“Nadie nos creía, nos trataban de locos en el hospital y en la facultad, acá y allá. Decían que esto no iba andar”, recuerda el Dr. Luis M. de la Fuente, una eminencia en cuestiones coronarias, especialista en angioplastia. En sociedad con el Dr. René Favaloro, millones de personas lograron sobrevivir gracias a su eficaz método que reduce riesgos cardíacos de manera significativa, logrando prolongar la vida en los pacientes además de generar una mejor calidad de vida.
Después de más de 50 años, y con una dilatada trayectoria en haber salvado innumerable cantidad de vidas, junto al Dr. David Vetcher lanzó el libro Cardiología intervencionista. Orígenes y desarrollo de una nueva especialidad médica en Argentina, de Lugar Editorial.
El maestro De la Fuente y uno de sus grandes discípulos cuentan los orígenes del revolucionario procedimiento de la cardiología intervencionista y repasan su historia: desde sus comienzos, en 1971, hasta la actualidad, y cómo fueron evolucionando las intervenciones coronarias a través de la angioplastia. Una obra de divulgación apta para cualquier lector, contada por quienes vivieron todo el procedimiento “desde adentro”.
El evento de presentación, organizado por el Colegio Argentino de Cardioangiólogos Intervencionistas (CACI), se realizó este jueves en el auditorio del Centro Cultural de la Ciencia y contó con una nutrida concurrencia de médicos, familiares, amigos, allegados y especialistas en la materia.
Allí, De la Fuente fue homenajeado y ovacionado por los presentes. Lleva más de 70 años realizando intervenciones cardiológicas. Es miembro fundador del CACI y miembro honorario de la Sociedad Latinoamericana de Cardiología Intervencionista (SOLACI), profesor del posgrado de Cardiología Intervencionista (UBA-CACI) en la Fundación Barceló y en la Universidad del Salvador. También es profesor visitante de la Universidad de Stanford (EE.UU.) y fue elegido Personalidad Destacada por la Ciudad de Buenos Aires y el Senado de la Nación. Su labor se ha desarrollado en el Sanatorio Güemes, en el Instituto Argentino del Diagnóstico y Tratamiento y en la clínica Suizo Argentina. También es Doctor Honoris Causa en varias universidades en el país.
“La primera vez que llegué al país fue en un congreso argentino en Mar del Plata. Ahí lo conocí a Favaloro. En ese momento no era nada, como yo tampoco era nada. Con todo lo que mostramos y todo lo que había acá rápidamente avanzamos”, recuerda De la Fuente, de 92 años.
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El renombrado cardiólogo riojano se encontraba trabajando en Portland, mientras que Favaloro lo hacía en Cleveland, también en Estados Unidos.
En 1968, ambos coincidieron en un congreso de medicina en Mar del Plata, donde hicieron un pacto para regresar a la Argentina. “Formaron una asociación muy importante que traían el progreso para la cardiología: transformaron la cardiología tradicional en lo que se llamó cardiología moderna”, señala Vetcher. La historia es la piedra fundacional de este libro.
La cardiología intervencionista es el procedimiento que cambió el curso de la medicina. Su uso y descubrimiento de sus métodos permitió que la cardiopatía isquémica y estructural pasara de ser una enfermedad mortal a una enfermedad controlable.
“A través de la arteria radial, por una punción se pasa un catéter miniaturizado que llega hasta el corazón. De ahí se estudia todo el árbol coronario: las tres arterias coronarias y después se avanza un paso más con la parte terapéutica. Este método hoy en día está estandarizado: logró mayor sencillez y menor riesgo. Es un procedimiento más rápido”, explica Vetcher.
La angioplastia, un método para dilatar las arterias coronarias inventado por el doctor suizo-alemán Andreas Grüntzig en los años ’70, tuvo su vital desarrollo en 1989, cuando el Dr. Julio Palmaz creó el stent. “Dijo: acá hay que poner un esqueleto, una plataforma que sostenga esa pared. Su eficaz procedimiento de cardiología intervencionista salvó millones de vidas en todo el mundo”, recuerda De la Fuente sobre uno de los puntos más salientes del libro.
