Tenía 20 años, hacía tres meses me había recibido de profesora en Educación Primaria y me encaminaba hacia mi primera suplencia.
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Me asignaron el 7º grado de una escuela del conurbano. Feliz, temerosa, con muchas ganas de ser maestra, comencé a trabajar con mis primeros alumnos, que mayoritariamente vivían en barrios muy humildes.
No pasó mucho tiempo para que reparara en un chico, Alberto, que cursaba 4º grado, aunque se notaba que era más grande.
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Generalmente estaba en el patio, deambulaba por la escuela y sobre todo se quedaba parado en la puerta de la “Dirección”. Resultaba muy difícil que entrara al aula. Corría, se enojaba, se peleaba, contestaba mal, se escapaba…
Una mañana la directora nos llamó a una reunión a su maestra y a mí para hablar sobre Alberto. Conversamos sobre su conducta y su dificultosa trayectoria escolar. Finalmente acordamos incluirlo algunas horas, algunos días en 7º grado. La idea era probar si con otros compañeros, un nuevo ámbito y otra maestra las cosas podían mejorar.
Éramos un grupo de docentes pensando y armando un dispositivo para trabajar con un alumno que tenía otras necesidades. Eso que tanto habíamos estudiado, eso que todos los chicos son diferentes, con intereses y tiempos personales, se estaba haciendo realidad.
Discutíamos, entre otras cosas, la noción de “destino”, esa postura que parte de la idea de que ciertas condiciones socioeconómicas, familiares o las dificultades de los primeros años de escolarización llevan inexorablemente al “fracaso escolar”.
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Sabemos que una buena relación pedagógica se apoya en un vínculo de confianza.
Y ahí estábamos, confiábamos en él.
Fue así que un día, Alberto se convirtió un poco en mi alumno. Entró muy callado y se sentó solo en el último banco.
Se esforzaba por aprender, por leer y escribir, y con el tiempo mejoró mucho. Disfrutaba de las horas de Lengua, especialmente de las lecturas de cuentos y de poesías. En matemáticas era muy bueno (esto suele ocurrir con los chicos que trabajan, ya que la pobre economía familiar es un tema central en sus vidas). Si bien se relacionaba poco con sus compañeros, estaba tranquilo en el salón y observaba mucho. En los recreos se lo veía solo, no jugaba, caminaba, y yo notaba que en ese deambular trataba de acercarse a la zona del patio donde yo estaba para contarme algo.
En algunas ocasiones, a la salida de clases, me acompañaba a tomar el colectivo en la esquina de la escuela, me despedía con una sonrisa y su mano levantada.
No pasó mucho tiempo para que consiguiera mi teléfono y mi dirección (en aquellos años existía la guía telefónica y era muy sencillo obtener esta información).
Un día, mi mamá me dijo que había llamado un alumno “muy educado y afectuoso” que quería pasar a saludarme. Ella, sin tener muy en claro eso de la distancia óptima entre un docente y un alumno, lo invitó a venir una tarde a merendar a nuestra casa.
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A los pocos días se produjo la visita. Lo recibimos con una chocolatada y una torta hecha por mi mamá especialmente para él. Compartimos los tres una charla, risas y de paso un poco de lectura para continuar la práctica.
Faltaba muy poco para terminar el año. Alberto aprendía y mejoraba. Cada vez pasaba más tiempo en su 4º grado, con su maestra y sus compañeros. Si bien su carácter rebelde se mantenía, logró estar más tranquilo y se lo veía disfrutando de varias actividades escolares.
Finalmente Alberto pasó a 5º grado y yo terminé mi suplencia. No supe más nada de él. Nunca lo olvidé y más de una vez me preguntaba en qué estaría. ¿Habría terminado 7º grado? ¿Estudiaba? ¿Trabajaría quizá?
Pasaron los años, muchos, yo seguía como maestra en otra escuela, me había casado, tenía dos hijos y vivía en otra casa cuando una mañana recibí una llamada telefónica.
Era un sacerdote de una unidad penal de la Provincia de Buenos Aires. “Señorita Mónica, la llamo porque hay un muchacho detenido que está enfermo y me pidió que la contactara. Tiene muchos deseos de comunicarse con usted y, en lo posible, verla”.
Era Alberto. Quedé paralizada. Habían pasado al menos 15 años desde la última vez que lo había visto en el acto de fin de año de aquella escuela. Me cuesta encontrar palabras que expresen lo que sentí en ese momento. Estaba sorprendida, impactada, llena de preguntas.
