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SOCIEDAD

descubren el área que nos permite ubicarnos en el espacio

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Abrimos los ojos y vemos el mundo, pero nuestra habilidad para registrar espacialmente la tríada “yo”, “los otros” y el “ambiente” está lejos de limitarse al sentido de la vista. Involucra, en cambio, una intensa actividad en un área central del cerebro, el hipocampo, donde se activan unas neuronas llamadas “células de lugar”, o place cells. En un aporte de ciencia básica valioso para el futuro de las enfermedades neurodegenerativas, un investigador del Instituto Leloir-Conicet en colaboración con científicos chinos, desentrañó aspectos que aclaran cómo se despliegan los mecanismos cerebrales que permiten representar el espacio.

Publicado a comienzos de mayo en la revista Nature, el trabajo en cuestión se tituló “Representación multiplexada de otros en el subcampo CA1 del hipocampo de ratones hembra”. Los autores ahondaron en una materia que se intenta desentrañar desde los años 70: cómo el cerebro construye o comprende (“representa”, técnicamente) la espacialidad en la que estamos sumidos.

Todo ocurre de forma automática y ni lo percibimos, pero resulta que no solo registramos el espacio a partir de nuestra posición en relación a los otros y al ambiente sino que, de manera involuntaria, tomamos (también) nota mental de la relación de los otros con el ambiente. Es una comprensión subjetiva de las situaciones que a la vez incluye una vista completa (superior, panorámica) de la escena. Todo a la vez.

En colaboración con científicos de la Universidad de Beijing trabajó Emilio Kropff, físico doctorado en neurociencia cognitiva, investigador del Conicet y jefe del Laboratorio de Fisiología y Algoritmos del Cerebro del Instituto Leloir. «Trabajé en el diseño experimental y dirigí el análisis de datos», contó.

Kropff arrancó la charla con Clarín hablando de fútbol: “Si estoy jugando, al arquero posiblemente lo represente respecto de su posición con el arco, principalmente, pero si quiero hacer un pase a un compañero, tengo que representarlo más que nada respecto de mí. Son dos formas de representación distintas que se tienen a la vez y que ayudan a tomar decisiones”.

Emilio Kropff, jefe del Laboratorio de Fisiología y Algoritmos del Cerebro, del Instituto Leloir-Conicet, es un estudioso de las neuronas del hipocampo.

Pero, ¿no es obvio que mucho de lo que pasa a nuestro alrededor se registra desde nuestros zapatos, mientras que otra porción de lo que ocurre es percibida desde la posición de los demás? Para la neurociencia, explicó Kropff, no.

El gran impulso en este campo fue el Premio Nobel de 2014 John O’Keefe y recién en 2018 se empezó a tener mayor precisión sobre los modos en que las neuronas del hipocampo configuran mapas espaciales específicos.

Imagínelo así: en cada paso que damos se enciende tal o cual neurona, pero no hay un patrón por el que siempre se encienda primero tal neurona; luego, tal otra, y así.

Y es aún más difícil. Porque, volviendo a los registros “subjetivo” y “panorámico” que tenemos de todas las situaciones, ni siquiera se “disparan” las mismas neuronas en cada uno de esos tipos de representaciones. Cada una enciende (Kropff dice “dispara”) su propio mapa de neuronas.

Las preguntas son un millón. ¿Cómo sabemos dónde está el otro cuando giramos la cabeza y dejamos de verlo? ¿Cómo hacemos para calcular una ruta a cierto destino, si quien nos indica cómo llegar lanza “es al lado de la iglesia tal”, en lugar de guiarnos con el paso a paso (primero hacé esto; luego, aquello)? ¿Y si la ruta está congestionada? ¿Cómo logramos diseñar un plan b?

El registro de la espacialidad es una habilidad enorme que explotamos a cada instante. Una habilidad que podría parecer obvia y natural. Salvo cuando falla.

Las memorias y el espacio, una cuestión del hipocampo

Todo esto ocurre en una estructura cerebral clave, el hipocampo, mucho más popular en su participación como «arca» de memorias inconscientes que por su rol en la espacialidad.


