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SOCIEDAD

Mundos íntimos. A los 35 tuve cáncer. Escribí y saqué fotos de lo que vivía. Me ayudó: ser creativa me hizo pensar en el futuro.

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La noticia abrumadora que me hizo tomar conciencia real de la finitud de la vida llegó a mis 35 años. Cuando mi vida profesional como fotógrafa y creadora audiovisual estaba en pleno auge, todo dio un vuelco inesperado, se puso en una completa y total pausa. El cáncer y yo nos encontramos hace 8 años.

En la carrera de la vida nos preparan, nos instruyen y nos inculcan todo tipo de valores. Desde que somos chicos nos enseñan la tabla del dos, a multiplicar, a ubicar en el mapa ciudades, sobre historia y lengua, algunos tuvimos un poco más de suerte y aprendimos a cantar, bailar, nadar, alguna lengua extranjera; en casa también me hablaron de compartir, del perdón, de ser generosa, entre tantas otras cosas.

Pero, ¿cómo se enseña a transitar una enfermedad? Especialmente una como el cáncer que dentro del colectivo social tiene una relación directa con la muerte. Ojalá hubiera existido un manual de instrucciones de uso sobre cómo afrontarlo para todos. Y digo todos porque de alguna manera nos enfermamos todos, atraviesa de diferentes formas tanto a la familia como a los amigos y nos perfora.

Tratamiento. Florencia Curi, sin pelo por el efecto de la quimioterapia.Tratamiento. Florencia Curi, sin pelo por el efecto de la quimioterapia.

Cuando la noticia llega no lo hace de golpe (aunque sí que golpea y fuerte) sino a través de un proceso, de un sinfín de estudios, biopsias y análisis que anteceden a la confirmación de la presencia del cáncer en tu cuerpo para luego estadificar, lo cual implica conocer el avance y grado y así poder iniciar un tratamiento. Durante ese tiempo tu mente trabaja a la par, de alguna manera procesa toda esa información y hace lo que puede con las herramientas que tiene y va para adelante porque no hay otra dirección hacia donde ir.

El cáncer que detectaron en mi cuerpo era de mama. En mi caso, me realizaron mastectomía de mama izquierda.. Muchas de las decisiones que debía tomar tenían que ver con el mundo estético, con querer que estuviera “bella”, “femenina”. Otras me planteaban interrogantes que no me había hecho hasta el momento, como ser madre. Y debía tomar decisiones a contrarreloj, porque cuando el cáncer te encuentra de joven el muy desgraciado se mueve velozmente. Lo cierto es que yo lo único que deseaba desde lo más profundo era estar y ser sana.

Amigas. Maite (izq.) y Marianella (centro) le dieron a Florencia Curi ideas para enfrentar el cáncer.Amigas. Maite (izq.) y Marianella (centro) le dieron a Florencia Curi ideas para enfrentar el cáncer.

La suerte. La suerte estuvo de mi lado. Y también un control de rutina que me salvó porque lo agarramos a tiempo. Así y todo tuvimos que hacer operación, quimioterapia y radioterapia. Pude estadificar en un tiempo determinado y también me llegó la medicación. A veces no sucede. La fortuna estaba de mi lado y mi cuerpo continuó aguantando, los resultados prosiguieron dando relativamente bien para ir quimio tras quimio y así fui sorteando el tratamiento físicamente. Anímicamente, hubo días en los que me envolvía una profunda tristeza, pero intentaba que no me atrapara, no quería quedarme en ese lugar, no quería hundirme en ese pozo.

Transitar los oscuros caminos del miedo y la incertidumbre

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Me gusta pensar que durante todo el proceso de tratamiento hubo refugios a los que podía huir, espacios donde poder expresarme de formas diferentes. Mis sobrinos pequeños, que apodé mis golondrinas, eran mi escape más preciado, el lugar donde me fugaba y era libre genuinamente, cada uno con su impronta, frescura y alegría radiante. Con ellos jugamos con la primera caída del pelo, para mi era importante que fueran parte de mi cambio.

