En octubre del 98, justo antes del colapso de la fiesta menemista, mi jefe de la multinacional donde trabajaba de visitador médico se metió en mi auto (tras una farsa de reunión de trabajo en un bar), y me llevó engañado a la oficina, donde me esperaba el gran jefe de la empresa, con su secretaria y un escribano, sentados muy serios alrededor de una mesa.
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La escena se parecía mucho a las que vemos en las películas cuando alguien abre los ojos tras una golpiza y descubre que está atado a una silla, rodeado de caras feas, con una luz enfrente. El objetivo: despedirme de inmediato, sin que tuviera oportunidad de refugiarme en mi casa y, alegando depresión, me quedara allí seis meses cobrando mi sueldo sin trabajar (lo que, la verdad, no se me había ocurrido). Demás está decir que cumplieron su objetivo. En cinco minutitos estaba en la vereda.
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Me pagaron, eso sí, una indemnización que, aún achicharrada por las leyes laborales prolijamente reformadas entre la pizza y el champán, era una cifra que nunca había visto en mi vida, cuya única razón de ser era la de disuadirme de iniciar un juicio laboral. Ese objetivo también lo cumplieron.
Esos cinco minutos lo cambiaron todo: dos meses después estaba en un vuelo a México D.F.: tenía en mi bolsillo pasajes de avión y de tren para recorrer, durante un año, México, Estados Unidos, Europa, China, India, Nepal y Tailandia. El viento luego me llevó también a Guatemala, Laos, Canadá, Hong Kong y hasta a pasar una noche en Japón.
Dicen que la persona que se va, nunca es la que vuelve. No creo que sea una regla absoluta: conocí a demasiada gente que al encontrarse con otras culturas no hace más que sacar un dedito burlón o taparse la nariz. Pero en mi caso creo que sí, la persona que se fue era muy distinta de la que volvió.
Mi relación con la muerte, por caso, nunca volvió a ser la que era. Unos diez años antes del viaje, cuando abandoné por completo el catolicismo impuesto culturalmente por una familia bastante chupacirios, la muerte se volvió algo muy insoportable, un sinsentido con el que me peleaba interminablemente.
Pero esa forma de procesar la muerte, o mejor dicho esa forma de no procesarla, se cayó a pedazos una tarde en la que me encontraba en una playa paradisíaca en el gigantesco lago Izábal, en Guatemala, tocando la marimba y compartiendo unas cervezas con un grupo de indígenas que acababan de llegar al lugar donde me alojaba. Eran todos parte de una familia. Aunque no entendía lo que decían (entre ellos hablaban q’eqchi’), se respiraba un ambiente extraño. Me explicaron que estaban reuniéndose ahí porque una hora antes habían enterrado a uno de los hijos de la patrona, que había muerto en un accidente.
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Era su segundo hijo muerto. La madre se había enterado en medio de la noche, cuando otro de sus hijos le trajo el cuerpo. Lo que veía no parecía un rito ni una ceremonia sino una suerte de parranda melancólica, una manera de atravesar el dolor juntos porque así era más fácil, así era mejor. Pasaron toda la tarde ahí en la playa tomando cerveza en sus shorts o sus bikinis, bajo las sombras de las palmeras, divirtiéndose pero también llorando, jugando al metegol y tocando la marimba hasta el anochecer.
Ese manso fatalismo casi festivo con que aceptaban la muerte me marcó para siempre. Para atravesar el dolor más profundo no tomaban cafecitos vestidos de negro. No: se juntaban en familia en una playa hermosa a tocar la marimba y jugar al metegol, llenándose las barrigas de cerveza hasta caerse de borrachos.
Hay gente a la que la vida la toma de punto. Se ensaña con ella y no la suelta hasta que la destruye por completo. A pesar de la raigambre generalizada de la filosofía meritocrática de estos días, cuando la vida decide usarte de juguete como los gatos usan a un ratón, tus chances de acariciar el éxito no son demasiadas.
Tenía un amigo con quien la vida se comportó así; fue cruel, implacable con él. Lo conocí a los seis años, en la escuela privada de clase media conurbana a la que nuestros padres nos mandaron al tiempo que comenzaba la dictadura. Su inteligencia, indiscutiblemente superior a la de todos nosotros (brillaba en todas las materias sin hacer un mínimo esfuerzo), lo hacía una persona muy peculiar.
