POLITICA
“Antes me alimentaba, ahora lleno la panza”: por el aumento de precios, en los barrios populares compran por unidad, en trozos y hasta por hoja
Andrea cuenta que, entre Navidad y Fin de Año, en su casa se comió sólo una vez al día. Que la cena fue un mate cocido hecho con el polvillo que queda en el fondo del paquete de yerba, que cada vez hace durar más. Acaba de comprar bizcochitos, puré de tomates, porotos y polenta.
“A pesar del calor, comemos polenta dos veces por semana. Y ya no como carne porque no la puedo comprar. La estoy reemplazando por legumbres”, dice esta mujer de 47 años, que, junto a su esposa, lleva adelante un emprendimiento de venta de artículos de limpieza sueltos.
Estamos en el almacén de la cooperativa de trabajo Ahorremos Juntos, en el Barrio La Loma, en Vicente López, un barrio vulnerable atravesado por un puñado de calles repletas de pasillos y edificaciones en altura, que ahora, con el calor, se pobló de piletas de lona sobre veredas y calles.
El comercio vende productos de segundas y terceras marcas a precios muy accesibles. En muchos casos, le compran directamente a emprendedores productivos. El pan se consigue a 1000 pesos el kilo, casi un 50% menos de lo que suele costar en cualquier panadería de barrio. Lo mismo cuesta la lata de atún. Hay sachets individuales de shampoo y acondicionador por 100 pesos cada uno y el paquete de harina resiste a 280 pesos, menos de la mitad que en la mayoría de los almacenes.
“Nuestros clientes no pueden pagar los precios de los supermercados tradicionales. Por eso hacemos foco en que los precios sean muy bajos. La gente tiene que poder comer, pero no siempre se puede pagar la comida”, explica Karina Bejarano, referente de Barrios de Pie, una de las organizaciones que están detrás de la cooperativa, que tiene almacenes como éste en diferentes barrios.
Mientras se espera que el jueves próximo el Indec difunda el índice de inflación de diciembre de 2023, las consultoras privadas pronostican que la cifra será de entre el 25% y el 30%, lo que arroja un acumulado anual del 200%. Y en los barrios populares se sabe que, al ritmo de la suba de precios, empiezan a bajar las changas y los trabajos informales, especialmente el trabajo doméstico. Este panorama se da en un contexto en el que en 2 de cada 10 hogares de la Argentina se saltean alguna comida, reducen las porciones o aseguran pasar hambre, según una medición anual que hace el Observatorio de la Deuda Social de la UCA.
Para Karina, la muestra de lo mal que están las cosas en el barrio es que las familias empezaron a recortar productos básicos. “La venta de lácteos bajó cerca de un 40% y acá, cada familia, tiene dos chicos como mínimo. Tampoco pueden comprar queso como antes, por kilo: ahora te piden un pedacito bien chiquito. Con los fiambres pasa lo mismo: llevan menos y de los más accesibles, como paleta o salchichón. Y todo el tiempo preguntan si vendemos arroz o azúcar sueltos, porque no pueden comprar el paquete”, enumera con tristeza.
“Yo comía todos los días carne. Y ahora no la puedo pagar. También dejé de comprar yogurt y extraño darme el gusto de comer helado. Siempre cuidé mucho mi forma de alimentarme pero ahora me tengo que contentar con llenar la panza”, dice Andrea, con voz resignada, mientras sigue enumerando la mercadería que tachó de su lista en las últimas semanas. La plata, dice, no le rinde igual. Ya no compra atún, ni sardinas, ni dulce de leche ni mermelada. Y tuvo que bajar la calidad de su shampoo. “Así y todo, comprando lo más básico y buscando segundas marcas, pasé a pagar casi el doble de lo que pagaba antes”, asegura.
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Según un relevamiento del Instituto de Investigación Social, Económica y Política Ciudadana hecho en 850 comercios de cercanía de barrios populares ubicados en 20 distritos del Conurbano, los productos de almacén aumentaron un 59% de noviembre a diciembre. La carne, un 47%, y las verduras y frutas, un 26%. La leche, el asado y la acelga encabezan la lista de aumentos por rubro, con un 128%, 67% y un 62%, respectivamente.