El sistema límbico y la navegación espacial

Según repasó Kropff, “el hipocampo está invucrado en muchas enfermedades neurodegenerativas. La más representativa es el Alzheimer porque ataca al hipocampo antes que el resto del cerebro. De hecho, los dos primeros síntomas usuales ligados a la enfermedad son la pérdida memoria y las dificultades para orientarse”.

Hasta acá se dijo varias veces la palabra “representar”. «En una situación determinada se activan eléctricamente ciertas neuronas del hipocampo. Justamente, una memoria es la posibilidad de recrear esa misma activación en el futuro. En lenguaje técnico, a esa activación se le dice ‘estar representando’”, aclaró el científico. Ahora bien, ¿cuáles son los hallazgos del paper?

Representaciones egocéntricas y alocéntricas en el cebrero

“Si cuando te doy una instrucción para ir a un lugar te digo el paso a paso, te estoy dando una instrucción egocéntrica, pero si te digo ‘está al lado de la iglesia‘, te estoy guiando alocéntricamente, como si te pudieras elevar y verte a vos mismo en el mapa, con otro punto de vista que no es el tuyo”, explicó Kropff, en alusión a esas representaciones que informalmente podríamos llamar “subjetiva” y “panorámica”.

Estos conceptos son clave para seguir las tres conclusiones a las que llegaron los investigadores, observando roedores en movimiento que debían imitar los movimientos de un tercero.

La primera fue que los dos tipos de representación ocurren en el hipocampo, “algo que no se había dicho hasta ahora”. Y todo ocurre de un modo muy particular: “Yo no represento al otro de una única manera sino desde puntos de vista muy distintos, como si fuera un cuadro cubista”.

Neuronas del hipocampo tomadas por el Laboratorio de Fisiología y Algoritmos del Cerebro, del Instituto Leloir-Conicet.Neuronas del hipocampo tomadas por el Laboratorio de Fisiología y Algoritmos del Cerebro, del Instituto Leloir-Conicet.

En segundo lugar, encontraron que, si bien conviven distintos puntos de vista en esta suerte de «aprehensión» de la espacialidad, “la que más presente está es la egocéntrica. Se vieron más neuronas trabajando en ese tipo de representación”.

Ahora bien, aunque el vector social egocéntrico tiene más peso para, por ejemplo, medir dónde está el otro respecto de uno, ese vector social “deja de disparar si uno gira la cabeza. El que sigue disparando, en ese momento, es el vector social alocéntrico”. Es decir, los puntos de vista simultáneos que no son egocéntricos.

La tercera cuestión es muy relevante, pensando en al futuro de estas investigaciones: “Encontramos que si entrenás a un ratón para que persiga a otro y le das una recompensa cuando lo logra, las representaciones se vuelven cada vez más eficientes. Es algo que se puede testear de muchas maneras y siempre es claro cómo deja de haber cierto ‘ruido’ en la actividad neuronal. El ruido se aplaca y las neuronas se especializan”.

Dicho de otro modo, los investigaciones observaron una plasticidad en estas asociaciones de sinapsis neuronal. La plasticidad se traduce en mejores formas de representar al otro.

Todo esto conduce a un dato simpático para cerrar: “Estos trabajos están hechos con animales, pero hay un paper muy lindo que estudió a los taxistas de Londres. Es sabido que, para obtener la licencia, deben aprender el mapa urbano entero y pasar por complejas pruebas. ¿Qué se vio en el paper? Que en comparación a otras personas, los taxistas de Londres tenían un hipocampo más grande”.

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SOCIEDAD

Mundos íntimos. Me sorprende cuando alguien muere y ni su familia se entera. ¿Será esa la medida más extrema de la soledad?