Le fascinaban los gatos, la cerveza, y lo bélico. Sabía todo sobre armas. Su pieza era un laberinto de estantes metálicos armados por él, repletos de libros de historia de todas las guerras del mundo, enciclopedias y fascículos de revistas que compraba de segunda con el poco dinero que tenía. Entre todo ese paisaje amarillento de fascículos coleccionables pululaban, dormían y jugaban sus dieciocho gatos, que juntaba de la calle y cuidaba con dedicación. Cuando nos fuimos de mochileros al sur, apareció vestido con ropa de combate, incluyendo el casco militar.
Tenía una memoria inconmensurable e instantánea: todo lo que había leído alguna vez lo sabía al detalle. Una tarde, riéndonos sobre su capacidad de saber cosas insólitas, le dije, “A ver, decime la fórmula del jabón”. Y me la dijo sin dudar.
Teníamos catorce años cuando, fascinado con el juego del TEG pero a la vez no pudiendo con su genio e insatisfecho con la sobresimplificación del mapa, decidió inventar un TEG propio, con componentes más realistas. Dibujó un tablero gigante con un mapamundi real, con todos los países existentes, y creó él mismo en papel unas fichas triangulares cuya base servía de apoyo y en los laterales tenían dibujos de distintos tipos: aviones de combate y de transporte, barcos de combate, portaaviones, submarinos, etcétera.
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Complejizó las reglas a tal punto que el juego resultó, literalmente, interminable (jugábamos muchas horas por día, varias veces por semana, continuando siempre la misma partida, que nunca llegamos a terminar). A pesar de nuestra insistencia pueril de que debía patentarlo, él nunca lo hizo porque seguía volviéndolo cada vez más complejo: planeaba sumar al juego la dimensión de la guerra espacial.
De tener un buen pasar, un día su familia perdió todo y terminó durmiendo en los vagones abandonados del tren Sarmiento; vendía quesos en la boca del túnel de la estación Castelar, sentado en el suelo con su mercancía y una balanza de mano. Tuvo mil empleos. Donde trabajó, brilló.
Nuestra amistad tuvo un recorrido serpenteante, como suelen tener las amistades de muchos años. En séptimo grado, cuando los varones nos dividíamos entre los que ya eran adolescentes y los que seguíamos siendo niños, pasábamos horas juntos. Más tarde mi casa se volvió su refugio nocturno después de las fiestas de quince o los bailes en el club.
La adultez nos fue despojando de las experiencias comunes. Fue muy de a poco, imperceptiblemente. Con los años, lo único que nos quedaron fueron las esporádicas noches de ajedrez, con cerveza y picadas de bajo presupuesto. Al volver de aquel viaje me fui a vivir a Ushuaia y él fue a visitarme. La caminata que hicimos al pie de un glaciar, me dijo, fue la experiencia más hermosa que había vivido. Tal vez fue la última experiencia de vida que compartimos plenamente. Pocos años después me fui a vivir a Canadá y el contacto fue aún menos frecuente. Sólo manteníamos el ajedrez por internet.
Los años de empeoramiento del país y el clima de odio circulante no le fueron ajenos. Abrazó obsesivamente el resentimiento contra todo; se volvió monotemático; repetía frases y argumentos absurdamente parecidos a los que machacaban los personajes más rancios de la TV. Así, dejamos de hablarnos por muchos años.
Lo volví a llamar cuando me enteré de que estaba enfermo. Supe que tenía un diagnóstico que no era definitivo, pero que podía ser muy malo. Tratando de conseguir una tomografía, rebotaba de hospital en hospital como una bolita de flipper sin lograr que le confirmaran qué tipo de cáncer lo estaba matando: una cuota impaga de la época de la pandemia impedía que lo atendieran en las clínicas y también en los hospitales públicos.
Lo contacté por WhatsApp. Chateamos sobre libros y ajedrez. Le recomendé a George Saunders; él estaba leyendo sobre la guerra de Malvinas y sobre historia argentina reciente. Me recomendó un clásico de la ciencia ficción: “El juego de entender”, de Orson Scott Card, y libros de Stephen King. Traté de reflotar un contacto más fluido con la excusa del ajedrez:
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-Cuando te mejores podemos jugar online. Ojo que vengo picante eh.
