POLITICA
La “ley Conan” y el riesgo de caer en los extremos
Columna publicada originalmente en La Nación
¿Se crearán tribunales de “familia multiespecie” que diriman litigios sobre la tenencia, el régimen de visitas y la cuota alimentaria de perros, conejos y gatos? ¿Habrá jueces del trabajo que regulen la “jornada laboral” de los animales? ¿Se prohibirán las domas en el campo y se considerará un abuso ordeñar a las vacas o a las cabras contra su propia voluntad? ¿Se obligará a los propietarios de ganado a instalar calefacción o aire acondicionado en los potreros para que los animales no sufran el frío o el calor? ¿Se considerará “privación ilegítima de la libertad” tener un canario enjaulado o un pez en una pecera? ¿Habrá que construir monoblocks para evitar el “hacinamiento” en los criaderos de pollos? ¿Y se prohibirán las exhibiciones de perros como se prohibieron los concursos de belleza para no “cosificar” a un “ser sintiente”? Puede parecer una extensa colección de disparates, pero son preguntas que surgen ante el avance de una militancia animalista que ahora asoma en el Congreso de la Nación de la mano de la “ley Conan”.
Es cierto: ese proyecto no llega tan lejos. Pero abre la puerta para una interpretación muy amplia de lo que se considera “maltrato” o “crueldad” animal y les permite a los jueces, muchas veces inclinados a la extravagancia y a fallar con ideologismo, hacer su propia “lectura” de un texto legal que es lo suficientemente ambiguo como para no distinguir con precisión entre la ciudad y el campo, ni entre animales domésticos y animales de trabajo.
La iniciativa se inscribe en una tendencia cada vez más pronunciada a la humanización de los animales. No hace falta decir que el respeto, el cuidado y la valoración de todas las especies son parte de la vida civilizada, y es saludable que, en muchos aspectos, haya habido una evolución cultural a partir de una mayor conciencia sobre el bienestar animal. No hay discusión sobre el hecho de que la crueldad y el maltrato animal deben ser penados, como de hecho lo son ya desde el siglo pasado. Hay una causa noble, sin duda, en la defensa y la protección animal. Pero una suerte de activismo radicalizado, equivalente a otras formas de fanatismo, tiende a instalar el debate en un plano de simplificación y dogmatismo que llega incluso al extremo de juzgar costumbres y hábitos ancestrales desde un supuesto púlpito de superioridad moral.
Hay una cultura urbana que tiende a equiparar a los animales con las personas, tanto en el trato como en el cuidado, la alimentación y hasta la vestimenta. Es cada vez más frecuente ver perros con zapatillas o servicios de spa para mascotas, así como la celebración de fiestas de cumpleaños para perros y gatos. En los edificios se ha invertido la carga de la prueba: hasta hace pocas décadas, un inquilino o un propietario debían pedir permiso para convivir con un animal de cierto porte. Hoy, si un consorcista se queja del llanto o de los ladridos del perro del 4º B, correrá el riesgo de ser “cancelado” por su chocante insensibilidad. Cada vez más personas se refieren a sus mascotas como “mis hijos” y consideran una ofensa que se los trate “como animales”.
Nada hay para objetar sobre el amor incondicional por otras especies si no interfiere en la vida, la economía o la tranquilidad de terceros. De hecho, el vínculo del hombre con el animal es uno de los más nobles y conmovedores, además de haber sido, a lo largo de la historia, una asociación fundamental para la supervivencia y el progreso. ¿Cuánto le debe la civilización occidental al caballo? ¿Cuánto al buey y a la compañía y al olfato caninos? Pero la cosa empieza a complicarse cuando ese vínculo queda atravesado por una militancia fundamentalista que borronea la distinción entre animales y humanos, y cuando se pasa al plano de la legislación y la intervención estatal con el afán de establecer prohibiciones, obligaciones y criterios que exceden la razonabilidad para rozar la desproporción o el absurdo.
La “ley Conan” da un primer paso en falso desde su propia denominación. Las leyes con nombre propio generalmente constituyen una suerte de homenaje a alguien que, por distintas circunstancias (desde un acto de coraje o de creatividad hasta un hecho trágico o desgraciado), ha inspirado la iniciativa legal. Bautizarla, como en este caso, con el nombre del perro del Presidente podría interpretarse como un gesto de oportunismo y obsecuencia. Si se trataba de ser original, se la podría haber llamado la “ley Chonino”. Chonino fue, al fin y al cabo, un ovejero alemán que perteneció a la Policía Federal y fue el único perro policial muerto en un heroico acto de servicio. En homenaje a él se celebra, con justicia, el Día del Perro el 2 de junio.
Pero el nombre es lo de menos: la ley amplía los encuadres del “maltrato” y la “crueldad” animal. Considera, por ejemplo, un acto de maltrato “no alimentar en cantidad y calidad suficientes” a un animal. O “dejarlo en una situación de abandono, exponiéndolo a condiciones de desamparo”. Son aspiraciones naturalmente atendibles, pero ¿cómo se interpreta eso en contextos sociales en los que una familia no llega a cubrir sus necesidades alimentarias básicas y sufre una extrema fragilidad habitacional? ¿Cómo debe leerse esa exigencia legal en condiciones de sequía extrema o de inundaciones, en las que se ha visto llorar a los productores por la muerte de sus animales? ¿Qué es una alimentación de calidad? ¿Serán obligatorias las viandas saludables para las mascotas?