“La enfermedad cardiovascular era una enfermedad mortal. Antes, si tenías una enfermedad cardíaca te morías. Y con los métodos que se empezaron a usar, con la revascularización de las arterias coronarias, el corazón volvía a recibir sangre y oxígeno y a oxigenarse correctamente, logrando que esa enfermedad mortal pasara a ser una enfermedad controlable. Eso le dio a la gente sobrevida: no solamente prolongó la vida sino que le dio mucha calidad de vida”, explica Vetcher.
Angioplastia: el método para salvar vidas
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Según datos del Registro Nacional de Procedimientos del Colegio Argentino de Cardioangiólogos Intervencionistas (CACI), la primera angioplastia que se practicó en Argentina se produjo en 1980, dos años después de la primera en el mundo, en los Estados Unidos, en 1978.
El número de angioplastias fue creciendo: de cada 100 pacientes que necesitaban revascularización, alrededor de 95 se operaban con la cirugía de bypass, ideada por Favaloro.
Actualmente, de cada 100 pacientes que necesitan tratamiento, entre 90 y 95 se someten a la angioplastia. “Ya pasamos el millón de angioplastias desde la primera, en 1980, hasta ahora”, asegura Omar Santaera, ex presidente del CACI y actual tesorero de la Sociedad Latinoamericana de Cardiología intervencionista.
Se realizan 200.000 procedimientos por año en el país: diagnósticos y terapéuticos en adultos y niños, coronarios, cerebrales y vasculares periféricos. “Si lo separamos, 70.000-75.000 corresponden a angioplastias coronarias, de las cuales, el 20% son en infarto agudo de miocardio”, asegura Santaera.
El libro Cardiología Intervencionista está disponible en las librerías de todo el país y también en la web www.lugareditorial.com.ar.
Tenía 20 años, hacía tres meses me había recibido de profesora en Educación Primaria y me encaminaba hacia mi primera suplencia.
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Las cadenas que nos limitan
Me asignaron el 7º grado de una escuela del conurbano. Feliz, temerosa, con muchas ganas de ser maestra, comencé a trabajar con mis primeros alumnos, que mayoritariamente vivían en barrios muy humildes.
No pasó mucho tiempo para que reparara en un chico, Alberto, que cursaba 4º grado, aunque se notaba que era más grande.
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Así lo cuenta el cine
Generalmente estaba en el patio, deambulaba por la escuela y sobre todo se quedaba parado en la puerta de la “Dirección”. Resultaba muy difícil que entrara al aula. Corría, se enojaba, se peleaba, contestaba mal, se escapaba…
Una mañana la directora nos llamó a una reunión a su maestra y a mí para hablar sobre Alberto. Conversamos sobre su conducta y su dificultosa trayectoria escolar. Finalmente acordamos incluirlo algunas horas, algunos días en 7º grado. La idea era probar si con otros compañeros, un nuevo ámbito y otra maestra las cosas podían mejorar.
Éramos un grupo de docentes pensando y armando un dispositivo para trabajar con un alumno que tenía otras necesidades. Eso que tanto habíamos estudiado, eso que todos los chicos son diferentes, con intereses y tiempos personales, se estaba haciendo realidad.
Discutíamos, entre otras cosas, la noción de “destino”, esa postura que parte de la idea de que ciertas condiciones socioeconómicas, familiares o las dificultades de los primeros años de escolarización llevan inexorablemente al “fracaso escolar”.
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Sabemos que una buena relación pedagógica se apoya en un vínculo de confianza.
Y ahí estábamos, confiábamos en él.
Fue así que un día, Alberto se convirtió un poco en mi alumno. Entró muy callado y se sentó solo en el último banco.
