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Nueva agencia de medicamentos: las críticas de los laboratorios extranjeros y la respuesta del Gobierno

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“La gran preocupación que tenemos es que esto se transforme en una barrera para el ingreso de la innovación; que los pacientes no puedan esperar”. Así fue una de las muchas veces en que, en un encuentro con un grupo de periodistas, Carlos Escobar Herrán, director ejecutivo de CAEME (la cámara que nuclea a los laboratorios extranjeros con sede en el país) apuntó al tema que hace unos días tiene muy movilizado al sector: el lanzamiento del Gobierno -no formalizado aún en el Boletín Oficial, pero anunciado con bastante detalle- de la nueva Agencia Nacional de Evaluación de Financiamiento de Tecnologías Sanitarias (ANEFiTS), un organismo liderado por el Gobierno, que tendrá por objetivo evaluar la costo-efectividad de los remedios y tratamientos más caros que se lleguen al mercado, filtrando los pedidos de comercialización que hasta ahora iban directo a la ANMAT.

En la vereda de enfrente de los laboratorios nacionales, Escobar Herrán resumió varias veces la posición de los fabricantes extranjeros de medicamentos. Una de ellas, así: “Queremos una agencia, pero la queremos bien hecha”. Habló de una aparente “despriorización de la Argentina de la industria internacional”.

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A raíz de ése y otros comentarios, Clarín se comunicó con el Ministerio de Salud de la Nación. Al cierre de estas líneas explicaron que «lo que la agencia busca no es un freno a la innovación sino que los tratamientos a los que puedan acceder los argentinos sean los más convenientes para su patología. No hay nada peor para un paciente que un tratamiento que no necesita o que no es beneficioso para su condición«.

La “farma” (los laboratorios farmacéuticos) son un sector poderoso, que en Argentina tiene dos grandes frentes: una fuerte pata nacional, representada, en buena medida, por la cámara más grande, CILFA, a la que se suman Cooperala y, en menor medida, CAPGEN. Y, por otro lado, aquella que -con un lugar también relevante, en especial para los medicamentos de alto costo– condensa CAEME, más conocida como “la de los laboratorios extranjeros”.

Si bien tienden a la sintonía en más de un sentido, el anuncio de la ANEFiTS del ministro de Salud, Mario Lugones, parece haber impulsado alguna distancia. En especial, respecto tres puntos particularmente sensibles al sector.

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Para comprenderlos, hay que partir de la base de un consenso general sobre la urgencia de que la Argentina, tal como está haciendo, sume a su sistema de salud una agencia de Evaluación de Tecnologías Sanitarias (en el mundo conocidas como ETS). Esto, por dos razones elementales (entre otras).

1) La dispersión de precios de los medicamentos en el mercado local (que, en ciertos casos, resultan desmedidos, a falta de genéricos bioequivalentes), y 2) por la cantidad de litigios judiciales ligados a las coberturas que las obras sociales y prepagas les niegan a los pacientes, tema que con los años abultó la lista de los remedios y tratamientos que deben cubrirse por estar en el Plan Médico Obligatorio (PMO).

Qué opinan los laboratorios extranjeros sobre la ANEFiTS

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El primer aspecto sensible que remarcaron los referentes de CAEME es que “en ningún lugar del mundo” estas agencias evalúan la cuestión del beneficio sanitario y el costo económico (a eso se dedican las ETS) antes de que la propia agencia regulatoria del país (en este caso, la ANMAT) se haya pronunciado sobre la seguridad y eficacia de las distintas drogas.

Clarín consultó por una potencial disolución (o reducción a la mínima expresión) de la ANMAT. La respuesta de Escobar Herrán fue que, si la ANEFiTS tiene las cualidades anunciadas hasta ahora (algo incierto, ya que el decreto que debería darle existencia se hace esperar hace casi una semana), “le sacaría incumbencias».

“No quiero opinar sobre un texto que no vi, pero parece que tomaría sus competencias, en tanto que miraría la calidad, seguridad y eficacia de las tecnologías sanitarias. Además, en el panel de la ANEFiTS participaría una persona de la ANMAT, cuando un sólo técnico no puede evaluar esas tres cuestiones”, apuntó.

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Regulación de medicamentos en Argentina

El segundo aspecto tiene que ver con si los veredictos de una agencia de ETS deben ser vinculantes o sólo oficiar de “recomendación” para los pagadores o financiadores del sistema.

