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SOCIEDAD

Por qué la locura de ChatGPT con las imágenes de Ghibli no es solo un meme más

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OpenAI ha anunciado este martes que su nueva herramienta Imagen está ya disponible para todos sus usuarios, no solo los suscriptores de pago. Una semana después de su lanzamiento, Imagen está, sin embargo, ligada a un nombre: los estudios japoneses de animación Ghibli. Millones de personas han usado la nueva herramienta para recrear fotos familiares o históricas con el estilo del estudio del mítico Hayao Miyazaki. Por algún motivo, las instrucciones sobre estos memes circularon entre gente que normalmente se dedica a otras cosas:

A pesar de que las imágenes generadas con IA tuvieron su original momento de gloria incluso antes del nacimiento de ChatGPT, parece que ahora han llegado aún más. El uso de ChatGPT ha aumentado hasta un nivel nunca visto respecto a los últimos 12 meses, según Google Trends, aquí comparado con Grok, la IA de X que también ha tenido una semana notable:

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Sam Altman, cofundador de OpenAI, dijo que nunca había visto una demanda similar y que los usuarios llegaban a la app de millón en millón. No es tanto cuando, según el propio Altman, el chatbot ya tiene 700 millones de usuarios mensuales. Pero un millón de usuarios “en una hora” sigue siendo asombroso. ¿Qué ha pasado? Es difícil dar una sola respuesta, pero aquí hay varias opciones.

1. Las imágenes son indudablemente mejores

Esta era una imagen generada por otra IA de Ghibli en 2022:

Aquí otro ejemplo mejor, pero que probablemente conllevara mucho esfuerzo en aquel momento:

Ahora, en cambio, hacerlo está a un solo clic para 700 millones de usuarios. Es distinto. Ya no es solo “se nota que es IA”. Ghibli es solo un ejemplo de lo que es capaz, pero por algún motivo el propio Altman escogió ese estilo para anunciar el lanzamiento.

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¿Por qué no es solo un meme más? Primero, porque ha pasado la frontera de la viralidad. Ya no solo se comparte el meme, ahora hay millones de usuarios anónimos generando en Ghibli sus fotos de familia. También, por supuesto lo han hecho famosos, políticos y hasta ejércitos.

En España, Antonio Ortiz, analista tecnológico en Error500, fue uno de los primeros en viralizar un meme hecho Ghibli: “¿Esto es un mero meme de moda o muestra la potencia de algo más grande? Yo diría que las dos cosas”, dice. “En cuanto a meme, obviamente va a tener un ciclo de vida corto. Ahora bien, el avance tecnológico va mucho más allá. Lo que ha puesto encima de la mesa OpenAI es distinto a los modelos de generación de imágenes clásicos que teníamos hasta ahora. Eleva muchísimo el nivel a la hora de entender tus intenciones y trabajar con la semántica de lo que hay dentro de la imagen”, añade.

La pregunta es si el meme, a estas alturas de repetición, podrá afectar la propia marca: ¿podremos ver Totoro o Chihiro igual ahora que sabemos que una IA puede copiarlos sin más?

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2. ¿Y los derechos?

El propio avatar de Sam Altman hoy en X es una imagen hecha con Ghibli. Aunque un estilo no está protegido, como sí lo están las obras, el uso irreverente de Ghibli ha provocado un debate a menudo superado por nuevas y nuevas imágenes.

OpenAI debía de saber ya que las leyes en Japón son más laxas. Para replicar el estilo de Ghibli, es indiscutible que OpenAI habría utilizado imágenes de películas de Studio Ghibli: “Eso los podría exponer a una demanda por infracción de derechos de autor”, escribe en su blog Andrés Guadamuz, profesor de Propiedad Intelectual en la Universidad de Sussex (ReinoUnido). “Sin embargo, el caso no sería tan claro como muchos afirman. Suponiendo que el Studio Ghibli presentara una demanda en Japón, el primer obstáculo sería que la ley de derechos de autor japonesa tiene una amplia excepción para el rastreo de textos y datos, que aparentemente permite este tipo de entrenamiento con fines comerciales”.

No solo eso: el número de imágenes en abierto de Ghibli en internet ya debía ser enorme.“Hay una razón por la que el contenido de Studio Ghibli es tan fácil de replicar: está por toda la web, con capturas de pantalla en foros, gifs en redes sociales… Los infractores somos nosotros. Nosotros somos los que proporcionamos los datos. Hay tres décadas de contenido de Ghibli disponible en internet”, añade Guadamuz.

