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SOCIEDAD

Una encuesta reveló cuál es el factor clave para sentirse más joven o más viejo hoy en Argentina

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Es sabido que la edad nominal, la que suele aparecer sobre la torta en cada nuevo cumpleaños, muchas veces no marida con la edad subjetiva. ¿A qué edad cada persona empieza a sentir que ha ingresado en la vejez y que, de alguna manera, ha dejado de ser “inmortal”? La respuesta podría tener tantos matices como gente interrogada. Pero una encuesta reveló algunos patrones clave y un factor determinante: el nivel socioeconómico.

La encuesta fue realizada por la consultora Voices! y WIN Internacional a 33.866 personas de 39 países, y un capítulo del estudio está dedicado a la Argentina. Los datos permiten no sólo conocer los factores que inciden en la edad subjetiva de los argentinos, sino también comparar cómo se da esa autopercepción en otros países de la región y del mundo.

Las respuestas recabadas hablan, en cierta forma, del valor de la vida. ¿Cuál es la expectativa de cada uno de los entrevistados en función de las condiciones de -por ejemplo- el acceso a la salud o a la seguridad que tienen en su comunidad. Las personas con esas herramientas garantizadas probablemente asumirán que la extensión de su vida será más larga que la de aquellos cuyo entorno socioambiental deficitario indique lo contrario.

Esa percepción habla de lo relativo de la edad biológica, de la juventud y de la vejez. A medida que la expectativa de vida ha ido creciendo en el mundo, naturalmente la gente se ha identificado con la vejez cada vez más tarde: un horizonte que creció alrededor de 25 años en los últimos 70.

Sin embargo, esa lógica parece haber sufrido un cambio en el pasado inmediato, casi en coincidencia con el lapso de la pandemia de Covid como referencia. En el caso de Argentina, por ejemplo, mientras que en 2018 la gente empezaba a sentirse vieja a los 58 años, ahora ese mismo sentimiento aparece a los 54 años.

Los argentinos hoy se empiezan a sentir viejos a los 54 años, mientras que en 2018 era a los 58 años. Foto: Shutterstock.

El dinero puede no ser todo, pero que ayuda bastante quedó en evidencia en la encuesta, a partir de la autopercepción de la edad en función del nivel socioeconómico: las personas de nivel alto consideran que el envejecimiento comienza a sentirse a los 60 años, mientras que los de nivel medio creen que aparece a los 55, y los de nivel bajo, a los 54.

En comparación con el mundo, Argentina aparece alineado con el promedio global, que ha descendido un escalón desde 2018 en la edad en que se impone el sentimiento de vejez: pasó de 55 a 54 años. Por regiones, en el continente americano esa edad es de 53 años; en Oriente Medio, de 52; en Africa, a los 51; en Asia, a los 50. Europa sobresale por ubicar ese despunte recién a los 59 años, con picos notables en Finlandia (72) y España (65).

Dejar de sentirse joven

Del mismo modo, el estudio revela que la edad promedio en que la gente deja de sentirse joven en Argentina es a los 41 años, en comparación con los 46 que indicaba la misma encuesta de 2018. Así, existe un periodo de 13 años (entre los 41 y los 54) en el que los argentinos no se autoperciben jóvenes ni viejos.

Aquí también existen diferencias en la autopercepción de la juventud según el nivel socioeconómico: las personas de nivel alto consideran que la juventud se pierde a los 46 años (versus 41 del total), los de nivel socioeconómico bajo sitúan el fin de la juventud a los 41, y los de nivel medio, a los 42. Entre los países latinoamericanos encuestados, los paraguayos, chilenos y argentinos se sienten jóvenes algo más de tiempo que sus vecinos brasileños, mexicanos, peruanos y ecuatorianos.

Hay países en los que la gente se sigue sintiendo joven hasta una edad más avanzada. Por ejemplo, en Italia ocurre hasta los 50 años y en Corea del Sur, hasta los 52. Mientras que en Suecia y Filipinas ese indicador, en cambio, se ubica bastante más abajo, con 34 y 30 años respectivamente.

