POLITICA
150 vueltas a Mar del Plata
Mar del Plata es un monstruo con agua salada. Una megaurbanización que contiene playas, hoteles, puertos, barrios y periferias. Desde el Aquarium hasta la cárcel de Batán. Y una autovía, la querida Ruta 2, que lleva, trae y conecta con el AMBA. Arena y cemento hasta el último momento de una ciudad que recibe turistas desde el siglo XIX.
Tiene Mar del Plata una interesante tensión. Por un lado, es la autoproclamada Ciudad Feliz, recuerdo de la era dorada en la que se combinaba en verano el día con la noche. Pero, por el otro, remite a la playa que metaforiza justamente lo que queremos evitar de ella: el amontonamiento de gente en la arena. El nombre de la Bristol dio todo un vuelco en el imaginario popular: comenzó siendo el de un hotel gigante y coquetísimo de la primera mitad del siglo XX para acabar en el balneario más popular del centro, donde el mar barrena frente al pavimento.
La era del turismo multitudinario en MDQ se ordenó alrededor de un faro. Que no fue el de Punta Mogotes, al sur, sino la mole arquitectónica que componen el Hotel Provincial y el Casino con sus ramblones de baldosas. A sus espaldas, la Bristol y el mar, postal definitiva del turismo popular en Argentina. Y, de frente, el núcleo central histórico con la peatonal San Martín como eje vector. A partir de entonces, toda historia nació, se construyó o murió por ahí.
El marplatense, claro, tendrá una mirada distinta a la crónica del turista, completamente atravesada por sus subjetividades cotidianas. Estamos hablando del conglomerado urbano más habitado de Argentina tras el podio AMBA-Rosario-Córdoba: casi 600 mil personas patean diariamente una ciudad que va más allá del ocio recreativo.
Para el viajero, en cambio, el mapa es el que va trazando su propio GPS. Lugares que se buscan premeditadamente, otros que aparecen sobre la marcha y la invariable cuota de imprevisibilidad. Orden y aventura van construyendo el viaje entre el «como se quiere» y el «a como dé lugar».
Así, pueden aparecer playas cercanas, pero no tan estalladas, como Grande y Chica. Si no, el después en Mogotes. O el más allá de la 11 bordeando el mar camino a Chapadmalal. La oferta de bares y boliches se reparte más o menos en el mismo eje (centro – sur antes del puerto – después del faro), aunque suma lo que queda de la calle Alem y los que desde allí migraron al corredor sobre la playa antes de Escollera Norte, más el nodo de recitales entre Juan B. Justo y Constitución.
Todo hoy parece insuflar en el más allá de un centro que quedó como registro testimonial. La traza hasta parece dejarnos una metáfora: va desde la Basílica hasta el Casino, dos maneras de entender la fe. En el camino atravesamos la peatonal San Martín como un museo que nos lleva desde sus cuadras aspiracionales con confiterías legendarias hasta el cierre a todo ruido a partir del Shopping Peatonal, auténtico coloso frente a la porteña calle Avellaneda no sólo por oferta, precio y calidad, sino también por la posibilidad de probarse la pilcha (tomen nota).
Y por último, claro, la monumental Rambla Casino, tal su nombre. Ese mastodonte coronado con los dos edificios gemelos y un alrededor de baldosas y cemento que fue construyendo su propio ecosistema, casi marginal, entre ferias, vendedores ambulantes, policías, pungas, ludópatas, locales de empeño, buñuelos al paso y venta de viajes en barco por la costa.
El centro emana luces y ruidos desordenados. Los teatros de aquellas épocas, salas de fichines olvidadas y recuerdos por baratijas como los lobos marinos que cambian de color según el clima (y muchos tenemos). Y la rambla con todo su desorden, una especie de Plaza Constitución con vista al mar y la postal definitiva de la ciudad: los dos lobos marinos de piedra antes de pisar la arena.
Quizás sea cierto que existen tantas Mar del Plata como personas imaginándola. Pero hay un lugar que involucra como ninguno a todos los gustos: el puerto. Desde los lobos marinos reales para la foto hasta los miles de trabajadores que hombrean en los barcos y dársenas. Desde la banquina para picar alguna fritanga hasta el astillero donde se reparan las embarcaciones. Local y visitante en un lugar donde el mar sacude con agresividad y se hace oír hasta con la nariz: es de ahí que se insufla el olor a pescado que nos gusta a muchos y disgusta a otros.
El puerto es un punto de encuentro muy poderoso, aunque a la vez un límite: marca el «acá» y el «allá» como ningún otro hito marplatense. Hasta ahí, se mece la Mar del Plata convencional con sus distintas costaneras. Luego aparece el barrio del puerto como transición y después las playas rumbo a Mogotes y Chapadmalal.
