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Lorenzo Cotino, presidente de la AEPD: “Se están generando nuevos colectivos que pueden ser víctimas de la IA”

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Lorenzo Cotino (Valencia, 52 años) es, desde el pasado 26 de febrero, el nuevo presidente de la Agencia Española de Protección de Datos (AEPD). Sustituye a Mar España, que dejó el cargo por jubilación tras dirigir el organismo durante nueve años, cuatro más de lo preceptivo debido a la falta de entendimiento de PP y PSOE para acordar su sustituto. Doctor y licenciado en Derecho por la Universidad de Valencia, donde es catedrático de Derecho Constitucional, Cotino es autor de 14 monografías y coordinador de otras 26 relacionadas con la privacidad, la protección de datos y la transparencia.

Cotino asume las riendas del organismo en un momento en el que se están desplegando normativas para regular el uso de la inteligencia artificial (IA) que atribuyen a la AEPD nuevas competencias en este terreno. “Nosotros somos, hemos sido y vamos a seguir siendo la autoridad responsable respecto de todo tratamiento de datos con IA”, dice Cotino a EL PAÍS en la primera entrevista que concede tras su nombramiento.

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Pregunta. ¿Cuáles serán las líneas maestras de su mandato?

Respuesta. Nos vamos a centrar mucho en las tecnologías disruptivas, básicamente en la IA. Este es un tema que va a ser central porque la sociedad está cambiando con esta tecnología. De los datos ya hace mucho que se dice que son el petróleo del siglo XXI, pero en Europa no acabamos de extraer ese valor, entre otras cosas porque hay que hacerlo protegiendo los datos personales. Intentaremos que se pueda avanzar ahí. Luego, hay un tema que también sabemos que puede eclosionar, que son las tecnologías cuánticas. No es nuestro objeto central, pero debemos estar preparados. Y, por supuesto, hay otros asuntos que en esta casa han sido muy exitosos, como la privacidad y protección de datos de los menores.

P. ¿Cómo enfocan esta cuestión, la protección de los menores, que fue central para su antecesora en el cargo?

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R. Vamos a reorientar el foco. Los menores obviamente son muy importantes, pero tenemos que ampliar el espectro, porque ahora los vulnerables ya no son solo ellos, los mayores o las personas con discapacidad, sino que la IA va generando nuevos colectivos de afectados. Es lo que llamamos vulnerabilidad digital.

P. ¿A qué se refiere exactamente con vulnerabilidad digital?

R. Es un término nuevo, que aparece hasta 27 veces en el Reglamento Europeo de IA. Hoy en día, los colectivos tradicionalmente vulnerables ya no son los únicos que pueden ser víctimas de impactos en sus derechos motivados por la IA. Seguiremos fijándonos en ellos, pero también vamos a intentar descubrir dónde hay nuevos colectivos perjudicados por la tecnología, como por ejemplo ciertas agrupaciones profesionales, para intentar, en la medida de nuestras competencias, ver qué mecanismos preventivos podemos desarrollar. Hay entornos, como la salud, la asistencia o el uso de medios digitales, que pueden ser especialmente problemáticos. Deberemos recurrir a nuevas técnicas para garantizar derechos, como puedan ser sistemas de evaluación de impacto de las herramientas de IA antes de lanzarlas al mercado.

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P. La AEPD cuenta con una plantilla de 228 profesionales. ¿Es suficiente para afrontar las tareas de supervisión de IA que les encomienda el anteproyecto de ley de IA?

R. La realidad es que ganas tenemos todas, pero capacidades las tenemos limitadas. El crecimiento de todos estos temas viene desde hace 30 años. La bola de nieve que supone la protección de datos en el entorno tecnológico no para de crecer. Si encima nos añaden nuevas atribuciones, pues literalmente vamos a necesitar crecer, porque si no no podremos dar respuesta a algunas de las cosas que se nos exigen.