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3. La melancolía humana

OpenAI ya está inmersa en otras batallas legales sobre derechos. Más allá de la batalla legal este nuevo meme y su perfección ahondó en un problema mayor y cada día más extendido: la IA va en serio, muy en serio. Es difícil escapar de esa melancolía. El profesor y experto en IA Ethan Mollick vuelve a este mensaje cada vez que hay un nuevo paso simbólico más: “No logro confiar del todo en la gente que no está ni levemente desmoralizada por algunos de los avances recientes de la IA”.

El diseñador y fundador del estudio Mendesaltaren Danny Saltarén escribió sobre Ghibli un largo mensaje en X, lleno también de humanidad ante el asalto inevitable de la máquina: “Todas, y cuando digo todas, son todas, las referencias están disponibles para que cualquier persona las intervenga. Esto significa que cualquier persona puede generar o crear. El problema sigue estando en el mismo lugar, y es que hay pocas personas que tengan buenas referencias o gusto. Ahora, tendremos un mundo repleto de cosas sin alma, sin sustancia, como más bello, siendo la normalidad el mal gusto”, explicó luego a EL PAÍS.

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En su mensaje intentaba encontrar explicaciones para la supervivencia de la labor humana de algún modo: “Ahora todo es mejor, sí, pero también más estándar. Más correcto. Y más aburrido. Le pedimos a ChatGPT que no falle. Dentro de poco, le pediremos que falle. De forma aleatoria. Para que no nos descubran. Para que nadie note que dejamos de crear y empezamos a imitar. Para engañar. Para aparentar que seguimos siendo capaces. Cuando en realidad solo somos capaces de pedir. Pedirle a una máquina que sea más humana que nosotros”, escribía.

Puede ser que una cosa sea la perfección de la máquina. Hace un año la youtuber DamiLee se preguntaba “Por qué las películas del Studio Ghibli no podrían ser hechas con IA”. Este lunes algunos habían ido a comentar que “este vídeo no ha envejecido bien”. “¿A qué te refieres con eso?”, respondía DamiLee. “¿Crees que generar imágenes en el “estilo” de Ghibli es lo mismo que crear una película de Ghibli? ¿Y piensas que esas imágenes pueden captar el “alma” de sus películas? Lo pregunto de verdad”, decía.

No hace falta ser un experto en las películas Ghibli para distinguir un fotograma real de una imitación de la IA:

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Es probable que la IA también llegue hasta ese nivel de detalle en un fotograma. Pero seguirá faltando el resto de la película: “¿Por qué Ghibli sigue sobreviviendo hasta ahora? Porque hemos elegido ir en la dirección opuesta a la tendencia”, decía Hayao Miyazaki. “Nunca he pensado en dominar el mercado o ganar la competencia. Es más fácil si todo va en una sola dirección, porque así nosotros podemos ir en la contraria. Si no tienes esta mentalidad, es imposible seguirle el ritmo a esta sociedad de consumo masivo y tendencias cambiantes”.



Tecnología,OpenAI,ChatGPT,Arte,Studio Ghibli,Ilustración,Sam Altman,Hayao Miyazaki

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SOCIEDAD

Los juegos que más me han marcado son los que no me trataron bien

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No todos los juegos están hechos para gustarte. Aunque lo parezca, aunque lo esperes, aunque cada píxel esté optimizado para que pulses el siguiente botón sin dudar, no todos los juegos quieren hacerte sentir bien. Algunos no quieren gustarte. No quieren gustarte ni un poco. De hecho, parecen diseñados para incomodarte, desafiarte, fastidiarte. Para hacerte sentir torpe, tonto, culpable. Para empujarte fuera de ese espacio seguro que damos por sentado cuando agarramos un mando.

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Y sin embargo, esos juegos —los que parecen hechos para que no los aguantes— son los que más me han marcado. Los que se han quedado conmigo. No como una foto bonita, sino como una herida que no terminó de cerrar del todo. Son los juegos que me han dicho cosas que nadie se atrevía a decirme. Los que no vinieron a complacerme, sino a mirarme con cara seria y soltarme: «mira esto. ¿Te atreves a sentirlo?»

