Fue tan modesto como su propio nombre, pero dejó una siembra que transformó en lectores consecuentes a varias generaciones de argentinos, quienes gracias a su imaginación creativa y a su olfato popular como editor supieron ser parte de un abanico de consumidores de literatura de todos los géneros posibles en la antigua plataforma del “libro papel”. Supo aprovechar aquel tiempo, que en un momento pareció eterno, en el cual la vida no pasaba por las pantallas y en cambio quedaba fijada para siempre en las retinas y podía ser recreada en la memoria, como de hecho lo era.
Se llamaba Modesto Ederra, vivió hasta los 102 años, y el 23 de diciembre se está cumplen dos décadas de su muerte, que pasó casi sin registro en el universo mediático de las infancias, adolescencias y juventudes de hoy. a cuyos padres, tíos y abuelos, este hombre casi anónimo, sin embargo, supo seducir con inolvidables historias de aventureros, héroes mitológicos, adolescentes enamoradas, familias inspiradoras, piratas indómitos o exploradores de un futuro inimaginable por entonces, como llegar a la Luna o explorar las profundidades marinas en naves intrépidas con monstruos calamitosos al acecho.
Su nombre será necesario repetirlo una y otra vez para desafiar al “¿quién?” impertinente de la mayoría que escuche mencionarlo. Modesto Ederra había nacido en Bahía Blanca cuando el siglo XX era un recién llegado y el mundo era otro: ni siquiera conocía el rugir de los cañones de dos de las guerras más crueles que ensangrentaron a la Humanidad. Hijo de inmigrantes vascos, Modesto viajó a Buenos Aires con la idea de alistarse en la Marina para tener un ingreso fijo, pero no pudo hacerlo y, en cambio, miró el mapa para encontrar una tierra de oportunidades. La meca del poder naciente le indicó que su búsqueda tenía como destino Nueva York, aquellas comarcas frías y riesgosas, ideales para inmigrantes con ambición, donde estaría cuatro años, entre 1923 y 1926: llegó cuando el boxeador Luis Angel Firpo brillaba y daba ese martillazo que casi lo vuelve campeón ante el inmenso Jack Dempsey, y volvió cuando “El Toro Salvaje de las Pampas” ya no buscaba la gloria sino sumar dólares en su cuenta bancaria. El temperamento indómito de ambos los asemejaría, aunque no se conocieran. Firpo anduvo por cuanto ring le significara dinero fresco y abundante y Ederra estudiaría economía en la New York University y en el City College de la misma ciudad.
En 1928, de regreso en Buenos Aires, Ederra conseguiría empleo en Acme Agency, una pequeña empresa fundada al comenzar los años 20 por el estadounidense Charles Harris, encargado de la distribución local de revistas anglosajonas y publicaciones técnicas, especializadas en menesteres varios, a modo de lo que hoy serían los tutoriales de Internet. Apenas nichos de mercado entonces con escasas posibilidades de proyección: era una editorial que languidecía desde su fundación en un rincón perdido del sur porteño, en Barracas, donde la vida transcurría morosamente y el emprendimiento no prosperaba como el inversor había pensado. Un buen día, cansando de esperar un despegue que nunca llegaba, y con sospechas de que Argentina no tendría un buen clima de negocios en los venideros años 40, Harris decidió irse del país y liquidar su sueño breve al mejor postor. Y Modesto pasaría a ser el dueño.
A finales de los años 30. las carencias, barreras comerciales y consecuencias de todo tipo que vendrían con la guerra, trabarían la vida comercial en Europa y Estados Unidos. Y sus coletazos llegarían al país. Acme ya tenía otras colecciones que fueron apuntalando el camino y dándole un lugar en el mercado editorial, facilitado por Amadeo Bois quien había editado títulos como David Copperfield y Robin Hood, entre otros. Al terminar un contrato, heredado de la administración Harris, Bois pasó a ser parte de Acme Agency. Nacía una sociedad próspera entre un editor que quería probarse y un distribuidor que conocía el oficio.