Creciendo en público: tres postales del ex presidente de EE.UU. Barack Obama (hoy de 62 años) durante su carrera política. Foto: AFPCreciendo en público: tres postales del ex presidente de EE.UU. Barack Obama (hoy de 62 años) durante su carrera política. Foto: AFP

El relevamiento explica que en general ha habido un retroceso en el mundo en cuanto a la edad en la que la gente deja de sentirse joven. Mientras que el promedio global en 2018 era a los 44 años, ahora la respuesta fue los 42 años. Sin embargo, los más jóvenes creen que dejarán de ser jóvenes a una edad mucho más temprana que lo que proyectan los más viejos.

Constanza Cilley, directora ejecutiva de Voices, analizó que “la reducción de cinco años desde 2018 en el período durante el cual los argentinos se consideran jóvenes y el adelanto en la percepción del envejecimiento, pueden tener múltiples implicaciones y causas posibles. Estos cambios podrían estar influenciados por transformaciones culturales, económicas, de salud y tecnológicas”.

Explicación de expertos

El psicoanalista Pedro Horvat aseguró a Clarín que para analizar ese cambio de autopercepción tan brusco mencionado antes no hay que perder de vista la pandemia: “La sensación de enorme vulnerabilidad que hubo en el mundo, lo que estuvo firmemente instalado de que las personas mayores son las que están más en riesgo. Entre muchos otros efectos que tuvo la pandemia tuvo este otro, es decir, cuándo la vida empieza a estar en riesgo o cuándo dejo de tener las garantías -ilusorias, por su puesto- que me da pertenecer a un grupo etario determinado”.

Pedro Horvat: "La cuestión de sentirse joven o viejo tiene que ver con los aspiracionales de cada momento de la vida". Foto: Emmanuel FernándezPedro Horvat: «La cuestión de sentirse joven o viejo tiene que ver con los aspiracionales de cada momento de la vida». Foto: Emmanuel Fernández

El médico Diego Bernardini, experto gerontólogo y “militante” de la llamada nueva longevidad, dijo a este medio que “influye mucho cuándo la gente empieza a sentirse mayor según el estrato social al que pertenece. Las clases sociales más desfavorecidas tienen peores performances de salud, mayores ingresos hospitalarios y muerte prematura. La población ABC 1, en cambio, muestra una ventaja de cinco años en su autopercepción con respecto al resto”.

Horvat explicó que “la cuestión de sentirse o ser joven o ser viejo tiene que ver con lo que podríamos denominar ‘los aspiracionales para cada momento de la vida’. Es decir, ‘yo soy joven mientras tenga, mientras pueda… Y mi vida cambia cuando ya no tenga, cuando ya haya perdido y no pueda…’. Esto lo podemos aplicar tanto para el pasaje de joven a viejo como para el de viejo a persona mayor. Por eso se explica que esto cambia según quién contesta, qué edad tiene y cuál es su situación socioeconómica, porque la posibilidad de acceder a recursos o circunstancias aspiracionales también está influida por ese factor”.

Bernardini agregó que “el tema de sentirse mayor, en términos globales, depende de dónde lo preguntes y a quién se lo preguntes. A mayor edad, las personas suelen patear la cuestión de sentirse mayor. En Alemania hicieron una investigación sobre cuatro mil personas a lo largo del tiempo y a medida que los años transcurrían la gente iba postergando esa edad de sentirse mayor para más adelante”.

Diego Bernardini: "Esto de sentirnos viejos cada vez más jóvenes probablemente esconda la discriminación por edad". Foto: Ariel GrinbergDiego Bernardini: «Esto de sentirnos viejos cada vez más jóvenes probablemente esconda la discriminación por edad». Foto: Ariel Grinberg

Sobre el sentimiento de vejez, Bernardini rescató que “dentro del estrato ABC 1 los individuos se autoperciben mayores recién a los 60 años, bastante después que el resto. Las personas socioeconómicamente más pobres tienen esa percepción varios años antes, algo que tiene que ver con el empleo, la salud y las posibilidades”.

Por último, el gerontólogo agregó: “Esto de sentirnos viejos cada vez más jóvenes probablemente esconda -y hay que estudiarlo más en profundidad- el tema del edadismo, la discriminación por edad, de la pérdida de oportunidades a medida que cumplís años. En eso hay mucha tarea por hacer: la principal es entender que la edad cronológica no te define, la mediana edad se extendió y las personas podemos aportar independientemente de los años que tengamos. Hay que hacer una tarea pedagógica de la longevidad, explicar las bondades y también los desafíos”.