El almacén del Barrio La Loma está abierto de 8 a 20 y el flujo de gente es constante. Una adolescente se lleva jabón líquido suelto y un grupo de de cuatro nenas de entre 6 y 8 años viene a comprar medio kilo de pan para la merienda. Cuesta 1000 pesos el kilo, pero ya no queda. Enseguida entra Vanesa, una mujer de 45 años que compra yerba, azúcar y un jabón en polvo chico. Dice que extraña los tiempos en que compraba productos de marca, como una forma de mimarse. También extraña las milanesas y la carne en general, que ya no puede pagar.
“Ahora los tucos son sin carne. Y el pan es casero. Tuve que aprender a amasar para que la plata me rindiera más. A veces, cuando vienen mi nietas a visitarme, no tengo leche para darles”, dice resignada a su nueva realidad. Dice que el almacén es una gran ayuda y que, como ya la conocen, los días que no llega con la plata le fían la mercadería.
“No queremos que nadie se quede sin comer, así que fiamos. El tope es15.000 pesos y, con esta inflación, los productos fiados se pagan a valor actualizado, porque nosotros necesitamos reponer mercadería”, reconoce Karina.
Si bien la mayor parte de los clientes son del barrio, también se acerca a comprar gente de los alrededores. “Hace unas semanas, una mujer vino con su auto. Gastó 10.000 pesos en efectivo y llevó de todo un poco. Nos decía que con esa misma plata, en el chino de su barrio, compraba la mitad de las cosas, así que iba a ver de volver”, agrega la referente.
Jonathan es electricista y vive en el Barrio Las Flores, en Florida. Está de paso, pero aprovecha para llevar jabón, detergente y suavizante. “Los productos de higiene están incomprables en el supermercado”, asegura. Es papá de cuatro chicos y ya no sabe qué recortar para que la plata le rinda. “Pasamos de las milanesas de carne vacuna a las de carne de pollo porque son más baratas. Y hacemos tarta de jamón y queso sólo si conseguimos fiambre y queso baratos”, explica.
El hombre agrega que ya no puede darse el lujo de comprar los postrecitos que le gustan a sus hijos más chicos y que sigue yendo al supermercado pero a cazar ofertas. “Siempre estamos mirando la parte más baja de las góndolas, que es donde suelen estar los precios más bajos”, puntualiza.
Melón por trozo, acelga por hoja
Ya se sabe que, cuando la plata escasea, las frutas, las verduras y la carne se vuelven un lujo accesible para pocos. Según un informe cualitativo reciente de Barrios de Pie, en los sectores de bajos recursos es baja la frecuencia de consumo de verduras que no sean papa, batata, choclo y mandioca. En paralelo, el consumo de carnes rojas y blancas se concentra en los cortes con mayor contenido graso. Los cortes de vaca más consumidos son falda, espinazo, picada y osobuco, y en cuanto al pollo, lo que más se consume son alitas, carcasas y menudos.
El impacto sobre la salud lo confirma otro estudio de la organización, realizado sobre 38.000 niños, niñas y adolescentes. Las alteraciones más frecuentes fueron el sobrepeso, que se detectó en el 21% de los chicos y la obesidad, encontrado en el 24,5%. “El déficit de peso, en cambio, se ubica en un 3,2% global.
Por otro lado, la baja talla, que suele ser producida por desnutrición crónica, alcanza el 6,7%, con un fuerte predominio en menores de 2 años (20%) y niños y niñas de 2 a 6 años (9%). Al mismo tiempo, la franja etaria con mayor índice de malnutrición es la que va entre los 6 y los 10 años, que alcanza un 53,0% con la obesidad tocando un pico de 29,9%, prácticamente 3 de cada 10 niños y niñas”, puede leerse en algunos pasajes del informe.
En el Barrio Salas, ubicado en Pilar, Walter cuenta que cada vez se hace más cuesta arriba sostener la verdulería que puso junto a Clara, su mujer, hace casi cuatro años. “Que alguien venga a comprar por kilo, se está haciendo cada vez más raro. Lo más común es que pidan por unidad. Empezamos a vender fraccionado también. Un pedazo de melón y hasta unas hojitas de acelga para darle color al guiso o a la sopa. Preferimos eso a que se nos pudran las cosas porque nadie las puede comprar”, dice con tono preocupado este hombre que, además, es empleado de la construcción. “Con lo que sacamos de la verdulería no nos alcanza para vivir. Y eso que no pagamos alquiler y tenemos un solo hijo”, explica.
