Alina Ruiz (45) nació y se crío en el campo. En el Chaco, donde el monte nativo empieza a fundirse con los límites de lo que más allá es el Parque Nacional El Impenetrable. En ese campo, la familia sembraba para vender y comía lo que sembraba. Y si el tomate no se vendía, se hacía salsa del desperdicio.
“Lo que pasó años después con mi restaurante de kilómetro cero no es que fui una iluminada, eso es parte de mi vida”, dice Alina.
No es de las chefs famosas de la tele, pero sí es de esas cocineras y cocineros que, lejos de las luces del centro y los brillos de las estrellas Michelin, hoy están escribiendo las páginas de la gastronomía argentina, que se redefine con la mirada a los productos y las técnicas locales.
Ruiz es la propietaria del único restaurante de autor de cocina por pasos en la provincia de Chaco. Lo que en Buenos Aires o Mendoza es un estándar de alta cocina, ella lo llevó a ese campo en la entrada del Impenetrable.
Antes, tuvo que recorrer un largo camino y una historia particular. Rompió el mandato familiar, trabajó como empleada doméstica en Buenos Aires para pagar su formación, volvió al pueblo con una idea innovadora que fue un éxito y hoy además lidera otro proyecto pionero en la zona que involucra a sus pobladores con la gastronomía.
Anna es el restaurante que Ruiz y su esposo tienen en la Finca Don Miguel, en las afueras de Juan José Castelli, una localidad a 260 kilómetros de Resistencia. En ese campo, Alina veía cómo su abuela materna era “una pequeña maquinita” que trabajaba sin parar, incluso a los pocos días después de haber dado a luz a cada uno de sus 14 hijos.
Advertisement
“Era una mujer diminuta de pelo muy largo y ojos celestes. Hablaba muy poquito. Pero era de compartir cosas desde el gesto de dar, nunca una caricita o contar un cuentito. Tenía otros gestos que te hacían ver que era una persona amorosa y daba”, recuerda a su abuela, la que hacía desde el pan a la ricota y limpiaba al patio con una escoba de yuyo, y a la que homenajeó con el nombre del restaurante.
En esa familia de productores rurales, que manejaban las dificultades del uso del recurso del agua y cultivaban a campo abierto las sandías, los zapallos y las plantas de cítricos, y en la huerta la rúcula, la lechuga y los tomates, Alina incorporó el valor de la tierra y del trabajo, y aprendió a cocinar. No recuerda cuándo exactamente: lo trae consigo. Sí recuerda que a los 12 se pagó el viaje de egresados vendiendo lo que cocinaba.
El amor a la cocina estuvo siempre, pero siempre también estuvo el mandato. Y como todas sus tías, ella también “tenía que ser maestra porque era un sueldo fijo”. No funcionó la docencia (entonces, o por esos carriles formales) y volvió a vender comida para juntar plata e irse a Buenos Aires con el sueño de estudiar en una de las escuelas de gastronomía reconocidas.
Pero cuando llegó a la Capital, se dio cuenta de que todo el dinero que había juntado en Chaco no le alcanzaba para nada. “Teniendo la experiencia de mis días que todas las que habían ido a Buenos Aires terminaron en casa de familia, ¿qué iba a hacer? Lo mismo”, cuenta.
Alina dice hoy que “siempre tuve suerte, un privilegio la realidad que me pasó”. Consiguió trabajo con “una familia adorable, cuidaba dos niñas y hacía las cosas de la casa” y así fue empezando a manejarse en la ciudad. No podía pagarse esa gran escuela, pero fue a un lugar “donde se daba cocina, electricidad, costura y un montón de cosas más. Sabía que me iba a dar una base”.
Compatibilizando el cuidado de los chicos, la limpieza de la casa y su propio estudio, logró anotarse ya en los primeros cursos específicos en la escuela del Gato Dumas. “Me mudé a Belgrano, con otra familia que tenía dos varones y ella había perdido un embarazo de una beba que se llamaba Alina. Fue muy sano para ellos y para mí. Nunca sentí la cosa de la soledad extrema porque siempre estaba ocupada. Cuando los chicos estaban en la escuela hacía la limpieza y cuando venían los ayudaba con la tarea, era como ser una mamá sin ser mamá”, rememora.