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 Puedes jugar veinte títulos que te gusten y no recordar ninguno. Y, sin embargo, uno que odiaste… puede quedarse contigo durante años

Hay una trampa en la palabra «gustar». Es una palabra cómoda, superficial, resbaladiza. Uno puede decir que le gusta un juego porque es bonito, o porque es divertido, o porque ha desbloqueado todo sin mucha fricción. Pero hay una diferencia profunda entre que algo te guste y que algo te cale. Puedes jugar veinte títulos que te gusten y no recordar ninguno. Y, sin embargo, uno que odiaste… puede quedarse contigo durante años.

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No todos los jugadores quieren eso. Lo entiendo. Hay días en los que yo tampoco lo quiero. Pero cuando miro atrás, cuando pienso en los juegos que realmente me han transformado, que me han dado algo parecido a una epifanía o a una herida emocional, no son los que más me gustaron. Son los que no lo intentaron. Los que me empujaron. Los que me dejaron solo y confundido. Los que no me trataron bien, pero me trataron con verdad. Porque lo fácil se olvida. Y lo difícil, lo incómodo, lo que no encaja… eso se queda. Y a veces, lo que se queda te cambia.

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Pathologic 2

Cuando un juego no te abraza, pero te marca

La primera vez que cerré Pathologic 2, lo hice con rabia. No porque fuera difícil —aunque lo es, y no poco—, ni porque no lo entendiera —aunque tampoco lo hacía, del todo—. Lo cerré porque me estaba afectando de verdad. Físicamente. Me dolía la cabeza. Sentía el cuerpo tenso. Tenía una especie de ansiedad que no venía del juego, sino de la sensación de que el juego me había inyectado la suya.

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Había pasado dos horas intentando ayudar a unos personajes que no confiaban en mí, mientras mi propio avatar se moría de hambre, de fiebre, de desesperación. Era como vivir en una ciudad en ruinas donde cada paso era un sacrificio, y cada decisión, una puñalada al futuro. En un momento dado, me rendí. Me fui a la cocina, abrí la nevera y me preparé algo como si acabara de salir de un refugio antiaéreo. Literalmente. Respiraba raro. Me senté y pensé: «esto no es sano». Y, sin embargo, volví.

Juegos Que No Me Trataron Bien 1

Pathologic 2

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No por masoquismo. No por reto. Volví porque algo me había tocado. Porque el juego no me había enseñado nada todavía, pero me había hecho sentir algo que no me dejaba en paz: la angustia de no poder hacerlo todo bien. De tener que elegir a quién salvas y a quién condenas. De ser insuficiente. Pathologic 2 no es un juego que te da opciones morales. Es un juego que te pone una vida rota en las manos y te dice: «haz lo que puedas, pero no alcanza». Y esa es la lección.

¿Cuál es tu juego favorito de Rockstar? Ordenamos todos los juegos de los padres de GTA de peor a mejor

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En la mayoría de juegos, la moral es una barra. Un contador. Una decisión con dos colores y consecuencias predecibles. Aquí no. Aquí no hay bien. Solo hay menos mal. Y eso te cambia. Te hace ver los sistemas éticos de otros juegos como una broma amable, como un parque de atracciones ético donde todo está calculado para que tú seas el héroe. Lo volví a jugar. Lo terminé. Y lo sigo recordando como uno de los pocos títulos que me han dicho algo esencial: que a veces no se trata de ganar. Se trata de entender qué perdiste. Y vivir con ello.

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Cruelty Squad

Lo feo también tiene algo que decir

No es el único. Hay juegos que no se esconden tras una estética fea por accidente. Que la usan como arma. Como declaración. Cruelty Squad es probablemente el ejemplo más extremo que he jugado de esto. Es un vómito de neón y diseño industrial, un escupitajo gráfico que parece gritarte «sal de aquí» desde que lo arrancas. Todo en él es ofensivo: los colores, el sonido, la interfaz, los menús. La primera impresión es la de un juego mal hecho, inacabado, casi paródico. Pero no lo es. Todo eso está pensado. Está ahí para repelerte. Para probarte.

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Y si te quedas, si aguantas el ruido, la violencia visual, la falta de sentido… entonces empiezas a ver. Empiezas a ver que ese horror estético no es gratuito. Es parte del mundo. Es el mundo. Es una crítica furiosa, asquerosa, visceral, a todo lo que asumimos como funcional, bonito, aceptable. Es capitalismo distorsionado hasta el vómito. Un sistema en el que los únicos que prosperan son los que mutan, los que se deforman, los que renuncian a cualquier forma de coherencia para encajar. No hay belleza en Cruelty Squad. Hay mutación. Y supervivencia.

