SOCIEDAD
“Haciendo el bien”: el mensaje de AMLO para recibir Año Nuevo
El fin de año coincidió con la inauguración del tramo II del Tren Maya en el sureste del país, por lo que el mandatario dio datos de la megaobra
El presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) aseguró que cerró el 2023 “haciendo el bien”, durante su viaje al sureste mexicano en el marco de la inauguración del Tramo II del Tren Maya, el cual corre de Cancún, Quintana Roo, hasta Palenque, Chiapas.
“Me dio mucho gusto y les comparto mi alegría porque cruzamos con el Tren Maya el nuevo puente de Boca del Cerro para llegar a Palenque. Cerramos el año haciendo el bien. Abrazos”
Por medio de un video en sus redes sociales, el mandatario mexicano compartió un video sobre su trayecto en el Tren Maya, el cual abordó a las 06:40 horas (tiempo del centro del país), por lo que aprovechó para enunciar los lugares por donde pasa el vehículo de transporte.
“De un lado está Chiapas y del otro Tabasco (…) más adelante, ya divide México con Guatemala, es el río que divide a los dos país y nace este río en Guatemala, es poco transitable, navegable para ser exacto, porque tiene unos rápidos (…) en una belleza natural”, explicó.
A horas de que inicie un nuevo año, el político tabasqueño recordó que su megaproyecto pasará por el nuevo puente de Boca del Cerro, con el fin de llegar a Palenque -viniendo desde Quintana Roo-, un sitio que también está cercano con la frontera con Centroamérica, además del contexto histórico que tiene para el país.
“A la orilla de este gran río floreció la gran cultura maya, tanto del lado de Guatemala, como del lado de México (…) río arriba está Piedras Negras que pertenece a Guatemala y río arriba, del lado derecho, está Chiapas, México, dos zonas arqueológicas bellísimas”, puntualizó.
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SOCIEDAD
La necesidad voraz y ansiosa de acumular libros que probablemente no se lleguen a leer en el transcurso de una vida
Daniel Barenboim solía recordar el asombro que le causaba, cuando era niño, entrar en una casa (de algún vecino, de algún compañero de escuela o amigo del barrio) y constatar que allí no había piano. Consagrado al teclado desde pequeño, habituado a que la música fuera el alma y el centro de cualquier reunión familiar o celebración hogareña, la presencia de un piano le parecía algo corriente, lo que le llamaba la atención era su ausencia.
Una extrañeza parecida, mezcla de desasosiego y perplejidad, invade al lector ferviente cada vez que entra en una casa donde no hay biblioteca. El ojo busca ansioso, casi por instinto, no ya la sala elegante o la boiserie suntuosa, pero sí los viejos estantes estoicos y chuecos por el peso, las pilas desgreñadas que obturan rincones y estrechan pasillos, la señal tranquilizadora, en definitiva, que rápidamente establece un territorio común, la lengua franca que allana un umbral de entendimiento, más allá de cualquier diferencia. Dos que leen. No importa qué (tomar examen sobre gustos y preferencias en esta materia es de inquisidores, no de lectores gozosos). Sin embargo, como los pianos de la infancia de Barenboim, los libros en las casas van camino de ser una rareza.
Sobre la cofradía de los que resisten, atrincherados en una pasión que fácilmente se tuerce en manía, el ensayista Antonio Castronuovo ha escrito su Diccionario del bibliómano. Nótese que evita la palabra bibliófilo, y eso marca un rumbo, porque se trata de una reflexión (llena de humor y autoironía que el iniciado, cómplice, hará propia) sobre ese punto sin retorno en que la predilección se vuelve adicción y el placer, “vicio”.
Todo empieza con la gula, nos dice el autor (más tarde se referirá a la “bibliofagia”). Llega el primer libro “después entran diez, treinta, y luego de los cien ya no nos detenemos más. Voraces y ansiosos, se cumple lo irreparable: se acumulan muchos, demasiados al fin. Y no es posible hacerlo de otro modo”. La casa entonces, el hábitat del pobre bicho lector, ya consumido por la carcoma del libro, empieza a organizarse en torno a los volúmenes. Se discute con la pareja (si ha tocado la mala suerte de que sea una persona sensata de esas que no comprenden el dulce mal del bibliómano), se desalojan otros objetos, se ocupan paredes, se planean incluso mudanzas al ritmo frenético de la avalancha de papel. Porque no hay que perderse una sola página, recomienda Castronuovo; incluso “hay que comprar los libros que a la noche no necesariamente se tiene ganas de leer, sino solo de hojear”. Y, glosando al crítico Giuseppe Pontiggia, nos alienta a dejarnos ir, locos de contento, y a ceder a la compulsión: “Es algo trivial hacerse los moderados con los libros […] Nunca dudar en la compra […] Y sobre todo, cuando el precio es alto, vale pensar en el término mágico ‘inversión’, ‘excusa de todos los negocios irreales’”.
«La biblioteca privada es, en efecto, un instrumento de investigación, por lo cual los libros acumulados valen más que aquellos leídos»
En ese frenesí, Castronuovo defiende un concepto difícil de captar para el foráneo: la antibiblioteca, el vasto cúmulo de libros que abarrota repisas y que probablemente no lleguemos a leer en el transcurso de una vida: “quien posee millares de libros ha leído a lo sumo un décimo, incluso si los ha hojeado distraídamente a todos. La biblioteca privada es, en efecto, un instrumento de investigación, por lo cual los libros acumulados valen más que aquellos leídos: es fácil convenir sobre el hecho de que una biblioteca sirve si contiene la masa de aquello que no sabemos, que es bien mayor de aquello que en cambio sabemos. Y dado que con el paso de los años aumentan los conocimientos, crece también el número de libros para leer, que se acumulan cada vez más sobre los estantes. […] Se deduce que la recurrente pregunta: ‘¿los leyó todos?’ no solo carece de fundamento, sino que además es tonta en su esencia.”
Hay, con todo, un efecto secundario benéfico de esta pasión insana. Es sabido que cuanto más cultive uno sus entusiasmos, menos condicionado por ciertos límites de la biología se verá. La cultura emancipa de algunas fatalidades de la naturaleza. La pasión por el conocimiento, por el deporte, por las ideas o por el arte rompe, por ejemplo, las barreras de la edad, de la geografía. Un tablero de ajedrez, una disciplina científica, la obra de un compositor, el talento de un creador, acercan lo que el azar del tiempo y el espacio ha puesto distante. Sin esas aficiones quedamos atados al terruño exiguo de un momento y un lugar, al capricho del corte generacional y lo que las modas (por lo general lamentables cuando se las mira en perspectiva) hayan hecho con eso -y si sólo somos eso- con nosotros. En el cultivo de esas aficiones que nos salvan de la más plana existencia, por dispares que sean o alejadas de la literatura que estén, siempre, en algún recodo del camino, nos esperará un libro.
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