Susana Baldini, directora médica de CAEME, destacó las rugosidades que para la entidad vuelven imposible que una agencia como la ANEFiTS emita un “único” veredicto de costo-efectividad que pueda aplicar solventemente para todos los financiadores. “Lo que le sirve al PAMI, quizás no le sirve a cierta prepaga. Y aquello que autorizan las obras sociales, quizás no le sirva al PAMI, por el tipo de pacientes que tienen”, explicó.

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Esas trabas también generarían consecuencias, según la cámara empresaria. Se hizo especial énfasis en el reclamo de que poner barreras para que ingresen tecnologías sanitarias innovadoras no disminuirá los litigios judiciales, no generará un ahorro particularmente y, en cambio, podría terminar consolidando al mercado argentino como un gran consumidor de medicamentos y tratamientos “viejos” (que ya no se usan en otras partes del mundo).

Baldini argumentó su exposición con datos del informe W.A.I.T. (en español, “esperando el acceso a las terapias innovadoras”) que llevó adelante la propia industria farmacéutica a nivel global y que señala que los tiempos promedio de acceso a medicación es «de 531 días en Europa, mientras que en América latina llega a 1.700 días”. En Argentina, el tiempo promedio de acceso es de 1.500 días.

ANEFiTS: los nombres de un panel bajo la lupa

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El tercer punto objetado fue respecto de quiénes integrarán la ANEFiTS. En diálogo con este medio, desde el entorno del ministro Lugones aseguraron hace unos días que estará presidida por dos personas elegidas por el Poder Ejecutivo (tras la sugerencia del ministro de Salud de turno) y que, debajo de ellas, habrá cuatro vocales. Uno por la ANMAT, otro, en representación de los ministros de Salud de las provincias (o sea, el COFESA), otro en representación de las facultades de Medicina del país, y por fin, un miembro del ministerio de Economía.

Ninguno estará elegido por concurso, punto que desde CAEME critican particularmente, en parte por la sorpresa que -sugieren- les genera esa decisión porque en reuniones previas con funcionarios de la actual gestión de Gobierno, la idea de concursar esos cargos había sido recibida como razonable.

El reclamo puntual de CAEME (algo que, vale remarcar, no fue motivo de queja para las cámaras nacionales) es que los fabricantes (los laboratorios) deberían participar del panel (con voz, pero sin voto), que también los financiadores deberían estar presentes (con voz y voto) e, igualmente, los pacientes y las asociaciones de pacientes (con voz y voto).

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Este último punto había sido consultado por Clarín al Ministerio de Salud hace unos días. Respondieron que los pacientes no fueron considerados para incluir la nueva agencia, por no tener formación técnica. Pero desde CAEME ejemplificaron que en otros países las agencias de ETS dan formación educativa a las asociaciones de pacientes.

El Gobierno nacional y la farma extranjera

Ninguno de los puntos mencionados hasta acá generó críticas en la industria nacional. Desde CILFA emitieron un comunicado luego del anuncio de la agencia en el que veían con agrado la creación de la ANEFiTS, tal como fue planteada. Ante una nueva consulta de Clarín, enfatizaron que dieron «apoyo a la creación de la agencia como modelo de evaluación pero con relación a su operatividad», señalaron que no cambiaron su «forma de pensar» y agregaron: «No conocemos el texto del decreto de creación; por lo tanto, esperaremos a conocerlo para ampliar nuestros comentarios».

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En CAEME el ánimo es distinto. “La solución no es una agencia que ponga un freno a la innovación y, en cambio, no regule todo lo demás”, apuntaron, en alusión directa a la falta de una regulación adecuada para los medicamentos “copia” que gobiernan el mercado farmacéutico local; un problema que, sin verdaderos genéricos bioequivalentes, perpetúa la dispersión de precios.

“No creo que sea intención del Gobierno favorecer a una cámara o a otra. Creo que buscan una solución que es buena, como el hecho de crear una agencia, pero no tuvieron en cuenta estos factores”, matizó Escobar Herrán.

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Los juegos que más me han marcado son los que no me trataron bien

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No todos los juegos están hechos para gustarte. Aunque lo parezca, aunque lo esperes, aunque cada píxel esté optimizado para que pulses el siguiente botón sin dudar, no todos los juegos quieren hacerte sentir bien. Algunos no quieren gustarte. No quieren gustarte ni un poco. De hecho, parecen diseñados para incomodarte, desafiarte, fastidiarte. Para hacerte sentir torpe, tonto, culpable. Para empujarte fuera de ese espacio seguro que damos por sentado cuando agarramos un mando.