P. ¿Ha logrado algún compromiso para ampliar plantilla?

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R. Yo llevo aquí un mes y puedo decir que este es un tema capital en el que estamos actuando en las instancias oportunas. Estamos intentándolo, de momento tratamos de que se nos tenga en cuenta.

P. En caso de que no se reforzara la plantilla, ¿ve factible desarrollar las responsabilidades que les atribuye el anteproyecto de ley?

R. Ganas no nos faltan. Con lo que haya, haremos frente a nuestras obligaciones en la medida de nuestras posibilidades.

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Es muy difícil que un ciudadano pueda cuestionar si se están tratando bien sus datos con IA si no sabe que existes esos sistemas

P. ¿Podría avanzar alguna actuación prevista en el terreno de las nuevas tecnologías?

R. Somos la autoridad de control en materia de tratamientos de datos con IA, y ese sigue siendo nuestro núcleo duro. Tenemos que actuar como hasta ahora: centrándonos en la prevención, la evangelización, en hacer ver a la sociedad que hay muchos usos de la IA que son una maravilla, pero que también tiene una cara B que hay que tener en cuenta. Desde un punto de vista más práctico, puede no resultar nada fácil para una startup o para una pequeña o mediana empresa cumplir el Reglamento General de Protección de Datos en materia de IA. Tenemos que acompañarles sacando guías y notas técnicas.

P. Estos días, un grupo de colectivos de la sociedad civil ha pedido que se haga una especie de registro de algoritmos públicos que puedan incidir sobre la vida de los ciudadanos. ¿Le parece una buena iniciativa?

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R. He publicado dos libros sobre transparencia algorítmica y dos guías sobre cómo implantar los registros de algoritmos públicos. Tenemos una primera experiencia en la Comunidad Valenciana, donde se aprobó una de las primeras leyes de Europa sobre registros de algoritmos públicos. Creo que sí, la Ley de Gobernanza de Inteligencia Artificial debería tener en cuenta estos mecanismos. Es muy difícil que un ciudadano pueda cuestionar si se están tratando bien sus datos con IA si no sabe que existen esos sistemas que se están utilizando en salud, en educación, para resolver subvenciones públicas o en temas de seguridad.

P. ¿Qué le parece el proyecto de ley orgánica para la protección de personas menores de edad en los entornos digitales? ¿Cree que los derechos de los niños quedan bien protegidos con esta normativa?

R. La agencia ha participado en comités de redacción de esta normativa y elaborando una serie de informes previos. Creo que en general es una mejora.

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P. El texto obliga a verificar la edad de los menores. El desarrollo de la herramienta de verificación no es competencia suya, sino del Ministerio de Transición Digital y Función Pública, aunque la agencia colabora en el proceso. ¿Ha habido algún avance?

R. No le puedo hablar del desarrollo de la herramienta porque no lo hacemos nosotros. Pero sí le puedo decir que el Comité Europeo de Protección de Datos ha establecido en enero de este año una opinión de los mecanismos de verificación de edad que casa con nuestra idea. Esa opinión europea, que ahora ya es para los 27 Estados miembros, ha seguido esencialmente los criterios de España.

P. Su antecesora en el cargo, Mar España, dijo en una entrevista en este periódico que no tendría que haber pantallas en las escuelas para niños menores de seis años. ¿Considera correcta esa línea roja?

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R. Creo que no es misión de la agencia determinar cuestiones que no estén directamente centradas en temas de privacidad y protección de datos. Dicho esto, parece que hoy por hoy se está demostrando que realmente se generan daños, que esperemos que no sean irreparables, por el uso de pantallas antes de los seis años. Sí que es asunto de la agencia detectar que alguna red social utiliza algún algoritmo que genera pautas adictivas. Eso sí está muy relacionado con el daño que hacen las pantallas a los menores.

Hay preocupación con EE UU. Nos llega que la Casa Blanca está vigilando qué se hace desde Europa también en materia de protección de datos

P. La agencia presentó el año pasado un informe precisamente sobre los patrones adictivos de algunas aplicaciones, y anunció que se estaba investigando a algunas empresas sobre eso. ¿Ha habido alguna evolución en esa investigación?

