Master of Business Administration) en la misma Universidad. Y especialmente a mis padres, ellos siempre me inculcaron el valor de esforzarse, la cultura del trabajo, de estudiar. Gracias a ellos aprendí el idioma inglés que tantas puertas laborales y en los viajes te abre. A los 7 años yo practicaba tres deportes: tenis, básquet y fútbol. Me sentaron, me mostraron las ofertas laborales en la sección Clasificados de un diario argentino impreso, que exigían dominio de inglés a los candidatos, y resigné un deporte para comenzar clases de inglés”, cuenta.
“Y en este camino suelo viajar liviano, muchas veces solamente con mochila o máximo con una valija pequeña (carry on) que viene siempre conmigo arriba del avión. Mi vida en 10 kg. Como dice también Jorge Drexler `Somos una especie en viaje, no tenemos pertenencias, sino equipaje´. Y así, liviano, vas aprendiendo a estar abierto a nuevas experiencias, a fluir, a no tener todo planificado y disfrutar el momento. Que cuando uno viaja, hay muchas variables que no dependen de uno. Viajando se aprende a autodescubrirse, a encontrar pasiones, a resolver situaciones inesperadas, a mantener la calma, y especialmente a valorar el presente”.
“A respetar a las demás culturas, religiones, idiomas, las costumbres locales. Aprendés que todos somos diferentes, aunque en el fondo todos buscamos lo mismo: amor, amistad, respeto, disfrutar la vida, divertirse, y el sentido de pertenencia. Eso no cambia. No importa en qué parte del planeta estés, la sonrisa es el idioma universal. Por ejemplo, en China, Rusia, Kazajistán, Túnez, saber inglés no implica una gran ventaja, ahí la sonrisa, la mirada y las señas es el idioma para hacerse entender”.
“Por otro lado, a través de los viajes descubrí en el surf a un deporte que representa mucho simbólicamente la vida misma. La tabla, la grandeza del mar, y vos. Con tanta inmensidad y abismo por delante. Ilusionarse con una ola, y que se diluya en el camino, esperanzarse con otra, y que te arrolle por encima. Volver a subirse a la tabla, a remar, a pensar en la siguiente, a buscar otra oportunidad, con paciencia, a esperar la ola indicada. Y finalmente, la sensación de libertad de pararse en la tabla, de lograr el equilibrio, el balance. Ir fluyendo, deslizándose en el agua, despegando, como volando bajito…”
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Destinos Inesperados es una sección que invita a explorar diversos rincones del planeta para ampliar nuestra mirada sobre las culturas en el mundo. Propone ahondar en los motivos, sentimientos y las emociones de aquellos que deciden elegir un nuevo camino. Si querés compartir tu experiencia viviendo en tierras lejanas podés escribir a destinos.inesperados2019@gmail.com . Este correo NO brinda información turística, laboral, ni consular; lo recibe la autora de la nota, no los protagonistas. Los testimonios narrados para esta sección son crónicas de vida que reflejan percepciones personales.
SOCIEDAD
La necesidad voraz y ansiosa de acumular libros que probablemente no se lleguen a leer en el transcurso de una vida
Daniel Barenboim solía recordar el asombro que le causaba, cuando era niño, entrar en una casa (de algún vecino, de algún compañero de escuela o amigo del barrio) y constatar que allí no había piano. Consagrado al teclado desde pequeño, habituado a que la música fuera el alma y el centro de cualquier reunión familiar o celebración hogareña, la presencia de un piano le parecía algo corriente, lo que le llamaba la atención era su ausencia.
Una extrañeza parecida, mezcla de desasosiego y perplejidad, invade al lector ferviente cada vez que entra en una casa donde no hay biblioteca. El ojo busca ansioso, casi por instinto, no ya la sala elegante o la boiserie suntuosa, pero sí los viejos estantes estoicos y chuecos por el peso, las pilas desgreñadas que obturan rincones y estrechan pasillos, la señal tranquilizadora, en definitiva, que rápidamente establece un territorio común, la lengua franca que allana un umbral de entendimiento, más allá de cualquier diferencia. Dos que leen. No importa qué (tomar examen sobre gustos y preferencias en esta materia es de inquisidores, no de lectores gozosos). Sin embargo, como los pianos de la infancia de Barenboim, los libros en las casas van camino de ser una rareza.