Estudiosos como Carlos Abraham, profesor y licenciado en Letras por la Universidad Nacional de La Plata, y el periodista y escritor José Montero, siguieron en detalle el fenómeno que desembocaría en la creación de la colección más amada, leída y vendida del mercado argentino y latinoamericano. Los famosos libros de tapas amarillas, con ilustraciones de portada que le dieron ese estilo inconfundible de Pablo Pereyra, “El Indio”, formado en la Academia Nacional de Bellas Artes. También pasaron por la editorial escritores como Juan Carlos Onetti, quien sería uno de los tantos traductores. María Granata y Héctor Germán Oesterheld, entre otros.
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Entre 1943 y 1986, llegaron a editarse unos 240 libros, de autores notables y exitosos, aunque las reimpresiones continuaron hasta 1992. Clarín incorporó una parte de la obra a los históricos coleccionables cuando éstos atravesaban su época de oro. Lo hizo en dos formatos. Quince libros reproducidos tal y cómo fueron editados en las versiones originales, todos clásicos. Cuentos de Navidad (Charles Dickens), Robin Hood (leyenda inglesa), Mujercitas (Louise May Alcott), Los Tigres de la Malasia (Emilio Salgari), Corazón (Edmundo De Amicis), Robinson Crusoe (Daniel Defoe), Juvenilia (Miguel Cané), El llamado de la Selva (Jack London). Aventuras de Tom Sawyer (Mark Twain), El Mago de Oz (Frank Baum), Azabache (Anna Sewell), El Mundo Perdido (Arthur Conan Doyle), Sandokan (Emilio Salgari), Cinco semanas en Globo (Julio Verne), El Corsario Negro (Emilio Salgari). Luego sobrevino una segunda tirada, en formato más amigable, con los dibujos originales ya a a modo de pequeña viñeta con el clásico fondo de las tapas amarillos, sello inconfundible.
Según Abraham, se puede resumir la colección en tres etapas. La primera, de 1943 a 1953, período de asentamiento y de la integración de sus grandes temáticas. La segunda, entre 1953 y 1966, el ciclo de esplendor. La tercera, de 1967 en adelante, marcó el comienzo del declive, ante cambios tecnológicos y cierto estancamiento en la oferta. La inclusión de nuevas obras se volvió cada vez más esporádica. El libro que abrió aquel colectivo fue Mujercitas y la despedida la daría Peter Pan, quizá no casualmente la metáfora sobre la resistencia a la inevitable clausura de la infancia en el reino del “Nunca Jamás”.
“Robin Hood” fue abierta a todo tipo de consumidores: estamos hablando de una de las colecciones de literatura para chicos y jóvenes más importantes del siglo XX en habla hispana, que durante medio siglo nos permitió el placer de leer y de aprender a amar los libros. Aquellos libros con los que viajábamos por el mundo sin movernos de casa o de la escuela. Peleábamos como piratas bravíos contra autócratas injustos, nos perdíamos en las profundidades de la selva o en el fondo del mar, nos enamorábamos por primera vez. Atravesábamos el tiempo, nos sumábamos a la rebelión moral por las injusticias de la niñez desvalida y huérfana en la Inglaterra victoriana, nos adentrábamos en un futuro que entonces no existía o volvíamos al mundo de las cavernas y los dinosaurios. Todo estaba en esas páginas.