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SOCIEDAD

Mundos íntimos. Mi papá me enseñó los secretos de la pesca. ¿El principal para esta época de vértigo? Aprender a callar para poder oír.

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Como tantos otros hombres, mi papá quería un varón. No tuvo suerte en concebirlo, pero él, que era obrero del pan y además de la vida, me hizo a su imagen y semejanza. Difícil para un trabajador de tiempo completo moldear a sus hijos en los ratos que le quedan y por eso, para su tarea de creador, me incorporó a su sagrado ritual de los lunes: la pesca. Esos encuentros me dejaron, además de dedos pinchados por bagres y anzuelos, un profundo amor por el río y la soledad. En los silencios floreció una idea de libertad con infinitas formas.

¿Cuánto vale hoy, que el tiempo se fuga con mayor prisa cada vez, ese escondite donde el día se espesa? Hoy, que las horas no alcanzan y la quietud pareciera desgano, la pausa puede ser el refugio, y el silencio, descanso.

Juntos. La autora y su padre mientras esperaban el ancestral pique. Sin hablar, claro.Juntos. La autora y su padre mientras esperaban el ancestral pique. Sin hablar, claro.

Durante años hubo un rato del domingo, ya caído el sol y el día, en que mi papá, el Pelu, como le decían, se sentaba en la cocina cerca de alguna luz y armaba sus líneas de pesca. De una valija amarilla sacaba tanza con la que trenzaba plomadas y anzuelos, anzuelos y boyas. Después las enroscaba con cuidado en un trozo de telgopor para guardarlas en una caja más grande.

Cuántas veces habré contemplado esta escena, que cuando la pienso me trae la pesadez de las tardes en que no queda más que hacer que prepararse para la semana. Mi viejo era panadero y los lunes, francos en el oficio, salía de madrugada a pescar a un campo de Magdalena. A veces me dejaba acompañarlo.

En familia. Mariana Peluso, atenta, de buzo rojo junto a su padre.En familia. Mariana Peluso, atenta, de buzo rojo junto a su padre.

La adultez propone una mirada comprensiva sobre los que nos criaron. Entender la falta —de tiempo, de palabras— no implica —necesariamente— romantizar la ausencia de un padre. Por el contrario, ayuda a conocer al villano, a desarmar al héroe, y viceversa. Encontrar al hombre detrás del hombre.

Claro que no entiende de eso una nena de diez años que necesita la palabra guía, menos una adolescente que rechaza naturalmente las reglas como único gesto. Pero la adultez da perspectiva y es desde allí que lo observo parado, con el agua del río a la cintura; veo al hombre en silencio.

Casi no dormía los lunes que tenía la suerte de inmiscuirme en la intimidad de mi padre. Practicaba un sueño liviano que me permitiera escucharlo levantarse de madrugada, hacer el mate y calentar el motor de la camioneta mientras subía las cañas. Al menor ruido yo saltaba de la cama y me abrigaba. Salíamos antes que el sol.

Para llegar al río había que atravesar un campo con infinitas tranqueras. A mitad del camino parábamos en una casa amarilla a dejar una bolsa de pan, galleta, facturas, pandulces o roscas según la época. Mi viejo bajaba y yo me quedaba en la camioneta, una F-100 azul perlada que siempre olía a pan y gasoil. Lo esperaba sola o con Cacho, un viejo que a veces nos acompañaba.

Cacho andaba siempre con un Gancia abajo del brazo, unos Viceroy en el bolsillo y uno en la boca. Tenía una sola caña de pesca de bambú que era más larga que las demás y al lado de las de fibra parecía artesanal. Pocos bagres y una vieja de agua fue lo único que lo vi pescar. Menos la vieja, se comía todo lo que salía. Los días que nos acompañaba, mi papá le daba cuanto hubiera pescado y él se iba feliz a preparar milanesas para la semana. Sonreía con unos pocos dientes que le quedaban y en las mejillas se le estiraban las arrugas, no se ponía colorado porque ya era su piel algo violácea de tanto tiempo y tanto vino.