R. No puedo comentar nada sobre expedientes que lleve la agencia en el marco de su función de inspección y sanción.

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P. 23andme, empresa a la que la AEPD le abrió un expediente el año pasado, se acaba de declarar en quiebra. ¿Los datos genéticos de sus clientes españoles están a salvo?

R. Como ha dicho, hay expediente abierto, por lo que no podemos comentarlo. Pero es cierto que se ha generado cierto revuelo porque es una empresa que maneja ni más ni menos que datos genéticos. Vamos a intentar ver realmente cuánto impacto puede tener en España, de cuántas personas estamos hablando, y, si es que la empresa llega a desaparecer, veremos en qué situación quedan sus datos. Se va a hacer todo lo posible para que se cumpla la normativa europea, que incluye en su caso la supresión de datos y vigilar si hay una cesión por una sucesión de empresas.

P. La compañía es estadounidense. ¿Hasta qué punto dificulta estas gestiones la actitud beligerante con Europa del actual presidente de EE UU?

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R. Lo que hay es preocupación. La protección de datos es muy importante, pero quizás no esté en el ojo del huracán del problema geoestratégico y geopolítico que hay actualmente, que se está centrando más en otra normativa como es la Ley de Servicios Digitales, que afecta a las plataformas. No obstante, nos llega que el gobierno de Estados Unidos está, entre comillas, vigilando qué se hace desde Europa también en materia de protección de datos. En este sentido, nosotros somos una agencia muy pequeña, pero las 27 autoridades de protección de datos no somos tan pequeñas. Tenemos que estar más unidos que nunca para reaccionar e intentar hacer valer el cumplimiento de la normativa europea.

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Los juegos que más me han marcado son los que no me trataron bien

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No todos los juegos están hechos para gustarte. Aunque lo parezca, aunque lo esperes, aunque cada píxel esté optimizado para que pulses el siguiente botón sin dudar, no todos los juegos quieren hacerte sentir bien. Algunos no quieren gustarte. No quieren gustarte ni un poco. De hecho, parecen diseñados para incomodarte, desafiarte, fastidiarte. Para hacerte sentir torpe, tonto, culpable. Para empujarte fuera de ese espacio seguro que damos por sentado cuando agarramos un mando.

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Y sin embargo, esos juegos —los que parecen hechos para que no los aguantes— son los que más me han marcado. Los que se han quedado conmigo. No como una foto bonita, sino como una herida que no terminó de cerrar del todo. Son los juegos que me han dicho cosas que nadie se atrevía a decirme. Los que no vinieron a complacerme, sino a mirarme con cara seria y soltarme: «mira esto. ¿Te atreves a sentirlo?»

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 Puedes jugar veinte títulos que te gusten y no recordar ninguno. Y, sin embargo, uno que odiaste… puede quedarse contigo durante años

Hay una trampa en la palabra «gustar». Es una palabra cómoda, superficial, resbaladiza. Uno puede decir que le gusta un juego porque es bonito, o porque es divertido, o porque ha desbloqueado todo sin mucha fricción. Pero hay una diferencia profunda entre que algo te guste y que algo te cale. Puedes jugar veinte títulos que te gusten y no recordar ninguno. Y, sin embargo, uno que odiaste… puede quedarse contigo durante años.

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No todos los jugadores quieren eso. Lo entiendo. Hay días en los que yo tampoco lo quiero. Pero cuando miro atrás, cuando pienso en los juegos que realmente me han transformado, que me han dado algo parecido a una epifanía o a una herida emocional, no son los que más me gustaron. Son los que no lo intentaron. Los que me empujaron. Los que me dejaron solo y confundido. Los que no me trataron bien, pero me trataron con verdad. Porque lo fácil se olvida. Y lo difícil, lo incómodo, lo que no encaja… eso se queda. Y a veces, lo que se queda te cambia.