Mar del Plata fue levantada sobre un cementerio de sí misma: decenas de lugares emblemáticos ya no existen. Muchos estaban en la zona del puerto, como la Manzana de los Circos, el Superdomo o la insólita cancha de Aldosivi dentro de una cantera, por nombrar algunos. El que aún sobrevive es el Jesús que no es Jesús y al que todos van a rezarle al final de la Escollera Sur. Los turistas, creyendo que es un Cristo Redentor de brazos abiertos como el de Río. Y los locales, especialmente laburantes del mar, quienes lo conocen mejor: es en verdad San Salvador, patrono de los pescadores y guía espiritual de una ciudad que acaba de cumplir medio siglo y medio de existencia. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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POLITICA
El espectáculo político se renueva
Hasta el siglo pasado se entendía que cuanto más visible un personaje más chance de ser electo, por lo que los políticos buscaban celebridad para acceder al poder. Michelle Obama muestra cómo en el siglo XXI el verdadero éxito es aprovechar la notoriedad política para hacer espectáculos.
La señora Obama no solo tiene más popularidad en las redes que Kamala Harris. En Instagram duplica a Donald Trump y superó a su marido Barack Obama incluso cuando era presidente. Y si esa popularidad no es transferible a las elecciones nacionales (preguntar a Kamala), es sumamente redituable en el mundo del espectáculo global.
La alianza de los Obama con Netflix comenzó con el documental American Factory (2019), sobre los cambios de la industria norteamericana frente a los chinos, que obtuvo múltiples premios incluido el Oscar a mejor documental
Al revés de esos presidentes que llegan al poder para tener sus medios y su programa de TV, los Obama aprovecharon su salida para legar algo más que una biblioteca, como es tradición en los Estados Unidos. Desde la productora Higher Ground consolidan una filmoteca en Netflix tan variada como para albergar una serie de citas de cincuentones que se llama The Later Daters, de reciente estreno internacional.
La alianza de los Obama con Netflix comenzó con el documental American Factory (2019), sobre los cambios de la industria norteamericana frente a los chinos, que obtuvo múltiples premios incluido el Oscar a mejor documental. Y se consolidó con la película que captura la presentación nacional de Becoming, la autobiografía de Michelle.
Mientras Barack Obama envejecía aceleradamente en los últimos años de poder, Michelle florecía, ganaba estilo y glamur y lo contaba en libros, entrevistas, conferencias multitudinarias
Estas películas coinciden con Campamento extraordinario, Trabajar: eso que hacemos todos los días, American Symphony, Paternidad, varios documentales de naturaleza y algunos infantiles en un propósito: hacer política desde el entretenimiento sin que se note.
Los Obama entendieron que cambiaron los manuales de política y que lo que tiene más popularidad no es la controversia. Michelle aprendió de su amiga Oprah Winfrey que en las plataformas ganan las historias humanas con las que el público puede identificarse. Las dos eligen mensajes de superación personal con esa seguridad que les da saberse extraordinarios ejemplos de éxito y esplendor.
Mientras Barack Obama envejecía aceleradamente en los últimos años de poder, Michelle florecía, ganaba estilo y glamur y lo contaba en libros, entrevistas, conferencias multitudinarias. Una auténtica influencer de estos tiempos, que sabe que dirigir los destinos del país más poderoso del mundo no es tan importante como tener reinar en el mundo de las redes sociales y sus negocios asociados.
La política pop se actualiza. Buscar el centro de las pantallas es de políticos del siglo pasado. En estos tiempos, la gente verdaderamente influyente, la que convierte a sus seguidores en suscriptores, es aquella que cede el protagonismo a la comunidad que conforma su red. En las series de su productora, los Obama apenas hacen unos breves cameos. Pero están. Michelle no aparece en la serie de citas, pero desde su cuenta de Instagram dejó claro quién manda. Mirando algunas escenas dejó entrever sus recriminaciones a un señor que se pasó de picante en su cita con una señora de 62. Hasta sugirió que en una próxima temporada debería estar bajo la supervisión de Logan Ury, la psicóloga de Harvard que asiste a los postulantes para conseguir pareja.
Un final feliz para la dama y ridículo para el caballero en la serie del momento es más efectivo que la mejor campaña por la igualdad. A Netflix no le convendría que esas series se conviertan en alguno de esos bodrios de canal Encuentro que envejecieron tan mal y tan pronto.
El éxito de Michelle es, precisamente, que entendió el desgaste de la política y lo poderosa que es la conexión humana. Por eso pierde cuando retoma la campaña, y brilla en sus redes que explotan cuando baila, conversa, aconseja o se deja entrevistar. La popularidad no se transfiere pero, como el público, se renueva.
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