La verdulería funciona en un espacio pequeño y enrejado. Los cajones tapizan las paredes desde el piso y ofrecen las variedades más básicas de frutas y verduras: naranjas, bananas, manzanas, duraznos, limones, papas, calabazas, cebollas, tomates y algo de verduras de hoja verde, como acelga, lechuga o rúcula. “Cuando algo empieza a estar un poco cachado, le bajamos el precio y lo ofrecemos porque a veces es la única manera que tiene la gente de comprar”, agrega.
Gustavo vive a la vuelta de la verdulería. Compra un kilo de naranjas, algo de bananas, unas pocas manzanas, unas cabezas de cebolla de verdeo y limones. “Para los secos y lo de higiene, sigo yendo al chino porque me permite tarjetear. Pero llevar las mismas cosas cada vez sale más caro. Por suerte, en casa, sólo somos tres”, explica.
Detrás suyo llega Camila, que viene acompañada de su beba de 9 meses, que está estrenando triciclo. Compra un kilo de manzanas y pregunta por el kilo de bananas. Walter le responde casi con culpa que está 1200 pesos y la mujer lleva medio kilo.
“Hace dos meses nos mudamos al barrio. Antes vivíamos con mi familia y todo se compraba al por mayor y se dividía. Ahora que sólo compramos para mi marido, para la nena y para mí, la diferencia se siente”, reconoce. “No nos queda otra que comprar para el día. Ya no podemos hacer grandes compras”, dice con un dejo de tristeza.
Algo parecido le ocurre a Daniel, empleado de mantenimiento de un barrio privado, que sale de una carnicería vecina. En una bolsa lleva un pollo entero. “Antes, compraba el pollo por cajón y me llenaba el freezer”, asegura con tono de nostalgia.
Daniel cuenta que actualmente vive solo y que con ese pollo espera variar un poco la rutina alimentaria a base de arroz y fideos, porque las frutas y las verduras se volvieron imposibles de comprar para su economía. “Hago milanesas, un poquito al horno, cocino arroz con pollo, fideos con pollo y trato de que me rinda la mayor cantidad posible de días. Ya no puedo comprar carne. Tengo el freezer vacío”, se lamenta.
Walter recibe a Liz, una docente que vive muy cerca de la verdulería y llega acompañada de Cirila, su mamá, que vino a visitarla desde Villa Soldati. Necesitan choclo, pero Walter no tiene. Liz dice que va armando los menúes diarios en función de las ofertas que encuentra.
“No compro la carne que quiero sino la que está en promoción. Lo mismo con las frutas y verduras. Cambié la leche en sachet por la que viene en polvo, porque rinde más. Esto ya lo había hecho en la pandemia. Es como si el tiempo estuviera retrocediendo”, dice con tono preocupado. Su madre le responde: “Esperemos no terminar como en 2001″.
Más información:
- Si sos productor y quedés contactarcon con la cooperativa Ahorremos Juntos, podés escribir a ahorremosjuntoscooperativa@gmail.com, o contactarte a través de su cuenta de Instagram
- La Red del Banco de Alimentos es otra organización que lucha contra el hambre. Podés colaborar con ellos ayudando a clasificar alimentos o donándolos si sos productor. Conocé más en su sitio web.
- La Fundación CONIN busca erradicar la desnutrición infantil en la Argentina. Con tu aporte apoyás los programas que se desarrollan en los Centros de Recuperación y Prevención de Mendoza. Reciben también donaciones de alimentos, productos y servicios. Conocelos en su sitio web.
POLITICA
Conrado Estol revela lo que nadie contó de la tragedia de los Andes
Dio más de 5000 entrevistas, cuenta con 160 publicaciones científicas, tres libros y cinco conferencias en el Vaticano, y se hizo hipermediático durante la pandemia. Con una larga trayectoria, Conrado Estol prácticamente no necesita una presentación formal. Según comenta el neurólogo, la gente lo para en la calle para saludarlo y sacarse una selfie, los taxistas le dicen que su voz es inconfundible e incluso algunos le proponen que se meta en política: “Hacete político, que yo te voto”, cuenta que le dijeron más de una vez. Pero él asegura que no le interesa la fama: “Lo hago porque creo que ayuda”.