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Cruelty Squad

La fealdad, entonces, deja de ser un error. Se convierte en lenguaje. En mensaje. En identidad. El juego no quiere gustarte. Quiere decirte: «esto es lo que pasa cuando solo sobreviven los deformes». Y eso, cuando te cala, no lo olvidas. No por su arte. Por su mensaje. Porque a veces lo feo también tiene verdad. Porque hay veces en las que el envoltorio pulido es la verdadera mentira, y lo grotesco, lo incómodo, lo indeseable, es lo único sincero. Y esa es otra forma de belleza. Una que no se puede vender en un tráiler, pero que te cambia la forma de mirar los menús, las ciudades, las mecánicas de los juegos que antes dabas por hechas.

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La curiosa relación entre The Last of Us, Resident Evil y 28 días después

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Pero no todo va de estética. A veces la incomodidad viene de otro lado: de lo que haces. De lo que eliges. De lo que no puedes deshacer. Hay un tipo de culpa que los videojuegos convencionales no te enseñan. Porque siempre puedes cargar partida, reiniciar, repetir. Siempre hay red. Siempre hay una forma de corregir. Pero en la vida real no. En la vida, muchas veces, haces algo y ya está. Lo hiciste. Y ahora tienes que vivir con ello. Spec Ops: The Line es el juego que entendió eso. Y tuvo el valor de aplicarlo.

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Spec Ops: The Line

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Hay un momento en ese juego que no necesita ser detallado, porque si lo viviste, ya sabes a cuál me refiero. Un momento en el que haces algo horrible. Lo haces tú. No el personaje, no la cinemática. Tú, con el mando en la mano. Porque el juego te pone el control y no te avisa. Y tú, sin saber, decides. Y luego ves lo que hiciste. Y el juego no dice nada. No te sermonea. No te castiga. No te empuja a reflexionar. Solo te deja con la imagen. Y con el peso. Te deja en ese silencio espeso, incómodo, en el que la única voz que queda es la tuya. Y tú sabes. Sabes que no era necesario. Que podrías no haberlo hecho. Pero lo hiciste. Porque el juego te dejó. Y ahora tienes que pensar por qué.

Y tú sabes. Sabes que no era necesario. Que podrías no haberlo hecho. Pero lo hiciste. Porque el juego te dejó. Y ahora tienes que pensar por qué

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Yo me quedé en silencio durante minutos. Sin moverme. Como si tuviera miedo de tocar el mando otra vez. No necesitaba más logros, ni más historia. Esa escena ya me había dicho todo lo que necesitaba saber: que un videojuego puede hacerte sentir culpa verdadera, si se atreve a no perdonarte. Si se atreve a no darte el camino de redención. Si confía en que tú eres lo bastante adulto como para cargar con lo que hiciste sin necesidad de una mecánica que lo compense. Y lo más fuerte es que no puedes hablar mucho de ese momento sin estropearlo. Porque lo esencial en Spec Ops: The Line no es lo que pasa. Es lo que sientes. Es el eco que deja.

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Esa es la diferencia entre los juegos que te cuentan una historia y los que te involucran en una. En uno eres espectador. En otro, cómplice. Y cuando el juego te convierte en cómplice del horror, ya no puedes salir limpio. Ya no puedes pensar que es solo un juego. Y eso, cuando pasa, te cambia. Y te cambia de verdad. Ese tipo de momentos no abundan. La industria tiende a darte lo que quieres, o al menos lo que crees querer. Juegos como The Witcher 3, Elden Ring, Breath of the Wild… todos, a su manera, están construidos para gustarte. No para complacerte tontamente, pero sí para que te sientas cómodo dentro de ellos. Te retan, claro. Pero también te devuelven algo a cambio. Te hacen sentir bien. Y lo agradezco. Pero ¿y si un juego no te devuelve nada? ¿Y si solo te hace sentir perdido?

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Kentucky Route Zero

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Ahí es donde entra algo como Kentucky Route Zero. No hay combates. No hay progreso. Solo personas rotas, hablando en susurros sobre temas que no se solucionan. Deudas. Olvidos. Lugares que se borran. A veces parece que no está pasando nada. Pero lo que está ocurriendo no es lo que ves en pantalla. Es lo que ocurre dentro de ti mientras ves a esos personajes flotar por un mundo que se derrumba en silencio.