Luego de unos segundos de silencio, pude seguir conversando con el sacerdote. Hablamos de su situación legal, de su salud -me dijo que Alberto tenía sida- y sobre todo me orientó sobre los trámites que debía hacer para poder visitarlo.
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No pasó mucho tiempo y ya estaba en la ruta junto a mi marido y mis hijos viajando al interior de la provincia de Buenos Aires. Me preocupaba no reconocerlo. La última vez que lo vi tenía 12 años y ahora debería tener cerca de 27.
Mi marido y mis hijos esperaron en una plaza cerca del penal. Entré a la sala de visitas, miré varios rostros y no lo reconocí. Pero de pronto se acercó un muchacho que caminaba rápido y me abrazó. Era él. Había crecido, estaba flaco, la cabeza rapada y la cara con alguna cicatriz, pero tenía los mismos ojos y la misma sonrisa de los 12 años.
A partir de ese día iniciamos una etapa de charlas telefónicas y visitas. El me avisaba cuando lo trasladaban a otro penal. Me hizo recorrer varias cárceles de la provincia de Buenos Aires. En esas visitas hablábamos mucho, recordábamos los años de la primaria, comíamos tortas que mi mamá le seguía preparando, aunque a veces luego de pasar la requisa se transformaban en un conjunto de migas de bizcochuelo.
Me mandaba cartas (que aún conservo) y yo le respondía. En los años que estuvo preso empezó a escribir mucho. En su primera carta me decía: “Si vos supieras cómo cambió mi vida, las miles de cosas que me pasaron, el porqué de este presente tan feo… Escribirte y que me escribas me hace bien. Contarte mis inquietudes, mis pensamientos y mis ilusiones. Es que acá adentro necesitamos la compañía de una palabra o algún consejo. Siempre que me siento agobiado por la impotencia me refugio en un papel y en una lapicera y me desahogo escribiendo”.
Siempre algún recuerdo lo llevaba a ese duro presente: “Me acuerdo de miles de cosas del colegio. Yo siempre me peleaba. Te decía que iba a ser boxeador ¿te acordás? Pero todas esas cosas quedaron en planes. Para lo único que me sirvió es para no dejar que me pasen por encima acá adentro. Pero la violencia no te lleva a nada bueno. Yo me limito a mantener mi lugar. No ser más que nadie pero menos tampoco”, me decía en otra de sus cartas.
Me contaba sobre la vida “adentro”, sus rutinas, los horarios de sueño cambiados, las visitas de sus padres, su arrepentimiento por los años perdidos. “Me lastimaron mucho, también hice mucho daño. Nunca maté a nadie, pero salía, consumía, robaba y volvía a entrar”, me dijo un día sin que mediara ninguna pregunta mía.
Ese arrepentimiento estaba siempre presente. “Elegí la forma más fácil de conseguir plata, pero a la vez la vida más difícil, porque hoy no tengo nada y todos estos años no los recupero más. Es que viví tantas injusticias que se me alteraron los sentidos y los valores de la vida. No supe nunca aprovechar la libertad que tenía y hoy estoy pagando las consecuencias”, escribió en otra de sus cartas.
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En la cárcel comenzó a hacer la secundaria. Me lo contó con alegría y esperanza: “Estoy estudiando primer año de Comercial, estudiar te ayuda a pensar”. También se había anotado en un taller de poesía.
De a poco Alberto hacía planes para cuando estuviera en libertad. En una carta me escribió: “Tengo ganas de empezar a hacer una vida sana. Por ahora sigo estudiando. Estoy bien, recapacitando. Si Dios quiere pronto me voy en libertad”. Y en otra: “Cada cual es dueño de su propio destino y sólo está en uno mismo cambiarlo. Por ahora estoy pensando y recapacitando y poniendo todo de mí parte para la verdadera prueba de todo eso, que la tengo que dar en la calle cuando esté en libertad”.
Pasaron los meses, los años. Una tarde me llamó para decirme que tenía dos buenas noticias para darme. La primera: “¡Me casé!”, dijo eufórico. Había conocido a su novia a través de un programa de radio. La segunda: “En dos meses salgo y te vamos a visitar con mi esposa. Quiero que la conozcas”.
Y fue así como nos reencontramos. Compartimos una tarde a pura emoción y alegría. Alberto, esta vez libre y con su mujer, y yo, esta vez con mis hijos en mi casa.