Mi familia, especialmente mi mamá, eran quienes sostenían la ardua tarea de llevar el día a día. Y después estaban los amigos y amigas. Descubrí el verdadero sentido de la amistad, de lo que es capaz de hacer alguien en ese vínculo que elegimos, que no viene heredado. Como la Chanu que me susurraba cuentos de Almodóvar al oído mientras estaba en quimios, una Fer que me ayudaba a comer una gelatina y ponía una pelela cuando mis brazos no se podían mover, una Naty y un Roque que me llevaban al río para que tomara aire fresco, amigos que acompañaban, que estaban, que no preguntaban porque no había nada que decir. Sentir que con mis amigos y amigas podía ser en libertad me llena de gratitud. Eso me lo enseñó el cáncer.

Para quienes transitamos el cáncer en los pueblos del interior del país sabemos que tiene su particularidad. Muchas veces nos toca hacer parte del tratamiento en otras localidades. El acceso a la salud puede ser más difícil, no contamos con centros de alta complejidad y los oncólogos son pocos. Pero también contamos con nuestra gente, que solo te conoce de nombre, pero que llega y abraza, escribe mensajes, regala estampitas, santos y rosarios. A veces no es fácil y no sabemos recibir las muestras de afecto, pero nos llegan y contienen, eso tienen los pueblos.

A mi me había tocado hacer radioterapia a 300 kilómetros de Chajarí, provincia Entre Ríos, por lo que con mi mamá nos mudamos por un mes a Concepción del Uruguay. Por esos días, a mi amiga Chanu, le costaba mucho lo que nos estaba pasando porque vivíamos separadas por mucha distancia, pero un día se le ocurrió una idea. Me llamó para decirme que había estado pensando que yo tenía que escribir lo que estaba viviendo. Al principio me pareció una locura, ¿a quién, más que a mi familia y entorno, podía importarle lo que me estaba pasando? Pero con los días algo se encendió y empecé a pensar que por ahí sí tenía sentido.

Las dos veníamos del mundo del cine, las dos amamos contar historias. Y así fue como durante todo ese mes, por las mañanas me presentaba en el centro de radiología y durante las tardes me sentaba a escribir. A la noche salíamos con mamá para hacer un poco de caminata, gastábamos la suela de las zapatillas en el corsódromo. Mientras dábamos vueltas, íbamos y veníamos, también lo hacían los mensajes incesantes con la Chanu.

Yo volcaba verborrágicamente todo lo que había escrito en extensos audios y ella hacía lo mismo, idealizábamos, volábamos, soñábamos juntas. Así fue pasando el mes entero entre radioterapia, caminatas y la fantasía de hacer un libro ilustrado. La emoción de la llama creativa encendida me dio ilusión y la posibilidad de pensar que había algo después. Muchas veces pienso que fue un momento de gran catarsis y un hermoso refugio, pero también fue esperanza, una meta en donde poner la mente.

La conexión con el arte fue otra de mis grandes guaridas. La busqué no solo en la escritura, sino también a través de la fotografía y también incursioné en la pintura, dando mis primeros pasos con pinceladas al óleo un tanto toscas que buscaban expresar el universo que me desbordaba. Tal vez por todas estas prácticas artísticas que iba experimentando me fue tan natural conectar con Mari. Dicen que de grandes es raro hacerse amigas nuevas, pero no lo creo. Con ella nos relacionamos desde el día uno de una forma genuina. Nuestra amistad nació cuando trabajamos para una feria del libro de nuestra ciudad, pero se terminó de profundizar el día que ella aceptó ilustrar y ponerle imagen y vida a toda la experiencia del cáncer. Es una gran ilustradora y supo poner poesía, magia y metáforas visuales a la historia que yo narraba, pero que también la atravesaba. Era una historia que podría ser la de cualquiera, la de una amiga, una madre, una hermana.

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La Chanu, Mari y yo no éramos realmente conscientes de lo que estábamos haciendo: transformamos el dolor en arte. De eso me di cuenta muchos años después, cuando vimos a nuestro libro terminado y lo llamamos “Montaña. Crónica de un cáncer”.

