SOCIEDAD
Mundos íntimos. ¿Borrar las fotos digitales que “ya fueron”? Sí, para no vivir del pasado y, además, consumen agua y energía.
Hace unos meses, tras una ponencia en la que defendía el borrado y duelo por los datos, se me acercó alguien y me apartó a un lado. Quería contarme su historia. Acababa de sufrir una separación y sus amigos y terapeuta, preocupados, le aconsejaban que eliminara los mensajes y fotos de su ahora expareja, a los que se aferraba en vano. “No me atrevo,” me repetía.
Yo nunca he borrado fotos de amores pasados. Rara vez siento la necesidad de revisarlas. Pero he enviado a la papelera algunos de sus mensajes sin ni siquiera leerlos. A veces, hago lo mismo con correos de trabajo. Se acumulan en tal cantidad que sé que nunca los podré responder y elimino todos, sin ceremonias ni remordimientos. Y así, quedan tantas personas esperando una respuesta, la mía, que nunca llega. Sus esperanzas y esperas, junto con recuerdos, información preciada y basuras digitales se acumulan en una amalgama, en un detrito de experiencias que los algoritmos revuelven y filtran, como arqueólogos en busca de pasados, presentes y futuros. Un compost con el que podrían llenarse cientos de museos. Fotos, correos, mensajes, memes, exhibidos en pantallas, dentro de vitrinas, sobre pedestales, colgados de las paredes.
A diferencia de los objetos que ganan valor por su singularidad, los bits de información agregados sin sentido aparente y rebautizados como “big data,” se convierten en el nuevo objeto de deseo. Todos los días acumulamos reflejos de nuestra existencia, los mensajes enviados, los no leídos, e incluso aquellos que nunca llegan, pero quedan alojados en los servidores de centros de datos.
“Borra todo,” le dije.
Nos interrumpieron mientras intentaba defender la idea del borrado, cuando le contaba que el objetivo de borrar no es olvidar, sino recordar de otra manera. Y que, además, borrar es hoy un imperativo ecológico, una necesidad. A través de esfuerzos científicos y tecnológicos, así como las actividades que organizan nuestras vidas cotidianas, humanos e inteligencias artificiales están produciendo tantos datos que pronto será imposible almacenarlos y procesarlos. Ante esta perspectiva, algunos abogan simplemente por la construcción de más centros de datos. Pero en realidad ya se han levantado demasiados. Decenas de miles de ellos, repletos de servidores que trabajan ininterrumpidamente, procesando ambiciones tecnológicas, avances científicos, correos electrónicos, videos, selfies y sesiones íntimas con Chat GPT. Juntos devoran energía, agua y vomitan CO2 a un ritmo comparable al de los aviones.
Y cuando la tierra avisa que ya no puede soportar más, emergen visiones de centros de datos sumergidos en océanos o flotando en el espacio, orbitando nuestro mundo. Así, persiguiendo una idea de progreso trasnochada, ignoramos los límites del planeta. Pero los límites nos alcanzan de igual manera. Los expertos ya aguardan el momento, no muy lejano, en el que la producción de información digital superará la escalabilidad de las soluciones de almacenamiento existentes. El momento en el que, simplemente, no podremos guardar más. Una incapacidad que pronto afectará a las máquinas, y ya lo hace a nosotros, los humanos, abrumados por volúmenes ingentes de información.
A pesar de todo, empujados por el miedo a la pérdida o quizás la pura codicia de las corporaciones tecnológicas, e ignorando la fragilidad de nuestros ecosistemas, seguimos amasando información como un activo valioso, el nuevo oro. Paradójicamente, esta acumulación es reflejo de una pérdida que la antecede y persigue: la pérdida de la soberanía sobre nuestros conocimientos y recuerdos, transformados en meras bases de datos, y la irreversible devastación medioambiental que provoca su almacenamiento y procesamiento.
“Borra todo,” dije. “Y haz de ello una fiesta”.
Del mismo modo que lloramos a objetos, lugares y personas, dejar ir los datos requiere un proceso de duelo que reconozca su carga emocional y que permita reconstruir el mundo simbólico sacudido por su pérdida. Una noche de San Juan con cuerpos saltando sobre fuegos donde arden montañas de trastos y recuerdos. Una fiesta que se alarga hasta el día siguiente, cuando aún con resaca, encontramos las cenizas de nuestros enseres y penurias, su mancha pegada al suelo.
Esta tensión entre el recuerdo y el olvido, que a lo largo de siglos se ha manifestado en incontables rituales de duelo, ahora se integra en la rutina del mundo digital, donde se almacenan nuestras memorias en clave de bit. Borrar, esa acción aparentemente sencilla, es en realidad un embrollo existencial. Porque incluso habiendo vaciado la papelera, nuestros archivos digitales, todas las palabras e imágenes que construyeron nuestras relaciones, los almacenados en nuestros dispositivos y en los de colegas, desconocidos, amigos, familiares, sus duplicados y copias de seguridad, seguirán almacenados en algún rincón de un servidor, dentro de un centro de datos cuya localización desconocemos. Y persistirán, haciendo sonar los ventiladores que enfrían los sistemas computacionales, consumiendo recursos para mantener viva nuestra información más allá de nosotros mismos.