Basta la mención de un puñado de autores y títulos, y viceversa, que no podrán resumir la verdadera magnitud de aquella biblioteca, cuyos contenidos se transformarían en regalos de Navidad o de Reyes cuando el tiempo de los juguetes empezaba a desfilar por otras manos y llegaba la hora de experimentar otros placeres. Emilio Salgari y su clásica saga de Los Piratas de la Malasia, bajo el sable del legendario Sandokán; Julio Verne nos haría cruzar fronteras por aire, mar y tierra y nos abriría las puertas del futuro con su celebrado Viaje a la Luna y nos sumergiría en el mar con sus 20 mil Leguas de Viaje Submarino, con el capitán Nemo y el legendario submarino Nautilus. Y la imaginación ardía: La Vuelta al Mundo en 80 días, Viaje al Centro de la Tierra. Edmundo De Amicis nos enternecía el alma con Corazón, la conmovedora historia de Marco, el adolescente italiano que vendría a Buenos Aires en busca de su madre, que trabajaba de doméstica de este lado del mundo. Ni qué decir de Louise May Alcott, quien retrataba épocas y costumbres, con un estilo cautivante y un mensaje muy profundo, transgresor para la época, militante de la lucha contra la esclavitud o el voto femenino, con sus inmortal clásico Mujercitas (¿cómo olvidar a Meg, Jo, Beth y Amy?), y la saga pertinente, Aquellas Mujercitas, Hombrecitos, Aquellos Hombrecitos, Los 8 primos. Tantos y tantos: Robinson Crusoe, Colmillo Blanco, El llamado de la Selva, La Isla del Tesoro, Los Caballeros del Rey Arturo, Las Aventuras de Tom Sawyer y su candoroso amor por Vecky, del genial Mark Twain. Las historias de Charles Dickens, en los bajo fondos de una Londres en tinieblas, con Oliver Twist y su pandilla traviesa. O la alegoría de El Cuento de Navidad.
Ese universo de tapas amarillas sobrevive en las “librerías de viejo”, en mesas de oferta en la calle Corrientes, en los anaqueles de queribles bibliotecas particulares, como un homenaje a esa colección que iluminó a tres o cuatro generaciones de argentinos que no tuvieron dificultad en la comprensión de textos. Quizá fueron los únicos libros que se leían con los ojos, como cualquier otro y con todos los sentidos, como aquella inolvidable colección de tapas amarillas.
«Me hubiese gustado que se escribiera más de lo que se logró a través de la Fundación Par, y menos de mi vida», dice Jacqueline de las Carreras a propósito del libro «Discapacidad en primera persona», recién publicado. Pero ocurre que la historia de Jackie -así le dicen- merece ser contada.
Familia de alcurnia, poliomielitis a los 14 años, tratamientos y una silla de ruedas eterna. Pero nada le impidió estudiar, trabajar, tener amantes, casarse, ser madre, dirigir una fundación. Como adelanta el subtítulo del libro, «Jacqueline de las Carreras: una mujer audaz que transformó su época».
«¿Si me arrepiento de algo?», se pregunta ahora, a los 87 años. «Yo creo que siempre se puede hacer algo más, pero bueno, fue así». Lo que hizo fue un montón. La Fundación Par, que ella resalta y busca poner en primer lugar, brindó talleres, capacitaciones y oportunidades durante 32 años para que miles de personas con distintas discapacidades pudieran conseguir empleos o avanzar en sus carreras.
«Fue un trabajo en equipo, lo que hicimos logró impactar en la sociedad y logró un cambio importante de actitud frente a las personas con discapacidad. Además, influimos en las políticas públicas, y ese fue un gran logro», dice Jacqueline a Clarín.
«Todas las vidas merecen ser contadas, pero hay algunas cuyo impacto potencial en otros puede marcar una gran diferencia. Esta es una de ellas. Es una historia inspiradora, de superación, de resiliencia, que invita a vibrar, a emocionarse, a involucrarse cada uno desde su lugar para ayudar a los demás; a sentir que la vida vale la pena ser vivida, a derribar estereotipos», se lee en el prólogo de Luciana Mantero, autora del libro.
El diagnóstico: un antes y un después
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Jacqueline Caminos nació el 14 de febrero de 1937 en Punta Arenas. Su familia -poderosa en lo financiero y en lo político- era dueña de gran parte de la Patagonia chilena y argentina. Su infancia se repartió entre Barrio Norte, Belgrano y el Sur, «entre algodones e institutrices», como dice el libro. Jackie jugaba al tenis, hacía ballet, tocaba el piano, nadaba, patinaba, practicaba equitación, esgrima y golf. Se educaba junto a sus hermanas, en su casa, en inglés.
Fue un sábado templado de abril de 1951 que se empezó a sentir mal. Se despertó con dolor de cabeza y fiebre. Igual se cambió y fue a jugar un partido de tenis, pero estaba tan floja que la raqueta se le caía. Llamaron al pediatra de la familia, que era Juan Pedro Garrahan, y quien les dio el diagnóstico: poliomielitis.