La ley Conan también establece penas de prisión y multas por “no proporcionar atención médica y veterinaria adecuada cuando los animales estén bajo su responsabilidad”. Otra vez: puede ser un objetivo ideal, pero ¿cuántas personas deberían ser penadas por la “desatención” de perros y gatos en zonas vulnerables donde tampoco se garantiza la salud y la escolaridad de los niños y donde han crecido a niveles dramáticos los cuadros de malnutrición infantil?
Otro artículo del proyecto prohíbe provocar sensaciones dolorosas a los animales. ¿Un diputado de la ciudad de Buenos Aires quiere establecer por ley cómo debe usar el rebenque o las espuelas un jinete de la pampa húmeda? La iniciativa legisla también en materia laboral: prohíbe “imponerles jornadas de esfuerzo excesivas o tareas inapropiadas de acuerdo con su aptitud o emplearlos en el trabajo cuando no se hallen en estado físico adecuado”. ¿Con qué parámetros se determina cuál es un esfuerzo “excesivo” o una “tarea inapropiada”? La respuesta remite, una vez más, a la discrecionalidad interpretativa de jueces que podrán aplicar la “sensibilidad de Palermo Hollywood” a cuestiones del ámbito rural o de zonas suburbanas, donde las costumbres, pero también las necesidades, las prioridades y las urgencias suelen ser muy diferentes.
La ley todavía no se aprobó, pero ya hay voces que se apoyan en el espíritu de esa iniciativa para pedir la prohibición de las carreras de caballos, con el impacto que eso tendría en una industria que genera cientos de miles de puestos de trabajo en todo el país. ¿Cuánto tardarán deportes nobles, como el polo y la equitación, en quedar a tiro de la ley Conan? La iniciativa, además, tiende a imitarse y aun exacerbarse en legislaturas provinciales y concejos deliberantes. En el ámbito bonaerense ya se apuraron a presentar la “ley carpincho”, que castiga a los vecinos de Nordelta que quieran alejar a esos “habitantes originarios” de sus casas y jardines. Todo esto ocurre en una época en la que la ultracorrección política ha promovido auténticos despropósitos: Pérez-Reverte nos ha recordado que el feminismo radical cuestiona la producción de miel con el argumento de que las abejas también son “hembras explotadas”. Y grupos de militantes veganos han promovido en España la separación de gallos y gallinas para evitar el “abuso sexual”. Cada vez es más fuerte, mientras tanto, una suerte de “activismo cool” que combate la producción porcina desde las redes sociales o que considera que el consumo de huevos potencia el maltrato animal.
El proyecto que ya debate la Cámara de Diputados establece penas más severas para el maltrato animal (entre seis meses y cinco años de prisión) que las que el Código contempla para las lesiones en humanos, que van de un mes a un año de prisión en suspenso. Se abren entonces nuevos interrogantes: ¿no estamos frente a cierta desproporción legislativa? ¿No hay un componente de exageración y demagogia? Tal vez sean preguntas incómodas, o quizás a contracorriente. Pero no pueden dejar de hacerse en una Argentina acosada por la inseguridad extrema, donde ocurren casos como el de Loan en Corrientes, donde hay ciudades, como Rosario, asoladas por el narcotráfico, y donde solo en la provincia de Buenos Aires se denuncian más de 500 delitos por día contra la integridad física de las personas. La ley Conan se debate, además, en un país con un sistema de salud colapsado, en el que la mortalidad por determinados tipos de cáncer duplica a la de países vecinos.
La cuestión tiene aspectos prácticos, pero también teóricos y conceptuales. Fernando Savater, por ejemplo, afirma que, desde el punto de vista jurídico y filosófico, “los animales no tienen derechos porque no tienen deberes, es decir, no están en el mundo de las obligaciones morales”. Esto no significa, por supuesto, que el ser humano no tenga obligaciones con ellos, a los que les debe cuidado y buen trato. El filósofo francés Francis Wolff, a quien cita Quintín en una interesante columna sobre las corridas de toros, afirma que “los seres humanos son los únicos que tienen derechos inviolables, ligados a los valores de justicia, equidad, generosidad y fraternidad que hacen a la convivencia, mientras que los animales merecen respeto y buen trato, pero no una valoración absoluta cuyas consecuencias acaban en el ridículo”.
Valgan estos apuntes para recordar que el tema tiene complejidades culturales, filosóficas, económicas, jurídicas y científicas. Una legislación seria, precisa y equilibrada debería contemplar esos matices sin dejarse tentar por el animalismo urbano que hoy parece tan de moda y que se refleja en el bastón presidencial. Querer a los animales tal vez empiece por reconocer su propia naturaleza, sin creer, con soberbia y esnobismo, que deben ser asimilados a la imperfecta familia de los seres humanos.
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