En una charla con LA NACION el médico, pionero en el desarrollo del primer tratamiento de accidentes cerebrovasculares y fundador de la primera Unidad de ACV en la Argentina, compartió sus reflexiones sobre su último título Lo que nadie contó de la tragedia de Los Andes.
–¿Qué te motivó a escribir sobre la tragedia de los Andes y, particularmente, a contarla desde una perspectiva tan única?
–La motivación es múltiple. Por un lado, es un recuerdo imborrable, grabado en la infancia. Tenía 13 años y ver a mi padre leyendo el diario, impresionado porque habían encontrado a los uruguayos, es algo que no me olvido nunca más. También influyó el lugar donde ocurrió la tragedia. Yo pasaba todos los veranos en la finca de mi madre en Maipú, Mendoza, desde donde se podían ver los picos nevados donde había caído el avión. Conocía la cordillera, me resultaba algo familiar. Además, me quedé muy impactado al escuchar a Nando cuando por fin pude asistir a una de sus conferencias en un hotel en Punta del Este. De inmediato, me atrapó el aspecto médico de su relato y esa parte que aún no estaba dilucidada (cómo alguien no muere después de estar tres días en coma en esas condiciones). Pero lo que más me sorprendió fue descubrir que, lejos de ser el arquetipo del héroe, Nando era el arquetipo del hombre común. Su relato era sencillo, apenas se detenía en la capacidad del ser humano para sobrevivir a adversidades extremas. Su historia era minuciosa y me hacía pensar en una irónica bendición de la naturaleza en situaciones límite.
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–En tu libro mencionás que hay aspectos de la tragedia que nunca se habían contado. ¿Cuáles son?
–Lo que no se contó fue que la fractura abrió el cráneo. Nuestro cráneo protege al cerebro, pero también puede dañarlo. Cuando el cerebro se inflama dentro del cráneo, ya sea por un golpe, un ACV o una infección, no tiene espacio para expandirse. La inflamación se encuentra con una pared ósea, lo que genera presión, y esto puede llevar a la muerte. Sin embargo, en este caso, al romperse los fragmentos de hueso, se creó un espacio que permitió que el cerebro inflamado tuviera lugar para descomprimirse. Luego, lo pusieron en la nieve, expuesto a temperaturas de 15 grados bajo cero durante 3 días. Y al declararlo muerto, no le dieron agua. A esto se sumó que, a casi 4000 metros de altura, la deshidratación ocurre de forma natural. La falta de agua ayudó a reducir la inflamación del cerebro. Si dejás de tomar agua durante cinco días, la deshidratación extrema puede matarte. Sin embargo, en tres días fue suficiente para limitar la inflamación cerebral. Por último, debido al golpe, quedó en coma, y su cerebro permaneció dormido. Al tercer día se despertó, se recuperó y preguntó por su madre y su hermana. Supo que su madre había muerto. Cuidó a su hermana hasta que falleció. Finalmente fue él quien dijo: “Nos vamos de acá, yo los voy a sacar”. Fue en ese momento cuando pronunció su famosa frase: “Prefiero morirme tratando de vivir”. Así fue como convenció a Canessa de salir a caminar en busca de ayuda.
–¿Cuál fue el impacto de la naturaleza en la recuperación de Nando Parrado?
–En 1972, antes de que estos métodos se aplicaran en la medicina, la naturaleza actuó de forma espontánea. Lo deshidrató para limitar la inflamación cerebral, le provocó hipotermia mediante las bajas temperaturas y así disminuyó el consumo de oxígeno de las neuronas. De esta manera, lo mantuvo en un estado dormido para que sus neuronas estuvieran más tranquilas, sin demandar más oxígeno.
–¿En este caso, cómo actuó el frío extremo en sus neuronas?
–El frío extremo puede ser beneficioso en la dosis correcta, como todo en medicina. La hipotermia reduce el consumo de oxígeno de las neuronas, lo que les permite sobrevivir por más tiempo. Este es un tratamiento que ahora usamos en situaciones de trasplante, cirugía o cuando una persona llega con un ACV. Otro ejemplo de esto es el método de baños helados desarrollado por el holandés Wim Hof. Ya en 1940, se comenzó a bajar la temperatura a 34 grados (cuando la temperatura normal del cuerpo es de 36 y pico) para tratar infecciones graves. Se observó que los pacientes infectados a los que se les reducía la temperatura sobrevivían más.