-Como estoy, no soy un challenge ni para un chico de 5 años, pero si esto no me lleva al “otro barrio”, podemos retomar chamigo.
Sentí un gran alivio. A pesar de no habernos hablado durante años, el cariño seguía intacto.
Su gran amor era su novia de más de veinte años, la Vivi. Su segundo gran amor, sin duda, la cerveza. La imagen que me queda de él es sonriendo con sus dientes blancos y los ojos brillantes por el alcohol; esos enormes ojos verdes que impactaban tanto a las mujeres.
Si esa tarde de marimba con los parientes de un muerto maya en Guatemala nunca hubiera existido, no sé cómo hubiera procesado la tristeza de no tenerlo más. Tal vez hubiera sido indigerible. Pero como dije, el yo que se fue en el 98 no es el que volvió al año siguiente.
Ya no me peleo tanto con la muerte.
Como dice el título de la obra de teatro, Lo que se pierde se tiene para siempre. Dice Alejandra Kamiya que “la presencia tiene un espacio limitado, la ausencia lo ocupa todo”. Aunque su ausencia es la misma, me lleva a otro lugar; un lugar donde su presencia ocupa más espacio que su ausencia o, al menos, intenta pelearle de igual a igual.
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Pienso en él casi cada vez que abro una cerveza. También casi siempre, en silencio, brindo por él. Está lo perdido, pero está lo que se tiene para siempre.
Un joven de 26 años, identificado como Leandro Fernández y oriundo de Misiones, murió al chocar de frente con otro vehículo en la ruta cuando viajaba junto a su esposa a Brasil. La mujer fue internada y la fuerte lluvia habría sido causal del accidente.
La víctima viajaba en un Volkswagen Gol rumbo a una de las ciudades costeras del sur del país limítrofe cuando, cerca de las 19.20 de este domingo, chocó de frente con otro auto de la misma marca, pero modelo T-Cross sobre la ruta SC 350, a la altura de Lebon Régis.
Fernández, nacido en la localidad de Dos Hermanas, iba junto a su esposa y ambos quedaron atrapados dentro del auto tras el fuerte impacto que provocó la destrucción casi total del coche.
Como consecuencia del accidente, el Cuerpo de Bomberos de Lebon Régis, ambulancias del SAMU (el servicio de emergencias brasileño) y voluntarios socorristas de Caçador, así como la Policía Estatal de Carreteras acudieron al lugar para investigar lo sucedido y rescatar a las víctimas.
Los primeros reportes indicaban que las intensas lluvias en la zona y la falta de visibilidad eran factores para contextualizar el choque frontal.
La mujer de Fernández, cuya identidad no trascendió, fue trasladada a un hospital de la zona y logró sobrevivir. Sin embargo, su marido falleció en el lugar como consecuencia de las heridas graves.
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A bordo del otro auto involucrado en el hecho iba una pareja con un bebé, según reportaron las autoridades de la ciudad del estado de Santa Catarina, al sur de Brasil.
Los tres se encuentran fuera de peligro, tras haber sufrido sufrieron lesiones de distinta gravedad.
La ciudad escenario del accidente cuenta con algo más de 11 mil habitantes y está a mitad de camino entre Misiones y Balneario Camboriú. También Bombinhas y Florianópolis son ciudades de playa linderas a ese trayecto.
El sitio provincial de noticias Misiones Online dio a conocer una imagen de cómo quedó el Volkswagen Gol al costado del camino. El vehículo, con patente argentina, era de color azul oscuro y su techo, al igual que el flanco izquierdo, quedaron absolutamente destrozados.
La rueda delantera izquierda terminó perpendicular al resto del auto y la puerta, según la foto, parece haber sido arrancada del resto de la estructura.
Por dentro, el panel delantero quedó reducido a una maraña de cables y fierros que dieron cuenta de la violencia del impacto.
Otras fotos revelaron que la zona del camino donde ocurrió el choque tenía a sus lados una zona de abundante vegetación, con altos pastizales y árboles de baja talla.