Durante mucho tiempo siguió en contacto con ambas familias y agradece “la insistencia de estos patrones” que la obligaban a estudiar, “’Si vos viniste a estudiar, no podés faltar’, me decían”.
Uno de ellos tenía una empresa de aviones privados y así Alina empezó a hacerles catering. También, comenzó a cursar sommellerie en la Escuela Argentina de Sommeliers. Sólo le faltó rendir los finales, porque tuvo que volver a Chaco por un tema familiar. Y ahí sí, con todo el bagaje de conocimientos y experiencia que había adquirido en Buenos Aires, Alina encontró la oportunidad: montar su propio restaurante.
“Era 2009 hice la primera cena con cinco personas en la casa con cimientos de barro de mis abuelos. Imaginate, menú por pasos, mesa comunitaria, no tenía cómo mandarle el menú al cliente. Mi hermana me había hecho un álbum de fotos anilladas pegadas sobre cartulina en las que iba a las casas de los potenciales comensales y les contaba lo que hacía. Eso era la tablet de hoy”, se ríe.
Advertisement
En ese pueblo chico, los médicos, los bancarios, los profesionales que tenían la posibilidad de viajar y la cabeza abierta fueron, los reconoce, “mis community managers”. Así, Alina iba y venía y se generaba una expectativa por cuándo iba a ser la próxima cena, hasta que en 2017 pudo construir el restaurante y Anna se consolidó.
Puso mesas individuales, mantuvo la mantelería bordada por su mamá, trajo la cristalería de Buenos Aires y con los años fue enseñando qué era el maridaje y los varietales a un público local que solo conocía una de las marcas de Malbec más famosas. “Fuimos haciendo escuelita del paladar”, se enorgullece.
Anna nació con un menú por pasos y así sigue: por la noche, son siete, con productos de estación, técnicas e insumos del lugar, y también la tradición de los inmigrantes alemanes, rusos y checoslovacos que tanto ha impregnado en esa zona. Así, por ejemplo, puede servir un borsch con un papel de mandioca, niños envueltos de charque en hojas de repollo y un helado de cedrón. Al mediodía, el menú es más sencillo porque incluye además un recorrido por la huerta.
La calidad de su cocina y el respeto entre sus pares por su trabajo hizo que recientemente la convocaran para ser parte de Latinoamérica Cocina, un evento en Valle de Uco, en Mendoza, organizado por Familia Zuccardi en los jardines de su bodega Piedra Infinita.
Allí, se buscó revalorizar la cocina de olla que atraviesa toda la gastronomía del continente: ella cocinó kivevé, uno de los guisos más tradicionales de la Mesopotamia, y compartió line up con 20 chefs latinoamericanos de la talla de la argentina Narda Lepes y la colombiana Leo Espinosa.
Al restaurante de Finca Don Miguel siguen yendo los vecinos de la zona, pero también muchos turistas: en la zona se está impulsando fuerte el turismo a través del trabajo de la Fundación Rewilding, que ya hizo un proyecto similar uniendo naturaleza, gastronomía y comunidades en los Esteros del Iberá.
En El Impenetrable, la fundación armó unos glampings con servicios de lujo, “pero la gente va a comer en la casa de barro de una de las mujeres de la zona, y hace kayak con los esposos de las mujeres y senderismo con sus hijos, y esto se extiende mucho más porque en otro corredor entran las tejedoras y los artesanos en madera y barro”, explica Alina, y contabiliza unas 200 familias que participan de esos programas.
Ella tiene allí un rol clave en el área de comunidades, interactuando con los pobladores. Cuenta que durante años se deforestó el monto nativo y que también se perdió la cuestión cultural de la siembra. Eso es sobre lo que ella trabaja: les lleva plantines a las familias, les explica cómo armar su huerta, los ayuda con el seguimiento. “En estos parajes tan alejados, estamos trabajando para que la gente cultive ahí lo que va a comer y no tenga que ir con las motos tantos kilómetros a buscar un tomate que cuando vuelven, ya es salsa”, grafica.