–¿En qué medida la deshidratación que sufrió Parrado minimizó el edema cerebral y ayudó a curarlo?
–En el caso de Nando, su deshidratación controlada lo ayudó, ya que recibió la dosis justa. Al declararlo muerto, los amigos no le dieron agua. Además, a partir de los 3000 metros de altura, te deshidratás naturalmente. Un montañista necesita consumir entre 6 y 8 litros de líquido al día. La deshidratación puede ser mortal si es severa, pero en niveles limitados o moderados puede proteger. Por contrapartida, el exceso de agua puede causar inflamación cerebral. En maratones y deportes extremos, por ejemplo, una persona puede perder mucha agua al transpirar, pero si se hidrata solo con agua pura, podría morir. De hecho, en la maratón de Boston, un corredor murió después de hidratarse de esta manera al llegar a la meta. El agua pura le provocó una inflamación cerebral, un edema que le causó la muerte. Por esta razón, es fundamental tomar bebidas isotónicas que contienen sodio, potasio y azúcar. En condiciones normales, el agua es suficiente, pero en deportes extremos se necesita agua con sales.
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–¿Qué rol jugó la edad de Parrado en el proceso de su recuperación?
–Estos chicos tenían entre 19 y 24 años y ni siquiera se les había terminado de formar el cerebro, que termina de hacerlo a los 25 años. Una persona joven tiene más resistencia y capacidad de supervivencia. Puede aguantar más tiempo sin agua, sin comida, tiene mayor resistencia física y su sistema inmune defiende mejor contra infecciones. Las lesiones musculares u óseas también se reparan mucho más rápido. Además, mentalmente, no ve la muerte como una opción; le cuesta mucho más concebirla. El propósito de vida es uno de los factores que aumenta la expectativa de vida, incluso en las etapas más avanzadas, como los 70, 80 o 90 años. Pero a los 20 años, el propósito de vida es aún más claro: la muerte no es algo que un joven considere como una alternativa, si bien estuvo al lado de estos jóvenes durante los 72 días que pasaron en esas condiciones. Si hubieran tenido 40 años, no estoy seguro de que la biología y el propósito de vida hubieran jugado de la misma manera.
–¿Cómo se borra una experiencia traumática tan fuerte como esta?
–Yo creo que no se borra. La diferencia está en qué efecto causa a cada persona. A mí me tocó ver gente expuesta a un estrés tan extremo como el que vivieron estos chicos durante mi residencia en el hospital en los Estados Unidos. Allí, trataba a veteranos de Vietnam que sufrían del síndrome de estrés postraumático. Este síndrome habla de un cuadro psiquiátrico emocional que necesita tratamiento porque la persona queda alterada. Creo que los 16 uruguayos que sobrevivieron pudieron manejar el estrés de una forma muy inusual. Han pasado 52 años y no sabemos que ninguno haya tenido una manifestación química significativa de ese estrés.
–Para cerrar, ¿qué lecciones podemos aprender hoy de la tragedia de los Andes y del poder de la naturaleza?
–La naturaleza no se puede controlar. Por lo tanto, tenemos que hacer todo lo posible para no enojarla. Con esto me refiero a la crisis climática y la emisión de dióxido de carbono. El Amazonas, que antes era un gran absorbente de carbono, ahora se ha convertido en un emisor de dióxido de carbono, con más de 40.000 incendios intencionales al año. Debemos contribuir a que la naturaleza no se altere. Los seres humanos tenemos, desde hace miles de años, grabado en nuestra evolución el instinto de proteger a los demás. De hecho, funcionamos, y debemos funcionar, como una comunidad. Estos chicos se desempeñaron así: como grupo. Siempre se habla de la esperanza, del valor humano y del espíritu de supervivencia. Todos tenemos un coraje interno que espera el momento adecuado para salir. Cuando escuchamos historias cotidianas, de gente común, como la de quienes salvan a otros o se lanzan al frente para impedir un asalto, vemos al héroe cotidiano en personas comunes. Por último, otra lección proviene del mensaje emotivo que Nando compartió en una charla, cuando una mujer se le acercó para contarle la tragedia que estaba viviendo. Él le dijo: “Todos tenemos nuestros propios Andes”.
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