Una sola caña tiraba él, y cuatro mi papá. Entre cada una dejaba unos cincuenta metros. Para tirar se metía en el río hasta las rodillas o un poco más, y en un revoleo aeróbico hacía volar la plomada hasta una profundidad cercana. Si me acercaba lo suficiente podía escuchar el silbido de la tanza cortando el viento, pero por precaución aprendí a tomar distancia. Tan bien había entendido la necesidad del sigilo para la tarea que una vez me arrimé demasiado sin que él lo notara y terminé con el anzuelo enganchado en la campera. No me dijo nada cuando se dio vuelta, me miró solamente, cómo solía hacer cuando desaprobaba algo.

Así como Cacho, a veces venía Carlos, obrero de la panadería. Un tipo tímido que hablaba poco y cuando lo hacía revelaba enseguida su acento correntino y una sonrisa incompleta. Se iba Carlos lejos a tirar la caña. “El negro tira para el dorado, por eso nunca saca nada”, me dijo un día mi viejo mientras asaba carne en una parrilla apoyada en la tierra.

Mientras él cocinaba y Carlos buscaba allá lejos su dorado, yo me iba a recorrer. El campo parecía eterno, entre los sauces y los ceibos. Miles de serpientes y otros bichos se arrastraban en la oscuridad de las plantas buscando calor y comida, podía imaginarlos. Del otro lado, el Río de la Plata en su mayor esplendor, con el sol encima, haciendo honor al nombre.

El río era puro ruido cuando crecía, pero al retirarse dejaba una playa ancha de arena marrón y barro. Se llevaba el crujido del agua revuelta en la orilla. Tan lejos se iba que se escuchaban los juncos rozándose entre sí. Más de una vez vi pasar al galope grupos de caballos que aprovechaban los metros de playa. Las crines largas y algo en el trote les daba un aspecto salvaje, dueños de todo lo que pisaban.

A la distancia también podía escuchar las voces si eran fuertes, y una me llamaba. Estaba la comida.

Pescábamos esporádicos lunes durante todo el año. Nunca nos frenó el invierno. A veces, si hacía mucho frío, el Pelu se iba rápido de casa, antes de que me despierte. Nunca sabré si era en realidad el fresco lo que lo convencía de dejarme o simplemente sus ganas de estar solo. Solo sin mí, sin Cacho ni Carlos ni nadie. Tan solo que si cuando se encajaba —porque en el campo había barros profundos— debía recurrir a su ingenio, ya que no había quien lo ayudase a empujar. No existía un celular para pedir ayuda ni señal para abastecer al aparato. Nada ni nadie, salvo uno mismo.

La soledad por sí sola puede ser aburrida, pero descubrí que, sometida a la aventura en donde ningún cálculo es confiable, el cuerpo vibra. Lo entendí esos días que mi viejo volvía después de luchar durante horas para arrancarle una rueda al barro. Llegaba exultante, ni quejoso ni empacado, feliz. Así, el vértigo que regala la incertidumbre de la soledad también se me volvió atractivo.

Con el tiempo me animé a ir más y más lejos en el monte mientras los peces se enganchaban solos en nuestros anzuelos. Me llevaba un cigarrillo a escondidas y caminaba con el sol en los hombros los kilómetros que hiciera falta para sentirme tan sola como fuera posible.

Pocas sensaciones resultan tan difíciles de describir como la de la vibración de la tanza entre los dedos cuando hay pique. Casi imperceptible a la vista, o fácilmente confundible con el movimiento que se traslada de la marea al extremo de la caña. Hace falta un silencio adecuado para sentir en las yemas la desesperación del animal atrapado. No es ausencia de ruido y no es calma solamente, es serenidad, silencio de pescador.

Así era mi padre y más, tanto que algún día comencé a creer que pescaba para callar al mundo adentro y afuera. Me enseñó sobre ese lenguaje de gestos, a veces a la distancia miraba la punta de la caña doblarse apenas, y yo esperaba su señal para juntarla. “Dale”, me decía nomás, y me dejaba traer lo que el río ofreciera. Algas, ramas, una bolsa y eventualmente la suerte de un pejerrey. Con el tiempo aprendí a callarme para oír.

No siempre fue el río nuestro escenario. En vacaciones de verano teníamos destino fijo en Mar de Ajó y San Bernardo. No es lo mismo tirar la caña en la playa kilométrica que se descubre cuando el río se retira que desde el muelle de hormigón, sobre la violencia del mar. Otras son las plomadas, los tiempos, los cielos y hasta los bichos. De los seis días que nos íbamos, los seis él pescaba. Poco antes de su muerte el Pelu se compró una reliquia 4×4 para dejar de encajarse en las calles arenosas de Punta Médanos o Nueva Atlantis. Aunque no llegó a estrenarla.