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Pathologic 2

Cuando un juego no te abraza, pero te marca

La primera vez que cerré Pathologic 2, lo hice con rabia. No porque fuera difícil —aunque lo es, y no poco—, ni porque no lo entendiera —aunque tampoco lo hacía, del todo—. Lo cerré porque me estaba afectando de verdad. Físicamente. Me dolía la cabeza. Sentía el cuerpo tenso. Tenía una especie de ansiedad que no venía del juego, sino de la sensación de que el juego me había inyectado la suya.

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Había pasado dos horas intentando ayudar a unos personajes que no confiaban en mí, mientras mi propio avatar se moría de hambre, de fiebre, de desesperación. Era como vivir en una ciudad en ruinas donde cada paso era un sacrificio, y cada decisión, una puñalada al futuro. En un momento dado, me rendí. Me fui a la cocina, abrí la nevera y me preparé algo como si acabara de salir de un refugio antiaéreo. Literalmente. Respiraba raro. Me senté y pensé: «esto no es sano». Y, sin embargo, volví.

Juegos Que No Me Trataron Bien 1

Pathologic 2

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No por masoquismo. No por reto. Volví porque algo me había tocado. Porque el juego no me había enseñado nada todavía, pero me había hecho sentir algo que no me dejaba en paz: la angustia de no poder hacerlo todo bien. De tener que elegir a quién salvas y a quién condenas. De ser insuficiente. Pathologic 2 no es un juego que te da opciones morales. Es un juego que te pone una vida rota en las manos y te dice: «haz lo que puedas, pero no alcanza». Y esa es la lección.

¿Cuál es tu juego favorito de Rockstar? Ordenamos todos los juegos de los padres de GTA de peor a mejor

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En la mayoría de juegos, la moral es una barra. Un contador. Una decisión con dos colores y consecuencias predecibles. Aquí no. Aquí no hay bien. Solo hay menos mal. Y eso te cambia. Te hace ver los sistemas éticos de otros juegos como una broma amable, como un parque de atracciones ético donde todo está calculado para que tú seas el héroe. Lo volví a jugar. Lo terminé. Y lo sigo recordando como uno de los pocos títulos que me han dicho algo esencial: que a veces no se trata de ganar. Se trata de entender qué perdiste. Y vivir con ello.

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Cruelty Squad

Lo feo también tiene algo que decir

No es el único. Hay juegos que no se esconden tras una estética fea por accidente. Que la usan como arma. Como declaración. Cruelty Squad es probablemente el ejemplo más extremo que he jugado de esto. Es un vómito de neón y diseño industrial, un escupitajo gráfico que parece gritarte «sal de aquí» desde que lo arrancas. Todo en él es ofensivo: los colores, el sonido, la interfaz, los menús. La primera impresión es la de un juego mal hecho, inacabado, casi paródico. Pero no lo es. Todo eso está pensado. Está ahí para repelerte. Para probarte.

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Y si te quedas, si aguantas el ruido, la violencia visual, la falta de sentido… entonces empiezas a ver. Empiezas a ver que ese horror estético no es gratuito. Es parte del mundo. Es el mundo. Es una crítica furiosa, asquerosa, visceral, a todo lo que asumimos como funcional, bonito, aceptable. Es capitalismo distorsionado hasta el vómito. Un sistema en el que los únicos que prosperan son los que mutan, los que se deforman, los que renuncian a cualquier forma de coherencia para encajar. No hay belleza en Cruelty Squad. Hay mutación. Y supervivencia.

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Cruelty Squad

La fealdad, entonces, deja de ser un error. Se convierte en lenguaje. En mensaje. En identidad. El juego no quiere gustarte. Quiere decirte: «esto es lo que pasa cuando solo sobreviven los deformes». Y eso, cuando te cala, no lo olvidas. No por su arte. Por su mensaje. Porque a veces lo feo también tiene verdad. Porque hay veces en las que el envoltorio pulido es la verdadera mentira, y lo grotesco, lo incómodo, lo indeseable, es lo único sincero. Y esa es otra forma de belleza. Una que no se puede vender en un tráiler, pero que te cambia la forma de mirar los menús, las ciudades, las mecánicas de los juegos que antes dabas por hechas.