«Para la época en la que Jacqueline se enfermó había un brote masivo mundial, que fue llegando lentamente a Latinoamérica. La polio paralizaba a casi mil niños cada día en ciento veinticinco países alrededor del mundo«, informa Mantero en el libro.
«No podía mover casi nada de la cintura para abajo. Estaba acostada vestidita, en una camilla todo el día, como en una nebulosa de no entender qué estaba pasando. Me llevaban y me traían», recuerda Jackie sobre aquellos primeros días de enfermedad.
Al año siguiente su familia la llevó a Estados Unidos, para atenderse en el mejor centro de entonces, el Instituto de Medicina Física y Rehabilitación, de la Universidad de Nueva York. «Me transformó, porque acá en Argentina, socialmente, el Gobierno, los medios, la gente en general eran un drama con el tema. Lo ocultaban, decían cosas como ‘la lisiadita’. En Estados Unidos eras un ser humano, un ciudadano más«, dice Jackie.
De vuelta en Buenos Aires, intentó hacer la vida de cualquier adolescente, salir, divertirse, ir a bailar. La llevaban sus amigos, la levantaban en andas, la subían y la bajaban del auto. Al terminar el secundario se embarcó en un crucero con sus primos hacia Nueva York. A bordo conoció el primer amor, el médico Bob Sullivan. Luego tendría otro novio en Buenos Aires, Diego Muniz Barreto Bunge, con quien salió dos años. Pero sería con Georgie de las Carreras con quien se casaría y tendría dos hijos, Jorge Y Fernando.
El activismo por la discapacidad
A Jacqueline siempre le interesó la discapacidad en su dimensión social, y lentamente se volvió una activista del tema. A comienzos de los 70 formó parte de la Comisión Directiva de la Fundación VITRA (Vivienda, Trabajo y Capacitación para las Personas con Discapacidad). En el 76 le dieron el Premio ALPI, que se daba a las personas con discapacidad que habían logrado superarse y que podían inspirar a otros.
Formó parte de CADIS (Corporación Argentina del Discapacitado), una organización pionera de personas con distintas discapacidades, bajo el lema “Nada sobre nosotros sin nosotros”. Tenían un programa en Radio Nacional: «Derribando barreras». Empezó a viajar a Congresos Internacionales y representó a la Argentina en la primera reunión de la organización DPI, en Singapur. Fue la única mujer que pronunció un discurso en la Asamblea de apertura. Viajó por el mundo para promover cambios. Eran muchas horas de aviones, en las que no tomaba ni agua porque no podía ir al baño.
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Con el gobierno de Raúl Alfonsín tuvo un rol clave para que se abriera la primera oficina del Estado dedicada al tema. Y en 1992 creó Fundación Par, una organización no gubernamental que durante 32 años se dedicó capacitar a personas con discapacidad y a convencer a las empresas de que les dieran una oportunidad; a difundir derechos, investigar y promover políticas públicas sobre el tema, a trabajar con escuelas comunes para que incluyeran a niños con discapacidad, a instalar la idea de que la inclusión enriquece a la sociedad.
«Mi problema no es andar en silla de ruedas, sino observar a cada paso el desconcierto que despierta la persona discapacitada en la sociedad. Es un miedo primitivo, irracional, casi visceral, que obviamente se relaciona con la ignorancia y con temores propios que cada cual reprime. Contra eso hay que luchar sin descanso», escribió hace muchos años.
“A través de su historia, Jackie muestra de qué modo la autodeterminación y la resiliencia de una persona pueden transformar las situaciones más adversas de la vida, y capitalizarlas para convertirlas en grandes aprendizajes”, dice en el libro Constanza Orbaiz, psicopedagoga con parálisis cerebral, dedicada a la educación inclusiva.
«¿Si me queda algo por hacer? Yo creo que ya a mi edad me tengo que dedicar más a mi familia, a mis nietas -asegura-. Y si surge algo siempre voy a dar una mano, porque esa es mi forma de ser, siempre darle una mano a alguien o a algo que lo requiere, eso sí».