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Los “años dorados” en los Estados Unidos

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Los norteamericanos eligieron consecutivamente tres presidentes republicanos, Warren Harding (1921-1923), Calvin Coolidge (1923-1929) y Herbert Hoover (1929-1933), quienes fueron fieles representantes de los intereses de los hombres de negocios y, ellos mismos, la encarnación del ideal del self made man americano. Durante sus respectivos gobiernos, la postura oficial se caracterizó por la no intervención del estado en cuestiones económicas y por una participación limitada –denominada “aislacionismo”– en la política europea. Sin embargo, si bien reiterado hasta el hartazgo, ese programa parece haber tenido poco que ver con las políticas reales aplicadas a lo largo del período. 

Pese a su pretendida defensa de la igualdad de oportunidades y de la prescindencia del estado en materia económica, expresada en cuanta oportunidad tuviesen a mano, los gobiernos republicanos beneficiaron considerablemente a los sectores empresarios. De hecho, el primer rasgo fundamental que ha de destacarse en cuanto a la expansión de los años veinte, fue la creciente concentración de la riqueza. Esta evolución obedeció a una serie de factores económicos y políticos. Por un lado, fue producto de fusiones empresariales que dieron vida a fabulosas corporaciones, motivadas tanto en razones de eficiencia económica y tecnológica, cuanto en la posibilidad de concretar turbios negociados con el gobierno. En el comercio, la aparición de las “grandes tiendas” afectó considerablemente al comercio minorista, y lo mismo sucedió en la banca, donde los 250 bancos más importantes, que representaban sólo el 1 por ciento del total, manejaban más de la mitad de los capitales. Esta fuerte concentración tenía como contraparte una atomización de pequeños establecimientos en ciudades ubicadas en áreas rurales.

A esto se agrega el hecho de que la política impositiva de los republicanos era abiertamente regresiva. Dado que la intervención estatal en materia económica y social era muy limitada, el gasto público se mantuvo bajo y por lo tanto la presión fiscal fue leve, concediendo incluso rebajas impositivas a ciertas corporaciones. Lógicamente, la disminución de la presión fiscal incrementaba la disponibilidad de capital de los empresarios para ser destinada a inversiones productivas y especulativas.

Otro factor que agudizaba la desigual distribución del ingreso era la debilidad de las organizaciones sindicales y la ausencia de legislación social, así como las políticas brutalmente represivas del estado, que en ese caso no dudaba en tomarse una licencia con respecto al laissez faire.

El segundo rasgo distintivo de esta década de expansión en los Estados Unidos fue el impresionante desarrollo industrial que descansó fundamentalmente en la producción de bienes durables (lavarropas, heladeras, radios, ascensores, automóviles, etc.), cuya producción y consumo se basaba en el acceso a la energía eléctrica a un precio razonable, generalizado durante la década. El impresionante auge de estos sectores se debió, he aquí el tercer rasgo, al boom de productividad desencadenado por la difusión de las formas de organización científica del trabajo desarrolladas por Taylor. El taylorismo permitió producir grandes cantidades de unidades en tiempos decrecientes, con el consiguiente abaratamiento de costos y aumento de beneficios.

Así como los ferrocarriles constituyeron el eje del desarrollo económico en los EE.UU. en el siglo XIX, en esta etapa fue la industria automotriz el sector más dinámico de la economía, pues generaba encadenamientos hacia adelante y hacia atrás con otras industrias –neumáticos, acero, cemento, vidrio– y también permitió dar vida a una nueva forma de organización del trabajo, el “fordismo” que habría de extenderse a otras ramas de la industria luego de la Segunda Guerra Mundial.

Estrechamente ligado al desarrollo de la industria automovilística, el sector de la construcción fue el otro pilar del crecimiento económico de la década. La expansión del automotor –en 1920 había un promedio de 1 automóvil cada 11 habitantes, y en 1930, 1 cada 4,5– exigió realizar grandes construcciones viales (rutas, puentes, etc.), al tiempo que la extensión de la pavimentación impulsó la urbanización de los pequeños pueblos y el surgimiento de suburbios en las grandes ciudades, destinados a la instalación de hogares de la progresista clase media. A su vez, la producción de inmensos volúmenes de acero y hormigón a precios razonables, permitió la edificación de las primeras moles urbanas, denominadas “rascacielos”, destinadas a oficinas comerciales y uso privado. 