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La curiosa relación entre The Last of Us, Resident Evil y 28 días después

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Pero no todo va de estética. A veces la incomodidad viene de otro lado: de lo que haces. De lo que eliges. De lo que no puedes deshacer. Hay un tipo de culpa que los videojuegos convencionales no te enseñan. Porque siempre puedes cargar partida, reiniciar, repetir. Siempre hay red. Siempre hay una forma de corregir. Pero en la vida real no. En la vida, muchas veces, haces algo y ya está. Lo hiciste. Y ahora tienes que vivir con ello. Spec Ops: The Line es el juego que entendió eso. Y tuvo el valor de aplicarlo.

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Spec Ops: The Line

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Hay un momento en ese juego que no necesita ser detallado, porque si lo viviste, ya sabes a cuál me refiero. Un momento en el que haces algo horrible. Lo haces tú. No el personaje, no la cinemática. Tú, con el mando en la mano. Porque el juego te pone el control y no te avisa. Y tú, sin saber, decides. Y luego ves lo que hiciste. Y el juego no dice nada. No te sermonea. No te castiga. No te empuja a reflexionar. Solo te deja con la imagen. Y con el peso. Te deja en ese silencio espeso, incómodo, en el que la única voz que queda es la tuya. Y tú sabes. Sabes que no era necesario. Que podrías no haberlo hecho. Pero lo hiciste. Porque el juego te dejó. Y ahora tienes que pensar por qué.

Y tú sabes. Sabes que no era necesario. Que podrías no haberlo hecho. Pero lo hiciste. Porque el juego te dejó. Y ahora tienes que pensar por qué

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Yo me quedé en silencio durante minutos. Sin moverme. Como si tuviera miedo de tocar el mando otra vez. No necesitaba más logros, ni más historia. Esa escena ya me había dicho todo lo que necesitaba saber: que un videojuego puede hacerte sentir culpa verdadera, si se atreve a no perdonarte. Si se atreve a no darte el camino de redención. Si confía en que tú eres lo bastante adulto como para cargar con lo que hiciste sin necesidad de una mecánica que lo compense. Y lo más fuerte es que no puedes hablar mucho de ese momento sin estropearlo. Porque lo esencial en Spec Ops: The Line no es lo que pasa. Es lo que sientes. Es el eco que deja.

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Esa es la diferencia entre los juegos que te cuentan una historia y los que te involucran en una. En uno eres espectador. En otro, cómplice. Y cuando el juego te convierte en cómplice del horror, ya no puedes salir limpio. Ya no puedes pensar que es solo un juego. Y eso, cuando pasa, te cambia. Y te cambia de verdad. Ese tipo de momentos no abundan. La industria tiende a darte lo que quieres, o al menos lo que crees querer. Juegos como The Witcher 3, Elden Ring, Breath of the Wild… todos, a su manera, están construidos para gustarte. No para complacerte tontamente, pero sí para que te sientas cómodo dentro de ellos. Te retan, claro. Pero también te devuelven algo a cambio. Te hacen sentir bien. Y lo agradezco. Pero ¿y si un juego no te devuelve nada? ¿Y si solo te hace sentir perdido?

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Kentucky Route Zero

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Ahí es donde entra algo como Kentucky Route Zero. No hay combates. No hay progreso. Solo personas rotas, hablando en susurros sobre temas que no se solucionan. Deudas. Olvidos. Lugares que se borran. A veces parece que no está pasando nada. Pero lo que está ocurriendo no es lo que ves en pantalla. Es lo que ocurre dentro de ti mientras ves a esos personajes flotar por un mundo que se derrumba en silencio.