Sobre la cofradía de los que resisten, atrincherados en una pasión que fácilmente se tuerce en manía, el ensayista Antonio Castronuovo ha escrito su Diccionario del bibliómano. Nótese que evita la palabra bibliófilo, y eso marca un rumbo, porque se trata de una reflexión (llena de humor y autoironía que el iniciado, cómplice, hará propia) sobre ese punto sin retorno en que la predilección se vuelve adicción y el placer, “vicio”.
Todo empieza con la gula, nos dice el autor (más tarde se referirá a la “bibliofagia”). Llega el primer libro “después entran diez, treinta, y luego de los cien ya no nos detenemos más. Voraces y ansiosos, se cumple lo irreparable: se acumulan muchos, demasiados al fin. Y no es posible hacerlo de otro modo”. La casa entonces, el hábitat del pobre bicho lector, ya consumido por la carcoma del libro, empieza a organizarse en torno a los volúmenes. Se discute con la pareja (si ha tocado la mala suerte de que sea una persona sensata de esas que no comprenden el dulce mal del bibliómano), se desalojan otros objetos, se ocupan paredes, se planean incluso mudanzas al ritmo frenético de la avalancha de papel. Porque no hay que perderse una sola página, recomienda Castronuovo; incluso “hay que comprar los libros que a la noche no necesariamente se tiene ganas de leer, sino solo de hojear”. Y, glosando al crítico Giuseppe Pontiggia, nos alienta a dejarnos ir, locos de contento, y a ceder a la compulsión: “Es algo trivial hacerse los moderados con los libros […] Nunca dudar en la compra […] Y sobre todo, cuando el precio es alto, vale pensar en el término mágico ‘inversión’, ‘excusa de todos los negocios irreales’”.
«La biblioteca privada es, en efecto, un instrumento de investigación, por lo cual los libros acumulados valen más que aquellos leídos»
En ese frenesí, Castronuovo defiende un concepto difícil de captar para el foráneo: la antibiblioteca, el vasto cúmulo de libros que abarrota repisas y que probablemente no lleguemos a leer en el transcurso de una vida: “quien posee millares de libros ha leído a lo sumo un décimo, incluso si los ha hojeado distraídamente a todos. La biblioteca privada es, en efecto, un instrumento de investigación, por lo cual los libros acumulados valen más que aquellos leídos: es fácil convenir sobre el hecho de que una biblioteca sirve si contiene la masa de aquello que no sabemos, que es bien mayor de aquello que en cambio sabemos. Y dado que con el paso de los años aumentan los conocimientos, crece también el número de libros para leer, que se acumulan cada vez más sobre los estantes. […] Se deduce que la recurrente pregunta: ‘¿los leyó todos?’ no solo carece de fundamento, sino que además es tonta en su esencia.”
Hay, con todo, un efecto secundario benéfico de esta pasión insana. Es sabido que cuanto más cultive uno sus entusiasmos, menos condicionado por ciertos límites de la biología se verá. La cultura emancipa de algunas fatalidades de la naturaleza. La pasión por el conocimiento, por el deporte, por las ideas o por el arte rompe, por ejemplo, las barreras de la edad, de la geografía. Un tablero de ajedrez, una disciplina científica, la obra de un compositor, el talento de un creador, acercan lo que el azar del tiempo y el espacio ha puesto distante. Sin esas aficiones quedamos atados al terruño exiguo de un momento y un lugar, al capricho del corte generacional y lo que las modas (por lo general lamentables cuando se las mira en perspectiva) hayan hecho con eso -y si sólo somos eso- con nosotros. En el cultivo de esas aficiones que nos salvan de la más plana existencia, por dispares que sean o alejadas de la literatura que estén, siempre, en algún recodo del camino, nos esperará un libro.
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