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Hace unos 10 años, en una tarde otoñal en Mar del Plata, Alejandro Gallo me contó en un bar de la Diagonal Pueyrredón algo que me llevó a pensar por primera vez en la soledad humana. Había encontrado el cadáver de su padre en el departamento, cinco días después de su fallecimiento. Mientras dejaba la taza de café sin tomar, Ale decía que uno de los “arbolitos”, compañero de su padre, había entrado allí unas horas antes y se había llevado una suma importante de dólares que estaba escondida en unos muebles. Sin identificarse, avisó al encargado del edificio, quien dio la noticia a mi amigo.

Ale y yo teníamos una amistad de más de veinte años, signada por la ayuda mutua. Debido a su inestabilidad laboral, lo invité a trabajar conmigo cuando abrí una librería en el centro, y también fue uno de los colaboradores asiduos mientras dirigí un suplemento literario. Aunque era un hombre bastante solitario, generaba simpatía desde el primer contacto.

Infarto. Lo sufrió mientras jugaba al fútbol. En la foto, Carlos Aletto con dos de sus hijos y su madre, que nunca lo dejaron solo.Infarto. Lo sufrió mientras jugaba al fútbol. En la foto, Carlos Aletto con dos de sus hijos y su madre, que nunca lo dejaron solo.

Aquella tarde volví a casa y durante la cena no podía dejar de calcular cuál era el tiempo máximo que una persona puede estar sin vida, sola, abandonada en un departamento. Tal vez el intervalo entre morir y ser descubierto sea la verdadera medida de la soledad. Tal era el desasosiego que la idea se me vino encima como una obsesión y empecé a hacerme algunas preguntas sobre las que la ciencia sabe expedirse pero que a mí no me satisfacían: ¿Cuándo empieza la muerte? ¿Cuál es la duración exacta del acto de morir? ¿Cuántos días habrían pasado antes de que me encontraran si yo hubiera sido el muerto?

Esa noche me consolé pensando que, si yo moría, me encontrarían de inmediato, ya sea mi esposa o mis hijos, en ese entonces de nueve y doce años. Quizás ni siquiera me encontrarían muerto, quizá simplemente me verían morir. Al poco tiempo me divorcié, tuve que dejar la casa familiar y esas especulaciones estadísticas, esas incertidumbres existenciales cambiaron de rumbo a zonas más prácticas de mi vida. Me fui a vivir con mis viejos. Tenía que rearmarme.

Entre libros. La literatura permitió a Carlos Aletto conocer a la gente más allá de las palabras hechas.Entre libros. La literatura permitió a Carlos Aletto conocer a la gente más allá de las palabras hechas.

Un mes después, ocurrió una historia parecida que me hizo volver a mi estado anterior. La madre de mis hijos encontró a su padre, el Bocha, también muerto. Ella y sus hermanos lo habían estado llamando al celular, y como no respondía, la preocupación crecía. Decidieron acercarse al departamento y, al entrar, lo encontraron tirado a lo largo del piso en la estrecha cocina, y cerca tenía un vaso de agua estallado. Aunque el Bocha no vivía acompañado y disfrutaba de la soledad, el amor de sus hijos hizo que lo hallaran el mismo día de su muerte. Calculé, así, que la soledad del Bocha habría sido mucho menor a la del padre de mi amigo.

Pasaron unos años y la historia volvió pero el protagonista iba a ser yo. Mientras jugaba a la pelota, comencé a sentir una presión intensa en el pecho. Me di cuenta de que me estaba infartando cuando manejaba de vuelta. Habría muerto si no hubiera estado conmigo uno de mis hijos. Llegué a la clínica gracias a un policía que condujo mi auto el último tramo. Estuve sin signos vitales y me reanimaron con las paletas de desfibrilador. Cuando me ingresaban a la Unidad Coronaria, alcancé a distinguir que en el pasillo estaban mis hijos y mis padres. Al día siguiente, vinieron a verme mis compañeros de fútbol y más familiares. Un día vino a visitarme Ale Gallo y cuando entró, entendí, justo con esa visita, que en mi caso era bastante difícil morir en soledad. Con una actitud de cuidado, durante mi internación por la cirugía él no quiso decirme que se había separado. Me enteré más tarde a través de unos mensajes de WhatsApp. Su hijo tenía la misma edad que el mayor de los míos, y compartíamos sensaciones sobre su crecimiento. El chico, aparentemente ofendido por el aislamiento de su padre, había decidido no hablarle más. Ale se mudó a un departamento en el centro, casualmente a una cuadra de donde había vivido y muerto el Bocha. Las consecuencias de una lesión en la rodilla habían acentuado su recogimiento.