Hay una escena en la que simplemente estás en una obra de teatro. Sentado. Escuchando. No haces nada. No puedes. Y en esa nada, el juego te pide algo inusual: que te quedes. Que estés. Que escuches. Y lo haces. No porque te esté divirtiendo, sino porque sientes que si te vas, perderás algo importante. Algo que no sabes nombrar, pero que intuyes. Y eso es lo raro: que un juego sin acción, sin complejas mecánicas, sin siquiera dirección clara… consiga atraparte con pura humanidad. Con personajes que no son héroes ni villanos, sino gente. Gente que habla de cosas reales, que ha perdido cosas reales. Es un juego que te trata como adulto. No te da diversión. Te da una conversación. Y si te atreves a escucharla, algo en ti cambia.

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The Beginner’s Guide

Recuerdo también The Beginners Guide. Lo jugué sin saber qué era. Creí que sería otro walking simulator con una historia bonita sobre la creación artística. Pero lo que encontré fue un juicio. Uno a mí. El narrador me hablaba como si supiera lo que pensaba. Me conducía por niveles incompletos de otro autor, interpretándolos como si fueran suyos, y yo, como jugador, me lo creía. Me lo apropiaba. Y entonces entendí que no estaba explorando un juego. Estaba invadiendo a alguien.

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Aunque nunca lo he vuelto a jugar, pienso mucho en él. En lo que me enseñó sin decírmelo

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Ese día cerré el juego sintiéndome mal. No por el diseño. Por mí. Porque el juego me había hecho pensar que tenía derecho a entrar en cualquier mundo que alguien creara. Y ese derecho, a veces, no existe. Algunos mundos no quieren ser explorados. Algunos creadores no quieren ser comprendidos. Y tú, por jugar, por querer entender, estás cruzando una línea.

Es una sensación rara, incómoda, nueva. No te sientes inteligente. No te sientes especial. Te sientes intruso. Y eso es un tipo de dolor que no había sentido antes con un videojuego. Una incomodidad que no viene de perder, ni de fallar, sino de mirar demasiado de cerca. Y aunque nunca lo he vuelto a jugar, pienso mucho en él. En lo que me enseñó sin decírmelo. En cómo un juego sin objetivos puede, sin embargo, dejarte uno muy claro: preguntarte si deberías haber jugado.

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Juegos Que No Me Trataron Bien 3

The Last of Us Part II

Luego están los juegos que directamente te enfrentan a lo que no quieres ver. The Last of Us Part II lo hizo conmigo. Un juego que no solo te arrebata personajes, sino que te pone en la piel de su asesino. Y no lo hace para que lo odies, ni para que lo perdones. Lo hace para que lo entiendas. No por lo que hizo, sino por lo que perdió. Al principio te resistes. Piensas: «no quiero estar aquí». Pero el juego no te deja elegir. Te obliga a mirar. A vivir con ella. A sentir lo que siente. Y aunque una parte de ti se niegue, otra empieza a abrirse. No a justificarla. Sino a convivir con la contradicción.

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Es fácil querer a un personaje que te cae bien. Lo difícil es convivir con uno que odias. Y aún así, jugarlo. Acompañarlo. Sentir lo que siente. Y salir del otro lado sin respuestas, solo con una confusión que te obliga a repensarlo todo. Ese juego no te da cierre. No te da paz. Te da una verdad incómoda: que a veces el dolor no se resuelve. Que hay cosas que no se curan. Y que el perdón, si llega, no lo hace de forma épica. Llega roto, incompleto, dudoso. Eso no es entretenimiento. Eso es catarsis.

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Juegos Que No Me Trataron Bien 2

The Last of Us Part II

El juego que te mira cuando apagas la consola

He jugado muchos títulos que me han hecho sentir poderoso. Pocos me han hecho sentir humano. Vulnerable. Equivocado. Insuficiente. Y son esos los que recuerdo de verdad. Porque lo fácil se va. Pero lo difícil se queda. Hay juegos que no quieren gustarte. No están rotos. No son un error. Están hechos con otra intención. Una que no cabe en menús de accesibilidad ni en tutoriales suaves. Están ahí para incomodarte. Para empujarte. Para mostrarte una parte de ti que preferías no mirar. Y cuando eso pasa, ya no puedes jugar igual.