Hay una escena en la que simplemente estás en una obra de teatro. Sentado. Escuchando. No haces nada. No puedes. Y en esa nada, el juego te pide algo inusual: que te quedes. Que estés. Que escuches. Y lo haces. No porque te esté divirtiendo, sino porque sientes que si te vas, perderás algo importante. Algo que no sabes nombrar, pero que intuyes. Y eso es lo raro: que un juego sin acción, sin complejas mecánicas, sin siquiera dirección clara… consiga atraparte con pura humanidad. Con personajes que no son héroes ni villanos, sino gente. Gente que habla de cosas reales, que ha perdido cosas reales. Es un juego que te trata como adulto. No te da diversión. Te da una conversación. Y si te atreves a escucharla, algo en ti cambia.

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The Beginner’s Guide

Recuerdo también The Beginners Guide. Lo jugué sin saber qué era. Creí que sería otro walking simulator con una historia bonita sobre la creación artística. Pero lo que encontré fue un juicio. Uno a mí. El narrador me hablaba como si supiera lo que pensaba. Me conducía por niveles incompletos de otro autor, interpretándolos como si fueran suyos, y yo, como jugador, me lo creía. Me lo apropiaba. Y entonces entendí que no estaba explorando un juego. Estaba invadiendo a alguien.

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Aunque nunca lo he vuelto a jugar, pienso mucho en él. En lo que me enseñó sin decírmelo

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Ese día cerré el juego sintiéndome mal. No por el diseño. Por mí. Porque el juego me había hecho pensar que tenía derecho a entrar en cualquier mundo que alguien creara. Y ese derecho, a veces, no existe. Algunos mundos no quieren ser explorados. Algunos creadores no quieren ser comprendidos. Y tú, por jugar, por querer entender, estás cruzando una línea.

Es una sensación rara, incómoda, nueva. No te sientes inteligente. No te sientes especial. Te sientes intruso. Y eso es un tipo de dolor que no había sentido antes con un videojuego. Una incomodidad que no viene de perder, ni de fallar, sino de mirar demasiado de cerca. Y aunque nunca lo he vuelto a jugar, pienso mucho en él. En lo que me enseñó sin decírmelo. En cómo un juego sin objetivos puede, sin embargo, dejarte uno muy claro: preguntarte si deberías haber jugado.

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Juegos Que No Me Trataron Bien 3

The Last of Us Part II

Luego están los juegos que directamente te enfrentan a lo que no quieres ver. The Last of Us Part II lo hizo conmigo. Un juego que no solo te arrebata personajes, sino que te pone en la piel de su asesino. Y no lo hace para que lo odies, ni para que lo perdones. Lo hace para que lo entiendas. No por lo que hizo, sino por lo que perdió. Al principio te resistes. Piensas: «no quiero estar aquí». Pero el juego no te deja elegir. Te obliga a mirar. A vivir con ella. A sentir lo que siente. Y aunque una parte de ti se niegue, otra empieza a abrirse. No a justificarla. Sino a convivir con la contradicción.

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Blood: El juego olvidado con el que Monolith inventó casi todo lo que hoy nos flipa de los FPS

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Blood: El juego olvidado con el que Monolith inventó casi todo lo que hoy nos flipa de los FPS

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Es fácil querer a un personaje que te cae bien. Lo difícil es convivir con uno que odias. Y aún así, jugarlo. Acompañarlo. Sentir lo que siente. Y salir del otro lado sin respuestas, solo con una confusión que te obliga a repensarlo todo. Ese juego no te da cierre. No te da paz. Te da una verdad incómoda: que a veces el dolor no se resuelve. Que hay cosas que no se curan. Y que el perdón, si llega, no lo hace de forma épica. Llega roto, incompleto, dudoso. Eso no es entretenimiento. Eso es catarsis.

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Juegos Que No Me Trataron Bien 2

The Last of Us Part II

El juego que te mira cuando apagas la consola

He jugado muchos títulos que me han hecho sentir poderoso. Pocos me han hecho sentir humano. Vulnerable. Equivocado. Insuficiente. Y son esos los que recuerdo de verdad. Porque lo fácil se va. Pero lo difícil se queda. Hay juegos que no quieren gustarte. No están rotos. No son un error. Están hechos con otra intención. Una que no cabe en menús de accesibilidad ni en tutoriales suaves. Están ahí para incomodarte. Para empujarte. Para mostrarte una parte de ti que preferías no mirar. Y cuando eso pasa, ya no puedes jugar igual.