En 2020 se desató la pandemia por COVID y el encierro lo volvió más huraño. Un tiempo antes, había publicado un libro de cuentos y esta temporada a solas le permitió reencontrase con la escritura de una novela. Me iba comentando por largos mensajes de voz el proceso de escritura.

Su hijo adolescente seguía decidido a no contactarse con él, y pese a que yo siempre animaba a mi amigo a que lo buscara, Ale me contestaba que el pibe no quería, que había buscado mil formas y que era muy dolorosa toda la situación. Pese a que yo había tenido problemas leves de salud, posteriores a mi operación del corazón y había estado otra vez internado, no corté comunicación con él, pero de repente dejó de contestarme los mensajes del chat.

Me resultaba extraña la falta de respuesta, y me llamaba la atención que no registrara mis llamadas. Por unos días decidí no molestarlo, y, una vez que me dieron el alta, volví a insistir durante 12 días corridos hasta que un viernes a la tardecita puse punto final a la espera, a la tolerancia y fui hasta a su departamento. Como nadie me atendía, llamé a Cecilia, la madre de su hijo, y vino rápido. No tenía llaves del lugar, entonces habló con el portero del edificio quien enseguida llamó a la policía.

Yo sentía cómo se repetían algunas zonas de las historias, que venía viviendo y todo eso me despertaba el mismo sinfín de dudas. No había respuestas del otro lado de la puerta, no se sentían olores, no se distinguían ruidos ni señales. ¿Sería que la historia quería repetirse? Ante el fracaso de la intervención policial, hubo que acudir a un cerrajero. Después de varias maniobras, abrió y todos los allí presentes nos enfrentamos al horror: Ale estaba tirado en la cama, muerto. ¿12 días así? Esa docena, que ganaba por 7 más al lapso de extinción de su padre, se agregaba como nueva cifra —¡altísima!— en la medición de soledad. En medio de la urgencia por resolver cuestiones prácticas, me asaltó un pensamiento filosófico: qué hubiera pasado si yo no lo encontraba. ¿Hasta dónde hubiera llegado la cifra? ¿Yo era el índice más bajo de su soledad? ¿Fue mi espera lo que determinó la medida de su soledad?

Mientras Cecilia me confesaba que no podía encarar la limpieza del lugar y me pedía que me ocupara yo, recordé que Ale me había contado del robo de los dólares que lo había dejado sin herencia al mismo tiempo en el que quedaba sin padre. Él repitió el gesto de su padre y había también guardado en su casa una suma de dólares, mucho menor pero bastante significativa. Eso también me lo había contado, como al pasar, en el hospital. Entonces, dije para mí, tiene que estar ese dinero por algún lado. Aproveché para emprender la búsqueda de la plata como una cruzada, yo quería que su esposa y su hijo tuvieran algún tipo de tranquilidad económica. Fue ahí, a solas, con esa misión decidida, en ese mismo espacio que alojó la muerte durante 12 días, en ese lugar revulsivo, con olores nauseabundos, coronado por un colchón cargado de fluidos, donde fui descubriendo también cómo fueron sus últimos días. Sin darme cuenta, me convertí en detective de pistas, en perito de señas, en baqueano de huellas, en crítico literario de sus escritos, en médium o mejor en testigo de una soledad: la de mi amigo.