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Una vez, después de cerrar Pathologic 2, me quedé frente al escritorio con las manos en las rodillas, respirando despacio. No abrí otro juego. No puse un vídeo. No escribí nada. Me fui a la cama. Y justo antes de dormirme, pensé: tal vez no se trata de gustar. Tal vez se trata de dejar algo dentro. Y si eso no es lo que hace que un juego valga la pena… entonces no sé qué lo hace.

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La noticia

Los juegos que más me han marcado son los que no me trataron bien

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3DJuegos

por
Alfonso Gómez

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A la punta del Obelisco en ascensor: así es el mirador panorámico para apreciar la Ciudad de Buenos Aires

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Subir al Obelisco era, hasta hoy, un privilegio para unos pocos intrépidos. Arnés, casco, escalones estrechos y la ayuda de Defensa Civil eran parte del ritual para alcanzar la cima del monumento más emblemático de la Ciudad de Buenos Aires.

La novedad es que, previa construcción de una estructura metálica que no afectó en absoluto la edificación, se instaló un ascensor interno que cuenta con un lado vidriado y otro con una pantalla digital. Así es posible, en apenas un minuto, llegar a la punta del Obelisco. Literalmente.

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Las ventanas se despejaron de cámaras y antenas. Y una vez allí, ahora se puede ver -no sin cierto vértigo y asombro- el ancho trazado de la avenida 9 de Julio, el movimiento incansable del centro porteño y, un poco más lejos, la línea ondulante del Río de la Plata.

Este nuevo acceso al ícono porteño por excelencia abrirá la experiencia al público por primera vez, como pudo comprobarlo en exclusiva Telenoche, de eltrece. Si bien aún no se sabe con exactitud cómo será el sistema de visitas —por caso, si habrá turnos o guías—, el anuncio oficial llegará en las próximas semanas.

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El ascensor circula sobre una estructura metálica que se montó sin dañar el Obelisco. (Foto: Telenoche).

Al Obelisco se entrará desde la Plaza de la República y, luego de recorrer unos pocos peldaños, se alcanzará la puerta del ascensor. Hasta cuatro personas podrán ascender al nivel 55. Subirán entonces por una escalera caracol hasta el nivel 62, a casi 70 metros de altura, donde se encuentra el mirador panorámico más importante de Buenos Aires: cuenta con cuatro ventanas para disfrutar -desde todos los ángulos- de una ciudad única.

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Se estima que unas 120 personas podrán visitarlo por día. Y entre las obras que se realizaron también se reemplazó el pararrayos original, que había sido colocado en 1936 y ahora fue donado al Buenos Aires Museo (BAM) para su exhibición.

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Y así el Obelisco, inaugurado en 1936 para celebrar la primera fundación de Buenos Aires y obra del arquitecto Alberto Prebisch (quien ya había previsto la colocación de un ascensor), testigo de goles y abrazos colectivos, reclamos y conciertos masivos, suma un nuevo capítulo a su biografía: dejar de ser solo una postal para convertirse en una experiencia en sí mismo.

Mirarlo desde abajo seguirá siendo imponente. Pero ahora, por primera vez, también podremos mirarlo desde adentro.

Obelisco, Ciudad de Buenos Aires

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Juli Ponce, jurista: “El 100% de las máquinas de IA son psicópatas, los humanos solo un 1%”

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Juli Ponce Solé (Barcelona, 57 años) es catedrático de Derecho Administrativo de la Universitat de Barcelona. Acaba de publicar un manual sobre el uso adecuado y razonable de la inteligencia artificial (IA) en las administraciones públicas con un título larguísimo: El reglamento de inteligencia artificial de la Unión Europea de 2024, el derecho a una buena administración digital y su control judicial en España. Como en muchos otros oficios, los funcionarios van a aprovechar y sufrir la IA. Pero por su tipo de trabajo delicado, los requisitos para las máquinas son más exigentes. Ponce Solé cree que su “falta de empatía y otras emociones hace que no puedan tomar decisiones que afecten a humanos”.

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