Se esforzaba por aprender, por leer y escribir, y con el tiempo mejoró mucho. Disfrutaba de las horas de Lengua, especialmente de las lecturas de cuentos y de poesías. En matemáticas era muy bueno (esto suele ocurrir con los chicos que trabajan, ya que la pobre economía familiar es un tema central en sus vidas). Si bien se relacionaba poco con sus compañeros, estaba tranquilo en el salón y observaba mucho. En los recreos se lo veía solo, no jugaba, caminaba, y yo notaba que en ese deambular trataba de acercarse a la zona del patio donde yo estaba para contarme algo.
En algunas ocasiones, a la salida de clases, me acompañaba a tomar el colectivo en la esquina de la escuela, me despedía con una sonrisa y su mano levantada.
No pasó mucho tiempo para que consiguiera mi teléfono y mi dirección (en aquellos años existía la guía telefónica y era muy sencillo obtener esta información).
Un día, mi mamá me dijo que había llamado un alumno “muy educado y afectuoso” que quería pasar a saludarme. Ella, sin tener muy en claro eso de la distancia óptima entre un docente y un alumno, lo invitó a venir una tarde a merendar a nuestra casa.
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A los pocos días se produjo la visita. Lo recibimos con una chocolatada y una torta hecha por mi mamá especialmente para él. Compartimos los tres una charla, risas y de paso un poco de lectura para continuar la práctica.
Faltaba muy poco para terminar el año. Alberto aprendía y mejoraba. Cada vez pasaba más tiempo en su 4º grado, con su maestra y sus compañeros. Si bien su carácter rebelde se mantenía, logró estar más tranquilo y se lo veía disfrutando de varias actividades escolares.
Finalmente Alberto pasó a 5º grado y yo terminé mi suplencia. No supe más nada de él. Nunca lo olvidé y más de una vez me preguntaba en qué estaría. ¿Habría terminado 7º grado? ¿Estudiaba? ¿Trabajaría quizá?
Pasaron los años, muchos, yo seguía como maestra en otra escuela, me había casado, tenía dos hijos y vivía en otra casa cuando una mañana recibí una llamada telefónica.
Era un sacerdote de una unidad penal de la Provincia de Buenos Aires. “Señorita Mónica, la llamo porque hay un muchacho detenido que está enfermo y me pidió que la contactara. Tiene muchos deseos de comunicarse con usted y, en lo posible, verla”.
Era Alberto. Quedé paralizada. Habían pasado al menos 15 años desde la última vez que lo había visto en el acto de fin de año de aquella escuela. Me cuesta encontrar palabras que expresen lo que sentí en ese momento. Estaba sorprendida, impactada, llena de preguntas.
Luego de unos segundos de silencio, pude seguir conversando con el sacerdote. Hablamos de su situación legal, de su salud -me dijo que Alberto tenía sida- y sobre todo me orientó sobre los trámites que debía hacer para poder visitarlo.
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No pasó mucho tiempo y ya estaba en la ruta junto a mi marido y mis hijos viajando al interior de la provincia de Buenos Aires. Me preocupaba no reconocerlo. La última vez que lo vi tenía 12 años y ahora debería tener cerca de 27.
Mi marido y mis hijos esperaron en una plaza cerca del penal. Entré a la sala de visitas, miré varios rostros y no lo reconocí. Pero de pronto se acercó un muchacho que caminaba rápido y me abrazó. Era él. Había crecido, estaba flaco, la cabeza rapada y la cara con alguna cicatriz, pero tenía los mismos ojos y la misma sonrisa de los 12 años.
A partir de ese día iniciamos una etapa de charlas telefónicas y visitas. El me avisaba cuando lo trasladaban a otro penal. Me hizo recorrer varias cárceles de la provincia de Buenos Aires. En esas visitas hablábamos mucho, recordábamos los años de la primaria, comíamos tortas que mi mamá le seguía preparando, aunque a veces luego de pasar la requisa se transformaban en un conjunto de migas de bizcochuelo.