Busqué el dinero todo el tiempo. No aparecía. Casi resignado a irme y mientras terminaba de acomodar ropa, di con el envoltorio de unos jabones. ¡Qué disonante ese objeto fuera de uso tan al alcance de la mano! La curiosidad me llevó a abrirlo y, en lugar de jabones, estaban los dólares. Si bien creía que estaba profanando algo, sentí un gran alivio de devolver a la familia esa plata. El hallazgo más esperado me renovó energías y seguí hurgando entre libros, merodeando entre sus cuestiones inconclusas y sobre todo entablando un diálogo imaginario con mi amigo muerto. Entretanto, la pregunta por el alcance, los límites, la carne de esa soledad estaba de fondo como música funcional.

La búsqueda venía resultando productiva y sobre el final de mi permanencia en casa de mi amigo encontré por debajo de un mueble, en una zona de difícil acceso, un papel suelto, tenía una consigna clara: “Si me pasa algo, comunicarse con…” El número anotado coincidía con el teléfono de Cecilia. Me sentí obligado a ocupar el lugar del muerto.

Hablé por teléfono con su hijo. Le mencioné que había reunido en una caja algunos objetos de valor sentimental, le describí la colección de series y películas que encontré, le informé que había un e-reader en un cajón y una notebook sobre la mesa de luz. Su hijo comentó que estos dispositivos serían útiles para recuperar los escritos de su padre. También me preguntó si podía llevarle yo la biblioteca. Los volúmenes, entre los que destacaban obras de Don Winslow, Murakami y Ellroy, estaban impregnados de olor feo, mezcla de libro viejo con descomposición corporal.

Tras el pedido del chico, hablé con la madre y le pedí permiso para llevármelos y acondicionarlos antes de dejarlos en manos del hijo. Durante la primavera, los coloqué sobre una mesa al sol en el patio de mi casa, dejándolos respirar aire renovado y llenarse de calor revitalizante. Era un nuevo bautismo bajo un cielo despejado. Pasado un tiempo, los acomodé en cajas que cargué en el auto y los llevé. Nos sentamos a tomar un café con Cecilia y su hijo y mientras los paquetes estaban en el umbral, tuve un escalofrío raro.

Esa misma noche, Cecilia me llamó, pidiéndome que fuese a buscar los libros nuevamente. Tal vez se sintiera absorbida por un sentimiento espectral que no se decide entre el disgusto y la tristeza. No podía dejar esos libros sin destino. Ahora la biblioteca está en mi casa, entre mis cosas, los veo a diario, los rozo, y hasta le acaricio los lomos en cada paso que doy.

Como el mayor legado fueron sus libros, decidí rendirle un homenaje también literario. En este momento, me encuentro escribiendo justamente una novela que si bien lo tiene de protagonista, ocurre a principios del siglo XX, en un espacio alejado de Mar del Plata, con una trama donde la disputa ya no es contra los propios demonios sino por la conquista del territorio, en una red de afectos que en nada se parecen a los reales y donde las soledades se activan y se pausan de manera diferente y se comparten entre varios.

Aunque la angustia por la pérdida de mi amigo se parecía al dolor del hambre, se despertó en mí una nueva capacidad, la de sentirme extraño en mi propia piel y así poder ver esa soledad cotidiana que de otra forma hubiese pasado inadvertida. Una habilidad para imaginar mundos, esos que pide a gritos la literatura para no permanecer en soledad. Mientras escribo su novela, me pregunto, como dice el título de una vieja película argentina, “Si muriera antes de despertar”, ¿quién me encontrará y cuántos días tendré que esperar?

Carlos Aletto nació en Mar del Plata en 1967. Es escritor y licenciado en Letras. Ha publicado las novelas “Once segundos” y “Anatomía de la melancolía”, el libro de cuentos “Antes de perder”, y el ensayo “Julio Cortázar: diálogo para una poética”, entre otros. En los años 90 fue editor de la revista literaria “Unicornio, un caballo con suerte” y entre 2011 y 2017 dirigió el Suplemento Literario Télam. Actualmente, escribe para Radar Libros, Revista Viva y Cultura de Perfil. Ha recibido el Primer Premio Municipal de Literatura de la Ciudad de Buenos Aires. Es padre de tres hijos: Lorenzo, Santino y Oliverio.

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