Debido a la magnitud de las migraciones internas durante la década de 1920, la mayor parte de la población dejó de estar concentrada en zonas rurales. La expansión de las carreteras alentó la especulación inmobiliaria. Terrenos antes inaccesibles y sin valor se volvían sumamente codiciados y atractivos para los inversionistas. Ejemplo de ello fue la alocada carrera por adquirir lotes, discretamente promocionados como residencias veraniegas, en el sur de la península de Florida. Como las ventas eran a plazos y los compradores entraban en posesión del terreno, lo revendían sin haber pagado la totalidad del mismo, embolsando una sustancial diferencia gracias al ascenso meteórico de los valores de los bienes inmuebles. La burbuja de la especulación inmobiliaria se acabó abruptamente en 1926, cuando un huracán dejó tras de sí un tendal de terrenos asolados, valores desinflados y una cadena de compradores insolventes. En otras circunstancias, este hecho podría haber servido de advertencia en 1928, cuando comenzó el alza especulativa de la Bolsa de Valores. Que nadie lo tuviera en cuenta es una muestra del implacable optimismo de la época.

A lo largo dé la década, los medios de comunicación se modernizaron y diversificaron, aportando una contribución decisiva a la ampliación del mercado de consumo masivo a través de una nueva técnica de ventas: la publicidad comercial. En 1920, se realizó en Pittsburgh la primera transmisión de radio. El éxito fue notable y, poco después, la difusión del consumo de energía eléctrica barata posibilitó su popularización masiva en los hogares urbanos y rurales. La radio estimuló la transformación de los hábitos sociales y permitió cierta uniformación de gustos musicales, expresiones verbales, nuevas formas de sociabilidad y, naturalmente, una voraz apetencia de bienes.

Las noticias llegaban a los lugares más distantes en cuestión de minutos y comenzaron, incluso, a penetrar las tradicionales costumbres de muchas de las cerradas comunidades rurales. También la prensa escrita experimentó un cambio significativo, al reemplazarse el formato sábana por el tabloide, más pequeño y manipulable, caracterizado por el sensacionalismo periodístico y un lenguaje más coloquial. Los diarios locales fueron desapareciendo, y su lugar fue ocupado por los diarios nacionales y las cadenas de información. Además, gracias a los medios y la publicidad no sólo se abría un mercado potencial de millones de consumidores, sino que surgía una nueva forma de competencia que evitaba la ruinosa guerra de precios. En efecto, las técnicas publicitarias comenzaron a hacer hincapié en la calidad de los productos, antes que en sus precios, estrategia muy difundida en los sistemas oligopólicos.

Por último, la prosperidad de los años 20 se asentó también en el desarrollo de novedosos sistemas de crédito al consumo, que alcanzaron a sectores a los que hasta entonces les habían estado prácticamente vedados. En efecto, puesto que el valor de los bienes durables era relativamente alto, las ventas al contado comportaban un poderoso obstáculo que dificultaba explotar el potencial mercado, lo que impulsó a las empresas a implementar agresivas políticas de venta a plazos. Para poder financiar estas ventas diferidas, las empresas tomaban créditos baratos o, más frecuentemente, emitían acciones. Otra novedad fue que el mercado de valores se abrió a los sectores medios e incluso asalariados, y rápidamente se generalizó la compra a crédito de acciones con garantía hipotecaria.

La agricultura fue el único sector que se mantuvo al margen de la prosperidad, puesto que los precios de las cosechas y del ganado descendieron durante toda la década. Las razones eran varias. Por el lado de la demanda, la población estaba creciendo a un ritmo considerablemente más lento que años anteriores, en tanto que el aumento del poder adquisitivo en las áreas urbanas se traducía en cambios en los gustos de los consumidores, quienes destinaban mayores recursos a productos más caros y refinados, como hortalizas y frutas, mientras que disminuían su demanda de productos tradicionales como el trigo y el maíz. A eso se sumaba que la ausencia de conflictos bélicos de dimensiones mundiales les privaba de ese mercado cautivo del que habían gozado durante la Gran Guerra.

Por el lado de la oferta, en tanto, se registraba una tendencia a la sobreproducción a nivel mundial. En tales condiciones, las exportaciones agrícolas norteamericanas apenas llegaron a los dos tercios de su valor durante la guerra y la posguerra. Además, la guerra misma dio como resultado la sustitución de fibras naturales –como por ejemplo, el algodón– por otras sintéticas. Por último, la estructura competitiva del mercado agrícola norteamericano, dominado por pequeños y medianos agricultores –para quienes era mucho más sencillo, ante un descenso de precios, aumentar el volumen dé ventas para compensar la disminución de las ganancias (lo cual agravaba el exceso de oferta y presionaba nuevamente los precios a la baja)–, impedía coordinar una contención de la oferta.