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Y sin embargo, esos juegos —los que parecen hechos para que no los aguantes— son los que más me han marcado. Los que se han quedado conmigo. No como una foto bonita, sino como una herida que no terminó de cerrar del todo. Son los juegos que me han dicho cosas que nadie se atrevía a decirme. Los que no vinieron a complacerme, sino a mirarme con cara seria y soltarme: «mira esto. ¿Te atreves a sentirlo?»

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 Puedes jugar veinte títulos que te gusten y no recordar ninguno. Y, sin embargo, uno que odiaste… puede quedarse contigo durante años

Hay una trampa en la palabra «gustar». Es una palabra cómoda, superficial, resbaladiza. Uno puede decir que le gusta un juego porque es bonito, o porque es divertido, o porque ha desbloqueado todo sin mucha fricción. Pero hay una diferencia profunda entre que algo te guste y que algo te cale. Puedes jugar veinte títulos que te gusten y no recordar ninguno. Y, sin embargo, uno que odiaste… puede quedarse contigo durante años.

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No todos los jugadores quieren eso. Lo entiendo. Hay días en los que yo tampoco lo quiero. Pero cuando miro atrás, cuando pienso en los juegos que realmente me han transformado, que me han dado algo parecido a una epifanía o a una herida emocional, no son los que más me gustaron. Son los que no lo intentaron. Los que me empujaron. Los que me dejaron solo y confundido. Los que no me trataron bien, pero me trataron con verdad. Porque lo fácil se olvida. Y lo difícil, lo incómodo, lo que no encaja… eso se queda. Y a veces, lo que se queda te cambia.

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Pathologic 2

Cuando un juego no te abraza, pero te marca

La primera vez que cerré Pathologic 2, lo hice con rabia. No porque fuera difícil —aunque lo es, y no poco—, ni porque no lo entendiera —aunque tampoco lo hacía, del todo—. Lo cerré porque me estaba afectando de verdad. Físicamente. Me dolía la cabeza. Sentía el cuerpo tenso. Tenía una especie de ansiedad que no venía del juego, sino de la sensación de que el juego me había inyectado la suya.

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Había pasado dos horas intentando ayudar a unos personajes que no confiaban en mí, mientras mi propio avatar se moría de hambre, de fiebre, de desesperación. Era como vivir en una ciudad en ruinas donde cada paso era un sacrificio, y cada decisión, una puñalada al futuro. En un momento dado, me rendí. Me fui a la cocina, abrí la nevera y me preparé algo como si acabara de salir de un refugio antiaéreo. Literalmente. Respiraba raro. Me senté y pensé: «esto no es sano». Y, sin embargo, volví.

Juegos Que No Me Trataron Bien 1

Pathologic 2

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No por masoquismo. No por reto. Volví porque algo me había tocado. Porque el juego no me había enseñado nada todavía, pero me había hecho sentir algo que no me dejaba en paz: la angustia de no poder hacerlo todo bien. De tener que elegir a quién salvas y a quién condenas. De ser insuficiente. Pathologic 2 no es un juego que te da opciones morales. Es un juego que te pone una vida rota en las manos y te dice: «haz lo que puedas, pero no alcanza». Y esa es la lección.

¿Cuál es tu juego favorito de Rockstar? Ordenamos todos los juegos de los padres de GTA de peor a mejor

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En la mayoría de juegos, la moral es una barra. Un contador. Una decisión con dos colores y consecuencias predecibles. Aquí no. Aquí no hay bien. Solo hay menos mal. Y eso te cambia. Te hace ver los sistemas éticos de otros juegos como una broma amable, como un parque de atracciones ético donde todo está calculado para que tú seas el héroe. Lo volví a jugar. Lo terminé. Y lo sigo recordando como uno de los pocos títulos que me han dicho algo esencial: que a veces no se trata de ganar. Se trata de entender qué perdiste. Y vivir con ello.

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Cruelty Squad

Lo feo también tiene algo que decir

No es el único. Hay juegos que no se esconden tras una estética fea por accidente. Que la usan como arma. Como declaración. Cruelty Squad es probablemente el ejemplo más extremo que he jugado de esto. Es un vómito de neón y diseño industrial, un escupitajo gráfico que parece gritarte «sal de aquí» desde que lo arrancas. Todo en él es ofensivo: los colores, el sonido, la interfaz, los menús. La primera impresión es la de un juego mal hecho, inacabado, casi paródico. Pero no lo es. Todo eso está pensado. Está ahí para repelerte. Para probarte.

