SOCIEDAD
Asaltan y disparan al alcalde de Chincha mientras celebraba Año Nuevo con su familia
El burgomaestre fue atendido en el Hospital San José después de recibir un impacto en el brazo cuando buscaba ayuda. Los delincuentes se dieron a la fuga
El alcalde de la provincia de Chincha, César Carranza, fue herido de bala este lunes por la madrugada dentro de una vivienda donde celebraba una reunión familiar por Año Nuevo.
En una entrevista difundida en Exitosa, el burgomaestre detalló que al menos tres delincuentes irrumpieron en la propiedad, redujeron a los asistentes y abrieron fuego al notar que iba a pedir ayuda. Uno de los disparos impactó en su brazo izquierdo.
“Cerca de una de la madrugada mi hermana ingresó desde la terraza gritando: ‘nos están asaltando’. Entonces, salí y he llamado al Serenazgo para que se comunique con la comisaría. A uno de mis hermanos lo estaban golpeando, a mi cuñado lo estaban arrinconando”, contó a la emisora desde el Hospital San José de Chincha, donde fue atendido y se encuentra custodiado.
“A la hora que he arrancado el auto y he empezado a retroceder, una de las balas me ha entrado por el brazo. Fue de entrada y de salida, felizmente, y otro ha caído en el teléfono. He llegado hasta el portón de salida del condominio, y como estaba cerrado, he regresado”, añadió.
Aunque los atacantes se dieron a la fuga, el equipo de Criminalística de la Policía Nacional (PNP) se trasladó hasta el lugar para recabar información y reunir indicios que permitan identificarlos.
De acuerdo con la emisora, solo en el primer día de 2024 se han registrado veinte muertes producto de la inseguridad en Chincha, ubicada en Ica, una región que cerró el año con 110 crímenes, la mayoría por ajuste de cuentas y sicariato.
La cifra, consignada por el Ministerio del Interior, posiciona a Ica como la tercera región con más hechos de sangre, después de Lima (540 decesos) y La Libertad (160).
En desarrollo.
SOCIEDAD
La necesidad voraz y ansiosa de acumular libros que probablemente no se lleguen a leer en el transcurso de una vida
Daniel Barenboim solía recordar el asombro que le causaba, cuando era niño, entrar en una casa (de algún vecino, de algún compañero de escuela o amigo del barrio) y constatar que allí no había piano. Consagrado al teclado desde pequeño, habituado a que la música fuera el alma y el centro de cualquier reunión familiar o celebración hogareña, la presencia de un piano le parecía algo corriente, lo que le llamaba la atención era su ausencia.
Una extrañeza parecida, mezcla de desasosiego y perplejidad, invade al lector ferviente cada vez que entra en una casa donde no hay biblioteca. El ojo busca ansioso, casi por instinto, no ya la sala elegante o la boiserie suntuosa, pero sí los viejos estantes estoicos y chuecos por el peso, las pilas desgreñadas que obturan rincones y estrechan pasillos, la señal tranquilizadora, en definitiva, que rápidamente establece un territorio común, la lengua franca que allana un umbral de entendimiento, más allá de cualquier diferencia. Dos que leen. No importa qué (tomar examen sobre gustos y preferencias en esta materia es de inquisidores, no de lectores gozosos). Sin embargo, como los pianos de la infancia de Barenboim, los libros en las casas van camino de ser una rareza.
Sobre la cofradía de los que resisten, atrincherados en una pasión que fácilmente se tuerce en manía, el ensayista Antonio Castronuovo ha escrito su Diccionario del bibliómano. Nótese que evita la palabra bibliófilo, y eso marca un rumbo, porque se trata de una reflexión (llena de humor y autoironía que el iniciado, cómplice, hará propia) sobre ese punto sin retorno en que la predilección se vuelve adicción y el placer, “vicio”.
Todo empieza con la gula, nos dice el autor (más tarde se referirá a la “bibliofagia”). Llega el primer libro “después entran diez, treinta, y luego de los cien ya no nos detenemos más. Voraces y ansiosos, se cumple lo irreparable: se acumulan muchos, demasiados al fin. Y no es posible hacerlo de otro modo”. La casa entonces, el hábitat del pobre bicho lector, ya consumido por la carcoma del libro, empieza a organizarse en torno a los volúmenes. Se discute con la pareja (si ha tocado la mala suerte de que sea una persona sensata de esas que no comprenden el dulce mal del bibliómano), se desalojan otros objetos, se ocupan paredes, se planean incluso mudanzas al ritmo frenético de la avalancha de papel. Porque no hay que perderse una sola página, recomienda Castronuovo; incluso “hay que comprar los libros que a la noche no necesariamente se tiene ganas de leer, sino solo de hojear”. Y, glosando al crítico Giuseppe Pontiggia, nos alienta a dejarnos ir, locos de contento, y a ceder a la compulsión: “Es algo trivial hacerse los moderados con los libros […] Nunca dudar en la compra […] Y sobre todo, cuando el precio es alto, vale pensar en el término mágico ‘inversión’, ‘excusa de todos los negocios irreales’”.
«La biblioteca privada es, en efecto, un instrumento de investigación, por lo cual los libros acumulados valen más que aquellos leídos»
En ese frenesí, Castronuovo defiende un concepto difícil de captar para el foráneo: la antibiblioteca, el vasto cúmulo de libros que abarrota repisas y que probablemente no lleguemos a leer en el transcurso de una vida: “quien posee millares de libros ha leído a lo sumo un décimo, incluso si los ha hojeado distraídamente a todos. La biblioteca privada es, en efecto, un instrumento de investigación, por lo cual los libros acumulados valen más que aquellos leídos: es fácil convenir sobre el hecho de que una biblioteca sirve si contiene la masa de aquello que no sabemos, que es bien mayor de aquello que en cambio sabemos. Y dado que con el paso de los años aumentan los conocimientos, crece también el número de libros para leer, que se acumulan cada vez más sobre los estantes. […] Se deduce que la recurrente pregunta: ‘¿los leyó todos?’ no solo carece de fundamento, sino que además es tonta en su esencia.”
Hay, con todo, un efecto secundario benéfico de esta pasión insana. Es sabido que cuanto más cultive uno sus entusiasmos, menos condicionado por ciertos límites de la biología se verá. La cultura emancipa de algunas fatalidades de la naturaleza. La pasión por el conocimiento, por el deporte, por las ideas o por el arte rompe, por ejemplo, las barreras de la edad, de la geografía. Un tablero de ajedrez, una disciplina científica, la obra de un compositor, el talento de un creador, acercan lo que el azar del tiempo y el espacio ha puesto distante. Sin esas aficiones quedamos atados al terruño exiguo de un momento y un lugar, al capricho del corte generacional y lo que las modas (por lo general lamentables cuando se las mira en perspectiva) hayan hecho con eso -y si sólo somos eso- con nosotros. En el cultivo de esas aficiones que nos salvan de la más plana existencia, por dispares que sean o alejadas de la literatura que estén, siempre, en algún recodo del camino, nos esperará un libro.
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