Cuando afrontas una enfermedad y sentís la parca rondando, se paraliza el alma y contrasta notablemente con construcciones romantizadas del cáncer. Estamos inmersos en un sistema que nos ofrece versiones superficiales de heroínas, valientes coloreadas de rosa, repletas de frases repetidas: “sí se puede” que solo generan vacío. Muy por el contrario, el proceso es interno, un universo de emociones que nos atraviesa por dentro y que sólo nos permite hacer lo que realmente podemos con la piltrafa de cuerpo que nos queda, y lejos de buscar una victimización, solo se trata aceptar las cosas como son desde la realidad que nos toca.

La incomodidad que ocasiona la palabra cáncer y lo que genera todo lo que la rodea es más difícil para el resto que para mí. Lo noto en cada uno de mis chistes ácidos que pocos ríen y no saben cómo actuar. Se siente como si debiera darles un botón de pulsar que diga momento risa. El resto de las personas no quiere que hable del cáncer, supongo que solo es porque quieren olvidar, porque nadie quiere recordar los momentos malos, tristes y de angustia, pero yo no puedo dar vuelta de página así como así, tomo diariamente tamoxifeno y me miro en el espejo todos los días, el recuerdo es permanente. Ahora es parte de lo que soy, pero es largo el recorrido de naturalizar la palabra cáncer, hacerla propia y de alguna manera abrazarla durante y después de su llegada.

Lo cierto es que ese manual de instrucciones que no viene una lo va construyendo y escribiendo con las herramientas que tiene. Los hechos no se pueden cambiar, son lo que son, y una solo puede decidir que actitud tomar frente a ellos, para mí eso fue poder y nadie me lo iba a quitar. Nadie sabe qué es lo que va a pasar mañana, pasado, yo no sé si no me voy a volver a enfermar o si me va a pasar otra cosa, solo sé que tengo que vivir el hoy, disfrutar lo que me toca ahora. El sistema y la rutina diaria a veces no ayudan, pero a mí me funciona cada tanto parar, mirar y preguntarme si esto es lo que realmente quiero, porque al fin de cuentas solo se trata de vivir.

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Los misterios del cuerpo

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Hay algo en el ser humano que me confunde. Una persona puede tener una gripe o un resfrío pasajeros que dejan ninguna consecuencia y se siente morir: transpira, no tiene fuerza, duerme todo el tiempo, le duele el cuerpo, la garganta. Esa misma persona -supongamos- quizás esté desarrollando un cáncer muy peligroso: de páncreas, de cerebro, de ovarios si es una mujer. Y ni se entera, hasta el día que tiene un síntoma y va a consultar. Ya suele ser tarde. ¿No es una incongruencia?

Lo sé: un cosa es un virus externo que prende todas las alarmas y otra un cambio en las células del propio organismo que al principio puede pasar desapercibido o que genera estrategias para que la respuesta defensiva no resulte suficiente. Pero el razonamiento no me alcanza: ¿tiene sentido que el cuerpo no dé cuenta de una destrucción que le está sucediendo?

Esta disquisición, que quizás resulte infantil, tiene un correlato en nuestra vida cotidiana. Uno no está haciéndose controles para saber si tiene gripe: se anuncia por sí misma. En cambio -y más a medida que crece la tecnología- recibimos sugerencias mandatorias para estudios que “miran si”. Si hay algo, si hay sospechas, si hay que profundizar. Se aplican a cáncer como los de mama, los ginecológicos, los de próstata, los de piel, los de colon, los de pulmón (para los fumadores). Sumémosle las visitas al dentista, al oftalmólogo, al clínico -¿una al año?- y estamos ante un abanico que medicaliza nuestro tiempo. Pero no deja de ser una suerte: los estudios rutinarios salvan vidas y por eso los sectores que tienen menos acceso a la salud mueren antes. Así de claro, así de horrible.

A mí me gusta pensar que, aunque nos creemos modernos, esto es medieval. Que en unas décadas -ya no lo veré, intuyo- habrá detecciones amplias a partir de un pinchazo. O menos. Quizás la historia de la medicina nos coloque en sus páginas y nuestros nietos se sorprendan por lo que hacíamos. Mientras tanto, un poco de paciencia: es lo que hay. Y si no lo hubiera, sería peor.

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