Es así como todos esos fragmentos de nuestro yo que creíamos perdidos o habíamos dejado atrás sin ni siquiera saberlo, están ahora siendo agregados en bases de datos minadas por algoritmos. Y luego reconstruidos en perfiles digitales analizados no por psicoanalistas sino plataformas que nos los devuelven, empaquetados, en experiencias y mercancías con las que parchear nuestras miserias y nuestros vacíos. Cada día navegamos en los restos de nuestras cenizas, incapaces de borrar completamente ni de consumar el duelo. Nos invade, entonces, ese sentimiento abrumador que se regodea en recomendaciones, contenidos relacionados y recordatorios; en esos momentos rescatados y clasificados por sistemas operativos, luego reconvertidos en relatos digitales animados por transiciones y melodías. El otro día, mi teléfono hizo, sin que se lo pidiera, una recopilación de los mejores momentos del año. Incluyó mi estancia en el hospital y las imágenes de las vacaciones con mi expareja.
“¿Y si queda algo tras la fiesta?”
Sé que parece absurdo abogar por el borrado cuando estoy diciendo que es prácticamente imposible eliminar archivos digitales. Pero ya hemos visto que guardar tampoco es sencillo, ni siempre viable. De hecho, la información que se conserva no lo hace inalterada. Recientemente, al tratar de abrir una carpeta de fotografías que, desde hace años, guardaba en un disco duro externo, me encontré con ficheros ilegibles. Con el tiempo, los avances en equipos y programas alteran la percepción del código que lee los archivos, volviéndolos incomprensibles. Los archivistas saben que los almacenes de datos, como los registros físicos, están inmersos en estados de proliferación y decadencia. Los documentos digitales se renuevan continuamente mediante prácticas de mantenimiento, actualizaciones de software y hardware, y por supuesto nuevas interpretaciones que hacen que los significados se actualicen.
Recordar, en ese contexto, es una práctica dinámica que implica actos de recuerdo y de olvido, la generación de conocimiento y su pérdida. El problema, finalmente, es quién decide lo que se olvida y recuerda. Una agencia que está, ahora, en manos de las corporaciones tecnológicas, y que les reporta beneficios desmedidos cada trimestre. Por ello, en lugar de aspirar a un medio de almacenamiento que permita una acumulación ilimitada, abogo por una práctica ecológica, política y social del borrado. Que reconozca nuestra relación íntima con los datos y nos acompañe en procesos de desprendimiento, duelo y recuerdo. Una práctica que nos ayude a superar la compulsión por acumular. Y que demande lo mismo a multinacionales y plataformas digitales, cuyos medios de almacenaje buscan perdurar más allá de la presencia humana en el planeta, cuando nuestros cuerpos, territorios y formas de vida hayan desaparecido y nuestros datos, un montón de bits carentes de sentido aparente, sean recuerdo, y materia prima, para bacterias, virus y máquinas.
Desconozco si aquella persona llegó a borrar su historia, o si lo celebró con una fiesta. Pero mi mente volvió a nuestra conversación el otro día, tras conocer la muerte de un amigo. La noticia me llegó en forma de mensaje de texto cargado con un anuncio de un final inminente y un último deseo: que asistiera al lanzamiento de su libro, un evento que él jamás presenciaría. Sentí la imposibilidad de permanecer en casa, así que me dejé llevar por las calles y así llegué a un museo. Faltaban quince minutos para el cierre, y allí estaba, entre reliquias de civilizaciones pasadas -esculturas, cuadros, joyas- y buscando aplacar la soledad rodeada de objetos. Es curioso que a veces deseemos que las cosas se desvanezcan, y otras nos amarramos a ellas de manera patética. Decidí entonces enviar un último mensaje.
“Te quiero mucho. Estaré en la presentación de tu libro”.
Nunca hubo respuesta. Tampoco sé si alguien llegó a leerlo, o si el mensaje quedó para siempre sin abrir, en el teléfono, en un servidor en algún rincón de un centro de datos. Soy consciente de lo torpe de hablar del futuro a alguien que está a punto de despedirse del suyo. Ojalá hubiera sabido hacerlo mejor.
Ahora, ese mensaje, y todos los que compartimos, conversaciones en las que no dijimos suficiente y en las que dijimos demasiado, todas andan recomponiéndose en realidades digitales que transcienden nuestra condición efímera y vulnerable. En realidades entretejidas que evidencian y complican los vínculos que nos construyen mutuamente, a menudo sin que lo sepamos, dentro y fuera de servidores. Y así, tal como lo escribí, también borré ese mensaje y todos los que le precedían. Todavía, como mi amigo quería, nos queda la fiesta: una presentación póstuma de su libro, y lo que perdure tras ella.
