No es solo la inminencia del salto a un territorio incierto con el eventual ataque de Israel contra Irán, lo que preocupa al mundo en estas horas por el riesgo de que se incendie la región. Es también la ausencia de claridad sobre si este desenlace tendrá algún ganador o será el inicio de un conflicto sin final.

Para mayor complicación, el agravamiento sucede en el peor momento de la relación entre EE.UU. e Israel, marcada por un mutuo desprecio entre estos socios que han caminado juntos desde la fundación del Estado israelí en 1948.

Occidente, esencialmente Washington, pero no solo los demócratas, comparte como propios los enemigos de su aliado, particularmente la amenazante potencia persa, y sostiene la necesidad de un respaldo consistente a Israel. Pero al mismo tiempo, percibe al primer ministro Benjamín Netanyahu y sus socios integristas, como un accidente de la historia obstruyendo la salida política a esta crisis .

Al mismo tiempo, la situación es un desorden crónico como un desperfecto en la agenda del norte mundial que ubica al Asia Pacífico y no a Oriente Medio como el vector principal a ser atendido. Esta semana por primera vez en meses, el presidente Joe Biden dialogó telefónicamente con Netanyahu, obligados ambos a un acercamiento debido a estas graves circunstancias. Llamó la atención que la conversación fue descrita por la oficina del primer ministro casi con un chacoteo, reduciéndola a una llamada para «felicitarlo por los éxitos militares».

Fuentes de la Casa Blanca dejaron trascender que de lo que se habló realmente fue del plan de la guerra que está por desatarse. Ambos aliados coinciden en que debe suceder la reacción israelí a la provocadora lluvia de misiles iraníes del 1 de octubre. Pero más allá de esa coincidencia, la diferencia radica en el nivel de contención que debería incluir la respuesta.

En otra llamada telefónica el pasado domingo, el jefe del Pentágono, Lloyd Austin, le dejó en claro a su colega israelí, Yoav Gallant, que EE.UU. pretende evitar que la represalia desate una escalada por parte de los iraníes, según informó el propio ministerio norteamericano. No es claro lo que sucedió luego. Galant debía estar este miércoles en Washington para discutir los detalles finos del plan de guerra sobre el cual la Casa Blanca está absolutamente a oscuras. Pero el ministro abruptamente suspendió la visita.

Los enojos de Biden se alimentan de esos y otros gestos. En su reciente libro War, Bob Woodward revela los tonos de furia e insultos de todo tamaño del mandatario norteamericano cuando alude al polémico líder israelí. Sospecha que Netanyahu y sus socios apuestan a que se expanda a cualquier costo el conflicto para proteger tanto cuestiones políticas personales del líder israelí como las ambiciones territoriales de sus ministros. Sea o no así, es difícil coordinar un desafío de esta gravedad con esas sospechas en el trasfondo.

Fuentes gubernamentales citadas por la prensa norteamericana han elogiado la eliminación de la conducción de la milicia de Hezbollah y la destrucción de una porción importante de sus arsenales. Del mismo modo, el debilitamiento de la banda Hamas en Gaza. Pero las diferencias surgen de nuevo en torno al aprovechamiento estratégico de esas capacidades.

The New York Times entre otros medios que canalizan lo que la Casa Blanca no dice oficialmente, señaló que el mensaje del funcionariado de seguridad norteamericano a Israel es que consolide esos avances significativos con “una victoria estratégica más amplia, que incluya algunos acuerdos políticos sobre ceses del fuego y, en última instancia, una solución de dos Estados que dé a los palestinos una patria”.

Israel desecha el machaqueo de esa salida diplomática y contrapone señales en extremo rígidas de los sectores integristas del gobierno que organizan actualmente congresos de rabinos, diplomáticos y especialistas para «discutir la recolonización de la Franja de Gaza». Una alternativa que requiere de un escenario militar particular. “Pregúntale a cualquier funcionario israelí cual es su plan de paz: no lo tienen”, afirmó frustrado la ONU el canciller de la muy prooccidental Jordania, Auman Safadi.

En un interesante mensaje el diplomático rebatió la noción repetida por Netanyahu en ese foro respecto a que los árabes buscan la destrucción de Israel. “Estamos aquí, miembros de un comité árabe-musulmán designado por 57 países árabes y musulmanes, y puedo decirles, de manera muy inequívoca, que todos nosotros estamos dispuestos, ahora mismo, a garantizar la seguridad de Israel”.

En seguida, al igual que EE.UU., como parte esencial de la construcción de confianza marcó el fin de la ocupación de los territorios palestinos y la salida estatal para ese pueblo. “Netanyahu está creando ese peligro porque simplemente no quiere la solución de dos Estados”, protestó el diplomático. Es lo que afirma Biden, no tan en silencio.

Israel entiende, en cambio, que es el momento perfecto para enterrar para siempre la demanda de un Estado palestino, y golpear a los grupos pro iraníes en Siria (a los que atacó el jueves), Irak y Yemen, intensificar la actual tercera invasión al Líbano y producir un daño significativo a las instalaciones estratégicas de irán, todo bajo el paraguas legítimo de la autodefensa.

EE.UU. pretendería que no se haga blanco en las refinerías iraníes, para evitar un impacto en el mercado petrolero, ni en la estructura atómica porque descree que pueda ser anulada totalmente y en cambio podría disparar una guerra desgastante e interminable como la que Irán libró con éxito durante ocho años con Irak que tenía respaldo estadounidense.

Propone, en cambio, un golpe limitado con blanco en las bases militares, aeropuertos y equipos de radarización atento a que el liderazgo supremo de la teocracia rehúye la posibilidad de una guerra ampliada. Lo mismo ha sugerido Hezbollah. Pero EE.UU. no sabe si habla en el vacío cuando lo hace con este Israel. Tampoco hay claridad sobre si la operación incluiría algún tipo de acción encubierta como sugirió Galant al sostener que “nuestro ataque será mortal, preciso y sorpresivo”.

Irán, que construyó los argumentos para justificar la reacción israelí con el ataque misilístico del primer día de octubre, el tercer intercambio de bombardeos este año entre los dos países, sostiene que Netanyahu busca con la agudización de la crisis interferir en las inminentes elecciones presidenciales de EE.UU. a favor de Donald Trump, a quien visualizan como un aliado más tenaz de la ultraderecha israelí.

Puede haber cierta ingenuidad en esa suposición. Se debe recordar que el “plan del siglo” que el magante neoyorquino propuso para Oriente Medio incluía la instauración de un Estado palestino con un intercambio de tierras con Israel y un fondeo inicial de ayuda de US$50 mil millones. La iniciativa tuvo demasiadas improvisaciones, no aclaraba el destino de Jerusalén Este y tampoco el origen de los fondos, de modo que quedó congelada aunque no muerta.

Hay otras evidencias, un poco más insólitas, que de todos modos deben preocupar a Israel sobre ciertas presencias muy antisemitas en el entorno ultranacionalista trumpista.

La red X de Elon Musk, un aliado vertical del ex presidente, difunde fakes extravagantes que involucran a Israel como el oscuro responsable de los desastres medio ambientales que sacuden a EE.UU. Entre los militantes de esas informaciones falsas, destaca la congresista Marjorie Taylor Greene, quien forma parte activa de la campaña del ex mandatario.

Sin límites para el absurdo, Greene ha sugerido que “láseres espaciales judíos” eran los responsables de los incendios forestales en California. Hace pocos días con el drama presente de los huracanes, remachó con tono de agente secreto: “si, si, pueden controlar el clima”. No sabemos si Trump cree lo mismo.

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