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Y si te quedas, si aguantas el ruido, la violencia visual, la falta de sentido… entonces empiezas a ver. Empiezas a ver que ese horror estético no es gratuito. Es parte del mundo. Es el mundo. Es una crítica furiosa, asquerosa, visceral, a todo lo que asumimos como funcional, bonito, aceptable. Es capitalismo distorsionado hasta el vómito. Un sistema en el que los únicos que prosperan son los que mutan, los que se deforman, los que renuncian a cualquier forma de coherencia para encajar. No hay belleza en Cruelty Squad. Hay mutación. Y supervivencia.

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Cruelty Squad

La fealdad, entonces, deja de ser un error. Se convierte en lenguaje. En mensaje. En identidad. El juego no quiere gustarte. Quiere decirte: «esto es lo que pasa cuando solo sobreviven los deformes». Y eso, cuando te cala, no lo olvidas. No por su arte. Por su mensaje. Porque a veces lo feo también tiene verdad. Porque hay veces en las que el envoltorio pulido es la verdadera mentira, y lo grotesco, lo incómodo, lo indeseable, es lo único sincero. Y esa es otra forma de belleza. Una que no se puede vender en un tráiler, pero que te cambia la forma de mirar los menús, las ciudades, las mecánicas de los juegos que antes dabas por hechas.

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La curiosa relación entre The Last of Us, Resident Evil y 28 días después

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Pero no todo va de estética. A veces la incomodidad viene de otro lado: de lo que haces. De lo que eliges. De lo que no puedes deshacer. Hay un tipo de culpa que los videojuegos convencionales no te enseñan. Porque siempre puedes cargar partida, reiniciar, repetir. Siempre hay red. Siempre hay una forma de corregir. Pero en la vida real no. En la vida, muchas veces, haces algo y ya está. Lo hiciste. Y ahora tienes que vivir con ello. Spec Ops: The Line es el juego que entendió eso. Y tuvo el valor de aplicarlo.

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Spec Ops: The Line

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Hay un momento en ese juego que no necesita ser detallado, porque si lo viviste, ya sabes a cuál me refiero. Un momento en el que haces algo horrible. Lo haces tú. No el personaje, no la cinemática. Tú, con el mando en la mano. Porque el juego te pone el control y no te avisa. Y tú, sin saber, decides. Y luego ves lo que hiciste. Y el juego no dice nada. No te sermonea. No te castiga. No te empuja a reflexionar. Solo te deja con la imagen. Y con el peso. Te deja en ese silencio espeso, incómodo, en el que la única voz que queda es la tuya. Y tú sabes. Sabes que no era necesario. Que podrías no haberlo hecho. Pero lo hiciste. Porque el juego te dejó. Y ahora tienes que pensar por qué.

Y tú sabes. Sabes que no era necesario. Que podrías no haberlo hecho. Pero lo hiciste. Porque el juego te dejó. Y ahora tienes que pensar por qué

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Yo me quedé en silencio durante minutos. Sin moverme. Como si tuviera miedo de tocar el mando otra vez. No necesitaba más logros, ni más historia. Esa escena ya me había dicho todo lo que necesitaba saber: que un videojuego puede hacerte sentir culpa verdadera, si se atreve a no perdonarte. Si se atreve a no darte el camino de redención. Si confía en que tú eres lo bastante adulto como para cargar con lo que hiciste sin necesidad de una mecánica que lo compense. Y lo más fuerte es que no puedes hablar mucho de ese momento sin estropearlo. Porque lo esencial en Spec Ops: The Line no es lo que pasa. Es lo que sientes. Es el eco que deja.

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Esa es la diferencia entre los juegos que te cuentan una historia y los que te involucran en una. En uno eres espectador. En otro, cómplice. Y cuando el juego te convierte en cómplice del horror, ya no puedes salir limpio. Ya no puedes pensar que es solo un juego. Y eso, cuando pasa, te cambia. Y te cambia de verdad. Ese tipo de momentos no abundan. La industria tiende a darte lo que quieres, o al menos lo que crees querer. Juegos como The Witcher 3, Elden Ring, Breath of the Wild… todos, a su manera, están construidos para gustarte. No para complacerte tontamente, pero sí para que te sientas cómodo dentro de ellos. Te retan, claro. Pero también te devuelven algo a cambio. Te hacen sentir bien. Y lo agradezco. Pero ¿y si un juego no te devuelve nada? ¿Y si solo te hace sentir perdido?