Me mandaba cartas (que aún conservo) y yo le respondía. En los años que estuvo preso empezó a escribir mucho. En su primera carta me decía: “Si vos supieras cómo cambió mi vida, las miles de cosas que me pasaron, el porqué de este presente tan feo… Escribirte y que me escribas me hace bien. Contarte mis inquietudes, mis pensamientos y mis ilusiones. Es que acá adentro necesitamos la compañía de una palabra o algún consejo. Siempre que me siento agobiado por la impotencia me refugio en un papel y en una lapicera y me desahogo escribiendo”.
Siempre algún recuerdo lo llevaba a ese duro presente: “Me acuerdo de miles de cosas del colegio. Yo siempre me peleaba. Te decía que iba a ser boxeador ¿te acordás? Pero todas esas cosas quedaron en planes. Para lo único que me sirvió es para no dejar que me pasen por encima acá adentro. Pero la violencia no te lleva a nada bueno. Yo me limito a mantener mi lugar. No ser más que nadie pero menos tampoco”, me decía en otra de sus cartas.
Me contaba sobre la vida “adentro”, sus rutinas, los horarios de sueño cambiados, las visitas de sus padres, su arrepentimiento por los años perdidos. “Me lastimaron mucho, también hice mucho daño. Nunca maté a nadie, pero salía, consumía, robaba y volvía a entrar”, me dijo un día sin que mediara ninguna pregunta mía.
Ese arrepentimiento estaba siempre presente. “Elegí la forma más fácil de conseguir plata, pero a la vez la vida más difícil, porque hoy no tengo nada y todos estos años no los recupero más. Es que viví tantas injusticias que se me alteraron los sentidos y los valores de la vida. No supe nunca aprovechar la libertad que tenía y hoy estoy pagando las consecuencias”, escribió en otra de sus cartas.
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En la cárcel comenzó a hacer la secundaria. Me lo contó con alegría y esperanza: “Estoy estudiando primer año de Comercial, estudiar te ayuda a pensar”. También se había anotado en un taller de poesía.
De a poco Alberto hacía planes para cuando estuviera en libertad. En una carta me escribió: “Tengo ganas de empezar a hacer una vida sana. Por ahora sigo estudiando. Estoy bien, recapacitando. Si Dios quiere pronto me voy en libertad”. Y en otra: “Cada cual es dueño de su propio destino y sólo está en uno mismo cambiarlo. Por ahora estoy pensando y recapacitando y poniendo todo de mí parte para la verdadera prueba de todo eso, que la tengo que dar en la calle cuando esté en libertad”.
Pasaron los meses, los años. Una tarde me llamó para decirme que tenía dos buenas noticias para darme. La primera: “¡Me casé!”, dijo eufórico. Había conocido a su novia a través de un programa de radio. La segunda: “En dos meses salgo y te vamos a visitar con mi esposa. Quiero que la conozcas”.
Y fue así como nos reencontramos. Compartimos una tarde a pura emoción y alegría. Alberto, esta vez libre y con su mujer, y yo, esta vez con mis hijos en mi casa.
Me ilusioné pensando que esta vez sí cambiaría todo, que ya no estaría más solo y que le esperaba una nueva vida. Pero no fue así. La enfermedad ya había avanzado mucho.
No hubo más encuentros, ni cartas, ni lecturas de sus poesías por teléfono.
No pude o no quise averiguar, sabía que estaba muy enfermo.
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Es la historia de un niño, de un joven que enfrentó una vida difícil, que se equivocó, que se arrepintió, que quiso cambiar y tuvo la fuerza para hacerlo pero le faltó tiempo. Y es también la historia de un alumno y una maestra.
Él mismo lo decía en una de sus cartas: “Vos sabés algo de mi vida, sabés lo bueno que soy, que me crié solo y muchas veces la caricia que recibía era la de un golpe. Tal vez por eso a la persona que me brindaba un poco de cariño yo me le repegaba”.
No deja de sorprenderme aún hoy, después de tantos años, lo que puede significar una escuela, un maestro para un alumno.
Aprendí que los docentes tenemos la maravillosa posibilidad de ampliar la mirada para poder ver al niño o al adolescente detrás de la “mala conducta”, del “mal alumno”.