Alina ama su lugar y lo que puede dar, y eso ama enseñar. Ahora que empieza el calor cierra el restaurante, como todos los años, y por primera vez se irá, con su equipo a hacer esa cocina del kilómetro cero a un lodge de pesca en la Patagonia. Y en el otoño, volverá al Chaco. No quiso ser docente pero ahora, uniendo las líneas en un círculo, se da cuenta de que terminó siéndolo.
“No quiero que nada me aleje de esto de ser maestra. Del contacto con la gente, de volverlos a su territorio, de contagiarlos y que vuelvan a trabajarlo y conocerlo, porque cuando más lo conocen lo pueden vender sin dañarlo. Creo en eso, en el contacto: eso es lo que nos hizo nacer y ser humanos. Esa es la clave y es sanador”, cierra.
Desde el Chaco Salteño hasta la Patagonia, nuestro país está lleno de líderes que trabajan para lograr un impacto social en sus comunidades. Que miran a las personas en situaciones más vulnerables: poblaciones aisladas, personas con discapacidad o en situación de pobreza. Para visibilizar estas obras que inspiran, el Premio Abanderados reconoció a 8 de estos “héroes”. Ahora, está abierta la votación para elegir a uno de ellos, que se quedará con 10 millones de pesos para su obra solidaria. Además, la Fundación Navarro Viola otorgará un premio de 5 millones de pesos, lo que suma un total de 15 millones de pesos en la edición número quince del evento.
El Premio Abanderados, de la Fundación Noble, nació en el 2010 por iniciativa de la productora Luz Libre y eltrerece. Para llevarlo adelante es clave el acompañamiento de empresas comprometidas con visibilizar estas historias: Telecom, Axion Energy, Loto Plus, Silicon Misiones, Sancor Seguros, Banco Galicia, Afianzadora, CAEM, Grupo ST, Arcelor Mittal, Bayá Casal, ADT, Fundaciones Grupo Petersen, Andreani Logística Social y la Fundación Navarro Viola.
Las historias de cada abanderado se pueden encontrar en eltrece, premioabanderados.com.ar y en las redes sociales del Premio: @abanderados en Instagram y @PremioAbanderados en Youtube y Facebook. En Spotify, además, se puede escuchar entrevistas en profundidad con cada uno de los Abanderados.
Los 8 Abanderados de este año
Agustina Arata. En el 2020, esta cordobesa de 41 años creó el proyecto Goodwill: cada tres meses, decenas de voluntarios (la mayoría profesionales de la salud) viajan 200 kilómetros desde Córdoba capital hasta la zona rural de Serrezuela para atender a niños y niñas con discapacidad de bajos recursos económicos. En cada viaje asisten a unos 80 chicos y chicas y brindan herramientas a las familias. Isabella, la hija de Agustina que a los 3 años quedó con parálisis cerebral, la motivó a esta iniciativa. Su historia se cuenta en más detalle en esta nota y en este video.
Patricia Bertrán. Es de Venado Tuerto, Santa Fe. Ahí trabaja para romper el ciclo intergeneracional de pobreza en el que viven muchas familias, mediante la organización que fundó: Imagina un Mundo Mejor. Con la ayuda de voluntarios, dictan talleres educativos, capacitan en habilidades emocionales, impulsan emprendimientos productivos y, sobre todo acompañan a personas que suelen ser marginadas. En total, asisten a unas 54 familias. Esta nota profundiza en su trabajo y este video lo muestra.