Cuando tenía la suerte de que me invitara, íbamos al muelle. “Con esta luna no vamos a sacar nada”, avisó la última vez que compartimos el ritual. Yo ya no era una nena, pero siempre me angustiaron sus malos vaticinios. Ese día no sacamos nada para la parrilla, pero fue una pesca para el recuerdo.

Mi viejo fumaba un Parliament atrás de otro, con una pierna apoyada en la baranda atento a la caña. Yo luchaba contra la ansiedad de quedarme callada para no confundir cualquier tironcito con un pique, hasta que lo sentí. Me vibró en la mano la vida de un animal que comía la carnada del otro lado del hilo. Pegué el tirón y el Pelu me miró juzgándome apresurada. Junté apenas, esperé y otra vez, el pique. Volví a tironear, la caña se doblaba como si en el extremo hubiera un toro y no un pescado. “Ya la enganchaste de nuevo, a ver, dame”, me dijo, y yo me defendí “picó y sigue picando, mirá”. Agarró la línea y empezó a juntarla mientras yo enrollaba con el reel. De repente le cambió la cara “es cierto, hay algo”, se rió con el pucho en la boca. Juntos trajimos al animal.

Él sin duda esperaba una corvina o algo similar, yo esperaba tener razón y que hubiera un pez. La gente se acercó a ver la hazaña y uno dijo “¿que enganchaste, pibe?”. “No se habla señor cuando se pesca”, puede que haya pensado. No sé si fue esa u otra vez que me confundieron con un varón que mi papá aclaró “es una nena”, y a mí me gustó la sorpresa de esa gente cuando descubrió que las nenas también podían pescar y hacer silencio como algunos hombres fuertes.

La luna llena no nos permitió esa noche resolver el almuerzo del otro día, pero la aventura valió la pena. A la tierra, cuando pudimos finalmente juntar sin cortar la línea, trajimos una raya mediana. El animal se ponía paralelo a la superficie del agua y así aumentaba su peso, de modo que uno podía esperarse algo espectacular, carnoso, de esos bichos que son para una foto. Y no, aunque nos regaló una anécdota que contar. Esa fue la última vez que compartimos la pesca.

Un día a mis 18 años mi papá se murió. Un infarto masivo le cortó el aire y lo obligó al silencio. Pocas veces volví a arrimarme a una orilla con la esperanza de sentir el pique entre los dedos, el hilo que me ató a una naturaleza nueva que ahora llevo conmigo. El río y el sol de febrero todavía me traen las memorias de esos lunes. No necesito caracoles para escuchar la profundidad, porque la calma se me hizo carne; no necesito nada más que un recuerdo que me devuelva a la libertad del monte.

Una última escena mezcla, como el agua, la vida y la muerte, la eternidad y el instante. El sol de la tarde vuelve de plata el río que crece. La corriente es violenta y me empuja el cuerpo para un costado, nos metimos a sacar el trasmallo a pocos cientos de metros de la orilla que empieza a mojarse con la crecida. El pelu lleva en la mano una bolsa de arpillera para juntar los sábalos y pejerreyes. Los que quedaron atrapados en la red hacen fuerza, no podemos arrastrarla. Sacamos de a uno. Siento en las piernas el roce de los que no cayeron en la trampa. Nadan y saltan alrededor nuestro como chispas plateadas mientras el día se muere. La bolsa robusta, las manos lastimadas, el río es una furia de ruido y olas.

Juntamos las cosas y pegamos la vuelta. La ruta callada se llena de grillos y estrellas.

Mariana Peluso es más “Nana” que Mariana, y sólo se da vuelta en la calle si la llaman por su apodo. Periodista de oficio, aunque a mitad de carrera en la Universidad de la Plata, encontró en la comunicación el espacio para hacer de la escritura una forma de vida. Moza, cajera, administrativa y panadera por herencia y para amigas, extrae de la experiencia los insumos para que los textos respiren. De identidad, lesbiana y platense. Orgullosamente empleada pública y trabajadora de Feminacida, medio de comunicación digital feminista. Mantiene un amor no correspondido con el fútbol desde la infancia.

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