Me ilusioné pensando que esta vez sí cambiaría todo, que ya no estaría más solo y que le esperaba una nueva vida. Pero no fue así. La enfermedad ya había avanzado mucho.
No hubo más encuentros, ni cartas, ni lecturas de sus poesías por teléfono.
No pude o no quise averiguar, sabía que estaba muy enfermo.
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Es la historia de un niño, de un joven que enfrentó una vida difícil, que se equivocó, que se arrepintió, que quiso cambiar y tuvo la fuerza para hacerlo pero le faltó tiempo. Y es también la historia de un alumno y una maestra.
Él mismo lo decía en una de sus cartas: “Vos sabés algo de mi vida, sabés lo bueno que soy, que me crié solo y muchas veces la caricia que recibía era la de un golpe. Tal vez por eso a la persona que me brindaba un poco de cariño yo me le repegaba”.
No deja de sorprenderme aún hoy, después de tantos años, lo que puede significar una escuela, un maestro para un alumno.
Aprendí que los docentes tenemos la maravillosa posibilidad de ampliar la mirada para poder ver al niño o al adolescente detrás de la “mala conducta”, del “mal alumno”.
Un conductor fue sancionado por la Agencia Nacional de Seguridad Vial durante un control rutinario en el kilómetro 152 de la Ruta Nacional 9, a la altura de la localidad de San Pedro, en la provincia de Buenos Aires, luego de que se constatara que había tapado y adulterado las patentes de su camioneta con el objetivo de evadir multas.
Según puede verse en el video difundido en las últimas horas por la ANSV, la patente trasera del vehículo estaba cubierta con cintas rojas. Además, las letras de ambas chapas patentes se encontraban alteradas con cinta de embalar. «Esto es totalmente ilegal, es una adulteración del documento», le señaló uno de los agentes al hombre, quien además circulaba sin la Verificación Técnica Vehicular (VTV) al día.
Desde la ANSV, a través de un comunicado, señalaron que el conductor intentó «arreglar» el incidente ofreciendo dinero a los agentes que realizaban el operativo, tal como se puede apreciar en las imágenes. A medida que pasaban los minutos, el sujeto no ocultó su fastidio por la situación y llegó a amenazar a los efectivos con que «no convenía que se ponga violento».
Como consecuencia de las infracciones, se retuvo su Licencia Nacional de Conducir del titular de la camioneta y ahora deberá hacer frente a una multa de aproximadamente 800 mil pesos, informaron desde la Agencia Nacional de Seguridad Vial. Para poder recuperar su licencia, el infractor deberá regularizar su situación ante el Juzgado de Faltas correspondiente.
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Ocurrió durante un operativo de la Agencia Nacional de Seguridad Vial, a la altura de San Pedro.
Este viernes al mediodía, también, la conductora de una camioneta atropelló a un ciclista ruso en el barrio de Belgrano y luego trató de escapar
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El hecho ocurrió en la intersección de la calle Olazábal y la avenida Del Libertador, cuando un hombre de 45 años, que circulaba en bicicleta, fue embestido por una Jeep Renegade negra que intentaba estacionar en una dársena. Tras recibir un golpe en el codo derecho, el ciclista intentó reclamarle a la conductora, pero lo que parecía ser una situación común dio un giro inesperado.
Según informó personal de la Comisaría Vecinal 13A, la mujer reanudó la marcha de manera repentina, llevando consigo el rodado, que quedó enganchado en la parte trasera del vehículo y fue desplazado durante unos diez metros. Cuando la camioneta se detuvo, el ciclista se colocó frente al vehículo para impedirle continuar. Sin embargo, la conductora avanzó nuevamente, esta vez, desplazándolo sobre el capot por aproximadamente unos 100 metros.
En medio de bocinazos de otros automovilistas que alertaban la situación, la escena fue captada por los celulares de los vecinos que grabaron el instante en que la mujer se llevaba al ciclista con las piernas en el aire y recostado sobre el capot por el medio de la avenida.
Finalmente, la camioneta detuvo su marcha de manera definitiva y arribaron al lugar los servicios de emergencia del SAME, quienes asistieron al hombre.
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Locura en Belgrano: atropelló a un ciclista ruso y trató de escapar por Libertador con la víctima en el capot
La conductora fue imputada por «lesiones» por la Unidad de Flagrancia Norte, a cargo del Dr. Brotto y con la intervención de la Secretaría Única a cargo del Dr. Galvaire.