Advertisement
Ignacio Calabró. Aunque cuenta con 12 años de experiencia como kinesiólogo abocado a trabajar con infancias con discapacidad, fue su hija menor, Lourdes, quien le enseñó el camino de la inclusión. Lourdes tiene una discapacidad motriz severa y se moviliza en silla de ruedas. Pero sus deseos de disfrutar placeres como andar en bici impulsaron a Ignacio a crear Diversamente Posibles. Esta organización de Santa Teresita (en el partido de la Costa) trabaja para brindar actividades recreativas para personas con distintas discapacidades. Por ejemplo, reciclan y adaptan bicicletas, o crearon una silla anfibia que permite surfear. Más sobre la historia de Ignacio, en esta nota y en este video.
Guillermo Catuogno. Es ingeniero, tiene un posdoctorado en Ingeniería y una carrera en investigación. Pero en busca de que su trabajo impacte en quienes más lo necesitan, Guillermo (43 años, Villa Mercedes), creó LabTA, un laboratorio que depende de la Universidad Nacional de San Luis y se aboca a instalar servicios básicos, como electricidad y agua, en zonas rurales de distintos puntos del país, como San Luis, la Patagonia y el Impenetrable Chaqueño. Además, capacitan a estudiantes locales para que puedan abocarse al mantenimiento del proyecto, con el fin de que sea sostenible. Su trabajo se cuenta en mayor detalle acá y en este video.
Silvina Forrester. Inspirada por el impacto positivo que el hockey tuvo en su hija Clara, con síndrome de Down, Silvina creó la Fundación Argentina de Hockey Inclusivo, con el fin de que más personas con discapacidad intelectual puedan practicar este deporte. Y aún más: que puedan jugarlo juntos personas con y sin discapacidad. Más de cien jóvenes practican en CABA de la mano de SIlvina; pero además hacen giras y asesoran emprendimientos de hockey inclusivo en distintas provincias del país. Acá, más sobre la historia de Silvina y en este video.
Florencia Marín. En Rincón de Milberg, Tigre, funciona Libertad Eterna, la organización fundada por Florencia Marín (56 años), que se aboca a acompañar a niños, niñas, adolescentes y jóvenes en situación de vulnerabilidad social, como aquellos afectados por consumos problemáticos o violencia familiar. Cuentan hogares, casas residenciales y espacios de rehabilitación, que albergan en total a más de 90 niños. Les brindan herramientas educativas y acompañan su inserción laboral, mediante emprendimientos propios como una cafetería y una peluquería. La tarea de Florencia se refleja en esta nota y en este video.
Alejandro Nolazco. Es médico urólogo, tiene 74 años y viaja cinco veces al año hasta Santa Victoria Este, Salta, cerca de la frontera con Bolivia y Paraguay. Ahí, junto a colegas voluntarios, Alejandro brinda asistencia médica a comunidades que están aisladas y lejos de centros de salud, principalmente a poblaciones de pueblos originarios (como wichí, chorotes, chulupíes y quechua). La iniciativa AMTENA ya lleva 24 años y 75 viajes, en los cuales brindaron más de 90.000 consultas y más de 1.700 cirugías. Esta nota cuenta cómo nació el proyecto y cómo se lleva a cabo este video.
Felicitas Silva. Tiene 28 años y vive en Concordia. Ahí creó Volando Alto, una organización que brinda apoyo educativo y emocional a familias de barrios vulnerables de la localidad entrerriana, el segundo aglomerado urbano más pobre del país, según datos del INDEC. Volando Alto asiste a 85 familias en dos Centros de Desarrollo de Oportunidades, en donde dictan distintos talleres, y sobre todo acompañan para impulsar los sueños de quienes creen que no pueden. Acá se encuentra más información sobre Felicitas y Volando Alto y acá un video.
Sobre el Premio Abanderados
Advertisement
Abanderados es un premio anual que reconoce a aquellos argentinos que se destacan por su dedicación a los demás. Este ciclo propone darlos a conocer y premiarlos, para alentarlos e inspirar a la audiencia con su ejemplo.
Sus cortos documentales muestran el impacto de aquellos que trabajan día a día para transformar la realidad de quienes más lo necesitan en temas como pobreza, salud, discapacidad, educación, medio ambiente, y desarrollo comunitario.