Se llevó el secreto a la tumba. Alguna vez, supo jugar fracturado y nunca lo percibió. O sus ansias futboleras le permitieron eludir el dolor. Ahora, entre tanta hipótesis en vano, entre tantos ojos vidriosos que recorren Uruguay, se habla de una vieja arritmia que le pasó factura en plena cancha. Pero lo mismo da. El milagro no ocurrió. Después de pelearla hasta donde el corazón le dio, Juan Manuel Izquierdo Viana, zaguero de Nacional, falleció este martes a los 27 años en el prestigioso Hospital Israelita Albert Einstein de San Pablo, en el coqueto barrio Morumbí, a metros del estadio del Tricolor paulista donde corrió su última bola vestido de azul y jugando Libertadores. El sueño de tantos orientales.

El Bolso tenía la serie perdida. Pero, se sabe, los charrúas nunca se rinden. Y menos en Brasil. Después de un 0-0 en el Gran Parque Central montevideano, la revancha de los octavos de final dejaba mejor parados a los dirigidos por Luis Zubeldía en la teoría. Y en la práctica también. En el Cícero Pompeu de Toledo, el último jueves, entre Damián Bobadilla y Jonathan Calleri, tenían todo definido al comienzo del segundo tiempo. Sin embargo, habría algo peor que ese 0-2 eliminatorio.

El reloj marcaba 83 minutos y monedas. Con todo el tiempo del mundo y el resultado a favor, el golero Rafael se disponía a sacar de fondo con un Nacional adelantado en el campo. El último gran pressing de la noche hasta ese antes y después. Parado en el corazón del círculo central, como zaguero bien adelantado, Izquierdo comenzó a perder el equilibrio. Pero le hacía el aguante a sus piernas, que pedían firmeza. Tambaleaba y caminaba, tambaleaba y se desplazaba sin rumbo y sin abandonar la línea media. Leandro Lozano, su compañero, intentó abrazarlo, detenerlo. Aunque fue imposible. Todo se hizo imposible. Entró la ambulancia. Cambiaron los gestos. El partido siguió. Pero estaba terminadísimo. La cabeza estaba en otra parte. Los sentimientos acababan en Juan.

Izquierdo nació en el invierno de 1997 en los suburbios de la capital uruguaya. Nuevo París, su barrio de zona Oeste, ya no es tan bacán como se anhelaba a fines del Siglo XIX. Hoy, vecino a los laboriosos Belvedere, Sayago, La Teja y Paso de la Arena, ya no es lo que era. Antigua zona de quintas, hoy es copada por fábricas y curtiembres. Sólo se mantiene el sonar de las campanas de la iglesia de San Francisco. “Mi infancia fue jugando a la pelota todo el día, sin celular; no teníamos la posibilidad de tener esos lujos, pero la familia siempre estaba unida. Es lo más lindo que me pudo haber pasado y lo que me marcó hoy para ser la persona que soy. Nunca me faltó nada. Mi padre siempre tuvo trabajo y mi madre se encargó de criarnos. Nunca anduve con zapatos rotos, pero tampoco tenía lujos. Tenía todo para estar bien, pero tampoco los últimos championes o el último teléfono…”, supo confiarle al diario El País.

Jugar era todo para Juancito. Había empezado en el baby fútbol del modesto club San Francisco de Asís hasta que lo vieron encargados de las Inferiores de Liverpool (donde integró plantel con Nicolás de la Cruz y el Colo Ramírez, hoy en Newell’s). Jugar era todo para Juancito, al punto que casi cuelga los botines antes de empezar. Suplente en las Formativas del elenco de la Cuchilla, hizo una pausa en su vida y tiró paredes con su viejo haciendo changas. Revestía baños, se disfrazaba de peón de albañil e, incluso, sin anillos por caerse, se encargó de la limpieza de muchas obras. “Era más que nada para hacerle compañía a mi padre y hablar de la vida. Esos pequeños gestos me dejaron una enseñanza que le quiero inculcar a mi hija el día de mañana”, repetía. Hasta que un amigote lo volvió a cebar y lo llevó a Cerro, donde debutó profesionalmente en 2018, año en que fue parte -junto a su familia- de una cooperativa de viviendas que le permitió tener la casa propia.

Su palmarés incluye la particularidad de ser miembro, y sin conflicto, tanto de Nacional como de Peñarol, donde llegó en 2019. También registra pasos por Montevideo Wanderers, los mexicanos de San Luis, otra vez Liverpool -donde llegó a hacer incluso ‘el gol del campeonato’- hasta recalar por segunda vez en el Bolso tras un primer paso en un 2022 melodramático: falleció el abuelo, su gran compañero en todas las canchas; se rompió la tibia y no pudo seguir jugando por un buen rato; pero, a su vez, nació su hija Lucero. La pequeña botija estuvo junto con mamá Selena (el recién nacido Juan Felipe se quedó en MVD) para hacerle el aguante al padre hasta las últimas consecuencias, como toda la República Oriental.

De repente, por Izquierdo, todo un país se volvió a vestir de celeste esperanza. No hubo grieta, no hubo nacionales y peñaroles. Solo hubo apoyo sin distinción de camisetas. En las calles, en las redes, en los gestos, en el fútbol uruguayo todo con su parate. Allí, en SP, dijeron presente Sebastián Eguren (manager de la institución), Fernando Brusco (directivo), Alejandro Balbi (presidente), Damián Benchoam (psicológo del plantel), Diego Scotti (pope de la Mutual de Futbolistas Profesionales), Diego Lugano y la cónsul Marta Echarte. La Argentina -que pudo haber sido hoy su hogar si en este verano prosperaba la oferta de Lanús- también lo tuvo en sus oraciones. Ni hablar de Brasil y el plantel del vencedor San Pablo. Rivales como Jonathan Calleri (que puso la billetera a disposición), el tocado compatriota Michel Araújo y también Luis Zubeldía lo lloraron cuando las medidas protocolares llegaron este martes a su fin.

El milagro no ocurrió. Entre miles de preguntas sin respuestas, entre muchas conjeturas, Juan Izquierdo dejó este mundo después de pelearla hasta donde el corazón le dio. Y en un campo de juego. Allá lejos y hace tiempo, en 1918, Abdón Porte, un volante central cuyo nombre hoy lleva una de las cabeceras del estadio de Nacional, decidió dejar su vida en el césped en un acto de amor y arrojo que todavía se recuerda. Cientos de años más tarde, otro Bolso pasó a la inmortalidad.