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Kentucky Route Zero

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Ahí es donde entra algo como Kentucky Route Zero. No hay combates. No hay progreso. Solo personas rotas, hablando en susurros sobre temas que no se solucionan. Deudas. Olvidos. Lugares que se borran. A veces parece que no está pasando nada. Pero lo que está ocurriendo no es lo que ves en pantalla. Es lo que ocurre dentro de ti mientras ves a esos personajes flotar por un mundo que se derrumba en silencio.

Hay una escena en la que simplemente estás en una obra de teatro. Sentado. Escuchando. No haces nada. No puedes. Y en esa nada, el juego te pide algo inusual: que te quedes. Que estés. Que escuches. Y lo haces. No porque te esté divirtiendo, sino porque sientes que si te vas, perderás algo importante. Algo que no sabes nombrar, pero que intuyes. Y eso es lo raro: que un juego sin acción, sin complejas mecánicas, sin siquiera dirección clara… consiga atraparte con pura humanidad. Con personajes que no son héroes ni villanos, sino gente. Gente que habla de cosas reales, que ha perdido cosas reales. Es un juego que te trata como adulto. No te da diversión. Te da una conversación. Y si te atreves a escucharla, algo en ti cambia.

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The Beginner’s Guide

Recuerdo también The Beginners Guide. Lo jugué sin saber qué era. Creí que sería otro walking simulator con una historia bonita sobre la creación artística. Pero lo que encontré fue un juicio. Uno a mí. El narrador me hablaba como si supiera lo que pensaba. Me conducía por niveles incompletos de otro autor, interpretándolos como si fueran suyos, y yo, como jugador, me lo creía. Me lo apropiaba. Y entonces entendí que no estaba explorando un juego. Estaba invadiendo a alguien.

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Aunque nunca lo he vuelto a jugar, pienso mucho en él. En lo que me enseñó sin decírmelo

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Ese día cerré el juego sintiéndome mal. No por el diseño. Por mí. Porque el juego me había hecho pensar que tenía derecho a entrar en cualquier mundo que alguien creara. Y ese derecho, a veces, no existe. Algunos mundos no quieren ser explorados. Algunos creadores no quieren ser comprendidos. Y tú, por jugar, por querer entender, estás cruzando una línea.

Es una sensación rara, incómoda, nueva. No te sientes inteligente. No te sientes especial. Te sientes intruso. Y eso es un tipo de dolor que no había sentido antes con un videojuego. Una incomodidad que no viene de perder, ni de fallar, sino de mirar demasiado de cerca. Y aunque nunca lo he vuelto a jugar, pienso mucho en él. En lo que me enseñó sin decírmelo. En cómo un juego sin objetivos puede, sin embargo, dejarte uno muy claro: preguntarte si deberías haber jugado.

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The Last of Us Part II

Luego están los juegos que directamente te enfrentan a lo que no quieres ver. The Last of Us Part II lo hizo conmigo. Un juego que no solo te arrebata personajes, sino que te pone en la piel de su asesino. Y no lo hace para que lo odies, ni para que lo perdones. Lo hace para que lo entiendas. No por lo que hizo, sino por lo que perdió. Al principio te resistes. Piensas: «no quiero estar aquí». Pero el juego no te deja elegir. Te obliga a mirar. A vivir con ella. A sentir lo que siente. Y aunque una parte de ti se niegue, otra empieza a abrirse. No a justificarla. Sino a convivir con la contradicción.

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Blood: El juego olvidado con el que Monolith inventó casi todo lo que hoy nos flipa de los FPS

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Blood: El juego olvidado con el que Monolith inventó casi todo lo que hoy nos flipa de los FPS

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Es fácil querer a un personaje que te cae bien. Lo difícil es convivir con uno que odias. Y aún así, jugarlo. Acompañarlo. Sentir lo que siente. Y salir del otro lado sin respuestas, solo con una confusión que te obliga a repensarlo todo. Ese juego no te da cierre. No te da paz. Te da una verdad incómoda: que a veces el dolor no se resuelve. Que hay cosas que no se curan. Y que el perdón, si llega, no lo hace de forma épica. Llega roto, incompleto, dudoso. Eso no es entretenimiento. Eso es catarsis.