A partir de 1925, la situación se volvió crítica y los precios de venta llegaron a ser inferiores a los costos de producción, entre un 5 y un 20 por ciento. Esto se tradujo en un creciente endeudamiento hipotecario de los productores agrícolas. Por entonces, los agricultores comenzaron a reclamar, sin éxito, que el gobierno les otorgara la “paridad”, es decir, el establecimiento de precios sostén que les garantizara ingresos equivalentes a los de preguerra. (www.REALPOLITIK.com.ar)

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La Corte Suprema declaró constitucional la ley que obliga a usar cinturón de seguridad en todo el país

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La Corte Suprema de Justicia de la Nación resolvió este martes por unanimidad el uso obligatorio del cinturón de seguridad en todo el país. El incumplimiento del mismo será sancionado como una falta vial, es por ello que quienes no lo utilicen podrán ser multados.

En noviembre de 2014, un control de tránsito detuvo a un conductor, llamado por sus siglas D.S.G, cuando circulaba por la intersección de Acceso Norte y Reconquista, en el departamento mendocino de Las Heras. Tal como indica la norma provincial, al advertir que no llevaba puesto el cinturón, el oficial de tránsito le hizo una multa.

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Es por ello que D.S.G planteó la inconstitucionalidad de la ley que lo obligaba a usar cinturón cuando se desplazaba en la calle como único ocupante del vehículo. Sostuvo que, en esas condiciones, utilizar o no cinturón era una acción que no afectaba a terceros y debía quedar exenta de control estatal, en los términos del artículo 19 de la Constitución Nacional. Este artículo 19 dice: “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están solo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados”.

Los conductores que no utilicen cinturón de seguridad serán multados. Es una norma que rige para todo el país. (Foto: GCBA)

Por unanimidad, la Corte rechazó este planteo de D.S.G y convalidó hoy la constitucionalidad del uso obligatorio del cinturón. Con diferentes votos, los jueces coincidieron en que las normas que regulan el tránsito vehicular buscan coordinar la acción de diferentes actores que interactúan entre sí.

En el caso puntual, señalaron que el uso obligatorio del cinturón se justificaba en la prevención de un riesgo a terceros. En el caso de si se produce un accidente, la falta del conductor puede aumentar las probabilidades de pérdida de control de su auto y, por ende, afectar directamente a terceros.

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En su sentencia, la Corte reafirmó su línea jurisprudencial que protege constitucionalmente las acciones privadas de la intervención estatal, pero indicó que el planteo de D.S.G se encuentra por fuera de la citada protección.

La Corte recordó que “la protección de la salud (tal el objetivo de la cláusula local que considera falta grave conducir sin cinturón y cabezales de seguridad, instrumentos diseñados para sujetar y mantener en su asiento a un ocupante de un vehículo si ocurre un accidente, con el fin de que no se lesione al hacer de freno del cuerpo frente a la brusca desaceleración producida por el impacto) tiene consagración jurídica en épocas relativamente recientes y está vinculada al llamado Estado de Bienestar”. También, que “la tutela de la salud en el específico ámbito vial, el problema de la indiferencia o de la atención jurídica por las consecuencias de la actividad ha tenido distintas etapas de regulación”.

La defensa del conductor que inició el reclamo y la contundente respuesta de la Corte

En su examen, el Máximo Tribunal dijo que D.S.G, en su presentación, sostiene que frente al derecho a la salud hay otro derecho a la “no salud” que, encuadrado dentro de la elección personal de la forma de vida (y eventualmente de muerte), tiene la misma entidad y reclama similar tutela jurídica.

En ese marco, la Corte recorrió su doctrina relativa a los alcances del artículo 19 que “asegura a cada persona un ámbito de libertad en el cual ella es soberana para adoptar decisiones fundamentales que hacen a su plan de vida, incluso cuando sus creencias legítimas la conducen a anteponer otro valor por sobre su propia vida”. Asimismo, remarcó que “la reserva de este ámbito de autonomía constituye un rasgo característico de nuestro orden constitucional”.

La Corta, además, explicó que “la obligación del uso del cinturón de seguridad en la vía pública –cuyo incumplimiento es sancionado como una falta– no resulta una interferencia indebida en la autonomía individual, ya que lo que procura es la prevención de un riesgo cierto de daño a terceros, que es una de las hipótesis previstas por el mencionado artículo 19 para habilitar la intervención estatal y la jurisdicción de los magistrados”.

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El recurrente, señaló el Máximo Tribunal, “sostiene que el uso obligatorio del cinturón agravia sus convicciones liberales –incluso cuando otros las reputen imprudentes- pero en su presentación no refuta el riesgo a terceros en que la sentencia del tribunal local justifica la validez de ese deber”. Se trata, de acuerdo a lo que apuntó la Corte, de “terceros que también tienen convicciones y para cuyo ejercicio requieren gozar de la vida; una vida que puede peligrar por la actitud omisiva de conductores como el recurrente de estos autos”.

Por ello, entendió que “el obrar del actor está incurso dentro de las acciones y omisiones sujetos a la regulación estatal, la que, en este caso, está plasmada en la ley provincial de tránsito y en un plan general de seguridad vial”.

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