Marina Otero Verzier es arquitecta e investigadora española. En 2022 recibió el Premio Wheelwright de Harvard por un proyecto sobre el futuro del almacenamiento de datos. Otero es parte del Comité Asesor de Arquitectura y Diseño del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid. Fue Directora del Máster en Diseño Social en Design Academy Eindhoven (2020-23) y Directora de Investigación en Nieuwe Instituut en Rotterdam (2015-20). Anteriormente, fue Directora de Programación Studio-X, Columbia University GSAPP. Ha comisariado diversas exposiciones y bienales.
SOCIEDAD
La detención de Urribarri: otro golpe a la corrupción
Los abusos y sometimientos a los que pretendieron acostumbrarnos años de gestión kirchnerista podrían estar llegando a su fin, junto a la impunidad a la que se aferran sus cuadros más destacados, empezando por la expresidenta Cristina Kirchner. La reciente detención del exgobernador de Entre Ríos Sergio Urribarri tras la decisión de la Cámara de Casación Penal de esa provincia, en la causa en la que fue condenado en 2022 a ocho años de prisión e inhabilitado a perpetuidad para ejercer cargos públicos, resulta una alentadora señal en ese sentido.
La detención de Urribarri, capturado y trasladado a una cárcel de Paraná, fue ordenada en el contexto de una causa en la que la Justicia provincial consideró probado que el exmandatario entrerriano dispuso en forma ilegal de fondos públicos para financiar sus campañas electorales, además de llevar a cabo otras maniobras ilícitas a través de contratos de imprenta y publicidad. La condena fue impuesta en abril de 2022 y fue confirmada por la Casación de la provincia un año después, pero aún no está firme, puesto que Urribarri presentó un recurso extraordinario ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación para que se revierta la sentencia en su contra.
El más reciente fallo de la Cámara de Casación, que dispuso el alojamiento del exgobernador en una unidad penal, se funda en el peligro de fuga, basado en sus “importantes vínculos”, de acuerdo con el voto de las juezas Marcela Davite, Marcela Badano y María Evangelina Bruzzo. Las magistradas recordaron que Urribarri y otros coimputados actuaron “en total impunidad durante ocho años”, en los cuales recurrieron a “testaferros”, “destinaron el dinero público a fines personales, se sirvieron del aparato estatal y de las facultades legales y constitucionalmente asignadas, y también de las relaciones que entablaron durante el ejercicio de la función pública”.
Junto a Urribarri, fueron condenados su exministro de Cultura y Comunicación, Pedro Báez, y el exfuncionario legislativo Juan Pablo Aguilera, cuñado del exgobernador, a quien se acusó de uno de los delitos contra la administración pública por ser dueño de las imprentas a las que se derivaron los trabajos financiados con recursos públicos y ser considerado parte activa de la cartelización de empresas que posibilitó el desvío de fondos. Ambos fueron condenados a seis años de prisión e inhabilitación para ejercer cargos públicos.
Estaríamos, así, ante un nuevo caso de peculado y negociaciones incompatibles con la función pública, donde desde el gobierno de Urribarri se habría armado un esquema con direccionamiento de contrataciones y retornos, al tiempo que, confirmada su condena, mandó a sus adláteres a denunciar una persecución política. Una clásica maniobra del manual kirchnerista.
Este escándalo no es lamentablemente el único que ha debido soportar la sociedad entrerriana. No hace mucho, a requerimiento de la Justicia, la Legislatura provincial subió a su portal web los nombres y apellidos de quienes integran las nóminas de personal de planta permanente, junto a los contratos por servicios, obras y subsidios que desembarcaron en las cámaras de Diputados y Senadores de la provincia, luego de un pedido de acceso a la información formulado por la ONG Entre Ríos sin Corrupción. Bajo el sugestivo título “Transparencia”, los listados difundidos revelaron turbias designaciones. Entre el cúmulo de nombres, se destaca la reiteración de apellidos como Urribarri. Tres de sus familiares directos figuran como contratados por el órgano legislativo provincial: uno de sus hijos, su cuñado y su sobrina. Los contactos del cuestionado exgobernador favorecieron también a su antiguo secretario privado, Sergio Cornejo, quien junto con su esposa y su hija, integra la planta permanente de la Cámara de Diputados.
El proceso de la causa judicial que involucra a Urribarri se caracterizó además por la injusta destitución de la fiscal anticorrupción de Entre Ríos Cecilia Goyeneche, quien valientemente inició la investigación que le valió al exmandatario provincial la condena. Según lo entendió el propio procurador general de la Nación, Eduardo Casal, se trató de “una grave violación al debido proceso”, por lo que este solicitó al máximo tribunal de la Nación que revoque el fallo a través del cual se destituyó a la fiscal.
Como en el final de tantos ejemplificadores cuentos, los buenos merecen ganar. Es de esperar que sean las propias instituciones las que empiecen a poner las cosas nuevamente en su lugar para que se devuelva a la ciudadanía la esperanza y que no triunfe, como tantas otras veces, la impunidad.
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