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Una vez, después de cerrar Pathologic 2, me quedé frente al escritorio con las manos en las rodillas, respirando despacio. No abrí otro juego. No puse un vídeo. No escribí nada. Me fui a la cama. Y justo antes de dormirme, pensé: tal vez no se trata de gustar. Tal vez se trata de dejar algo dentro. Y si eso no es lo que hace que un juego valga la pena… entonces no sé qué lo hace.

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La noticia

Los juegos que más me han marcado son los que no me trataron bien

fue publicada originalmente en

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3DJuegos

por
Alfonso Gómez

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A la punta del Obelisco en ascensor: así es el mirador panorámico para apreciar la Ciudad de Buenos Aires

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Subir al Obelisco era, hasta hoy, un privilegio para unos pocos intrépidos. Arnés, casco, escalones estrechos y la ayuda de Defensa Civil eran parte del ritual para alcanzar la cima del monumento más emblemático de la Ciudad de Buenos Aires.

La novedad es que, previa construcción de una estructura metálica que no afectó en absoluto la edificación, se instaló un ascensor interno que cuenta con un lado vidriado y otro con una pantalla digital. Así es posible, en apenas un minuto, llegar a la punta del Obelisco. Literalmente.

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Las ventanas se despejaron de cámaras y antenas. Y una vez allí, ahora se puede ver -no sin cierto vértigo y asombro- el ancho trazado de la avenida 9 de Julio, el movimiento incansable del centro porteño y, un poco más lejos, la línea ondulante del Río de la Plata.

Este nuevo acceso al ícono porteño por excelencia abrirá la experiencia al público por primera vez, como pudo comprobarlo en exclusiva Telenoche, de eltrece. Si bien aún no se sabe con exactitud cómo será el sistema de visitas —por caso, si habrá turnos o guías—, el anuncio oficial llegará en las próximas semanas.

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El ascensor circula sobre una estructura metálica que se montó sin dañar el Obelisco. (Foto: Telenoche).

Al Obelisco se entrará desde la Plaza de la República y, luego de recorrer unos pocos peldaños, se alcanzará la puerta del ascensor. Hasta cuatro personas podrán ascender al nivel 55. Subirán entonces por una escalera caracol hasta el nivel 62, a casi 70 metros de altura, donde se encuentra el mirador panorámico más importante de Buenos Aires: cuenta con cuatro ventanas para disfrutar -desde todos los ángulos- de una ciudad única.

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Se estima que unas 120 personas podrán visitarlo por día. Y entre las obras que se realizaron también se reemplazó el pararrayos original, que había sido colocado en 1936 y ahora fue donado al Buenos Aires Museo (BAM) para su exhibición.

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Y así el Obelisco, inaugurado en 1936 para celebrar la primera fundación de Buenos Aires y obra del arquitecto Alberto Prebisch (quien ya había previsto la colocación de un ascensor), testigo de goles y abrazos colectivos, reclamos y conciertos masivos, suma un nuevo capítulo a su biografía: dejar de ser solo una postal para convertirse en una experiencia en sí mismo.

Mirarlo desde abajo seguirá siendo imponente. Pero ahora, por primera vez, también podremos mirarlo desde adentro.

Obelisco, Ciudad de Buenos Aires

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Juli Ponce, jurista: “El 100% de las máquinas de IA son psicópatas, los humanos solo un 1%”

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Juli Ponce Solé (Barcelona, 57 años) es catedrático de Derecho Administrativo de la Universitat de Barcelona. Acaba de publicar un manual sobre el uso adecuado y razonable de la inteligencia artificial (IA) en las administraciones públicas con un título larguísimo: El reglamento de inteligencia artificial de la Unión Europea de 2024, el derecho a una buena administración digital y su control judicial en España. Como en muchos otros oficios, los funcionarios van a aprovechar y sufrir la IA. Pero por su tipo de trabajo delicado, los requisitos para las máquinas son más exigentes. Ponce Solé cree que su “falta de empatía y otras emociones hace que no puedan tomar decisiones que afecten a humanos”.

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