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Juegos Que No Me Trataron Bien 2

The Last of Us Part II

El juego que te mira cuando apagas la consola

He jugado muchos títulos que me han hecho sentir poderoso. Pocos me han hecho sentir humano. Vulnerable. Equivocado. Insuficiente. Y son esos los que recuerdo de verdad. Porque lo fácil se va. Pero lo difícil se queda. Hay juegos que no quieren gustarte. No están rotos. No son un error. Están hechos con otra intención. Una que no cabe en menús de accesibilidad ni en tutoriales suaves. Están ahí para incomodarte. Para empujarte. Para mostrarte una parte de ti que preferías no mirar. Y cuando eso pasa, ya no puedes jugar igual.

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Una vez, después de cerrar Pathologic 2, me quedé frente al escritorio con las manos en las rodillas, respirando despacio. No abrí otro juego. No puse un vídeo. No escribí nada. Me fui a la cama. Y justo antes de dormirme, pensé: tal vez no se trata de gustar. Tal vez se trata de dejar algo dentro. Y si eso no es lo que hace que un juego valga la pena… entonces no sé qué lo hace.

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La noticia

Los juegos que más me han marcado son los que no me trataron bien

fue publicada originalmente en

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3DJuegos

por
Alfonso Gómez

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A la punta del Obelisco en ascensor: así es el mirador panorámico para apreciar la Ciudad de Buenos Aires

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Subir al Obelisco era, hasta hoy, un privilegio para unos pocos intrépidos. Arnés, casco, escalones estrechos y la ayuda de Defensa Civil eran parte del ritual para alcanzar la cima del monumento más emblemático de la Ciudad de Buenos Aires.

La novedad es que, previa construcción de una estructura metálica que no afectó en absoluto la edificación, se instaló un ascensor interno que cuenta con un lado vidriado y otro con una pantalla digital. Así es posible, en apenas un minuto, llegar a la punta del Obelisco. Literalmente.

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Las ventanas se despejaron de cámaras y antenas. Y una vez allí, ahora se puede ver -no sin cierto vértigo y asombro- el ancho trazado de la avenida 9 de Julio, el movimiento incansable del centro porteño y, un poco más lejos, la línea ondulante del Río de la Plata.

Este nuevo acceso al ícono porteño por excelencia abrirá la experiencia al público por primera vez, como pudo comprobarlo en exclusiva Telenoche, de eltrece. Si bien aún no se sabe con exactitud cómo será el sistema de visitas —por caso, si habrá turnos o guías—, el anuncio oficial llegará en las próximas semanas.

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El ascensor circula sobre una estructura metálica que se montó sin dañar el Obelisco. (Foto: Telenoche).

Al Obelisco se entrará desde la Plaza de la República y, luego de recorrer unos pocos peldaños, se alcanzará la puerta del ascensor. Hasta cuatro personas podrán ascender al nivel 55. Subirán entonces por una escalera caracol hasta el nivel 62, a casi 70 metros de altura, donde se encuentra el mirador panorámico más importante de Buenos Aires: cuenta con cuatro ventanas para disfrutar -desde todos los ángulos- de una ciudad única.

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Se estima que unas 120 personas podrán visitarlo por día. Y entre las obras que se realizaron también se reemplazó el pararrayos original, que había sido colocado en 1936 y ahora fue donado al Buenos Aires Museo (BAM) para su exhibición.

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Y así el Obelisco, inaugurado en 1936 para celebrar la primera fundación de Buenos Aires y obra del arquitecto Alberto Prebisch (quien ya había previsto la colocación de un ascensor), testigo de goles y abrazos colectivos, reclamos y conciertos masivos, suma un nuevo capítulo a su biografía: dejar de ser solo una postal para convertirse en una experiencia en sí mismo.

Mirarlo desde abajo seguirá siendo imponente. Pero ahora, por primera vez, también podremos mirarlo desde adentro.

Obelisco, Ciudad de Buenos Aires

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Juli Ponce, jurista: “El 100% de las máquinas de IA son psicópatas, los humanos solo un 1%”

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Juli Ponce Solé (Barcelona, 57 años) es catedrático de Derecho Administrativo de la Universitat de Barcelona. Acaba de publicar un manual sobre el uso adecuado y razonable de la inteligencia artificial (IA) en las administraciones públicas con un título larguísimo: El reglamento de inteligencia artificial de la Unión Europea de 2024, el derecho a una buena administración digital y su control judicial en España. Como en muchos otros oficios, los funcionarios van a aprovechar y sufrir la IA. Pero por su tipo de trabajo delicado, los requisitos para las máquinas son más exigentes. Ponce Solé cree que su “falta de empatía y otras emociones hace que no puedan tomar decisiones que afecten a humanos”.

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